Dossier Fractura: Lester Bangs: ¿el heredero?
Por Andy Andersen
Así como Hunther Thompson, Lester Bangs escribía para Rolling Stone. En un momento, su director, Jack Wenner, lo despidió por considerar que maltrataba a los músicos. Esto, si bien Lester era un melómano de primer orden, no era del todo cierto, ya que del maltrato, por el que fue despedido, Lester desplegó su estilo.
Su figura es profundamente inquietante a partir de la increíble y disparatada verborragia que desarrolla – o vomita -. Es allí donde este periodista oriundo de San Francisco encuentra las herramientas que caracterizarán su escritura.
En medio de un frenesí imparable de bromas, insultos, mentiras y sutiles análisis, aparece su voz; es entonces cuando su pensamiento va adentrándose por oscuros callejones sin salida.
Pero ¡pará! ¿Qué dice este tipo? ¿Estamos ante un mentiroso?
Ponele, es que allí, dentro de ese vendaval verborrágico, Bangs descorre el velo de cierta verdad otorgada implícitamente dentro del mundo del rock.
Basta leer tan solo algún fragmento de sus disparatadas e imprevisibles críticas de discos o recitales para descubrir la sutileza del procedimiento.
Con la lucidez de un borracho, Bangs despliega su caja de herramientas para destruir o elogiar (esto no importa) al objeto de su crítica.
Poco importa sobre que hablará Lester; puede ser la crítica a un disco o a un show, o simplemente algo de esto que derivó en un delirio autobiográfico digno de un Bukowski reloaded colocado hasta el cogote.
Un maldito drogón que escribe de puta madre y nos comparte su locura como si esto fuera lo único que le importa en este puto mundo.
Nunca antes se había publicado algo suyo en castellano, recién ahora con esta hermosa edición de Libros del Kultrum, tenemos la oportunidad de disfrutarlo, y hasta de enojarnos algo con este gran demonio que hizo de la escritura su vida y de la vida algo escrito.
En medio de sus lacerantes e hilarantes críticas, encontraremos también relatos dignos de ubicarse como la mejor literatura norteamericana producida durante el siglo XX.
Bueno, basta, disfruten a Lester Bangs.
He visto a dios y/o a Tangerine dream (1977)
Decidí que sería una idea realmente divertida ponerme hasta el culo de drogas e ir a ver a Tangerine Dream con Laserium. Así que me zumbé dos botellas de jarabe para la tos y me fui en metro hasta el Avery Fisher Hall para asistir a una velada que jamás olvidaré. Para empezar, emerger del metro y encontrarte en ese Elíseo para estetas sofisticados es como salir arrastrándote de un hoyo en dirección al iris de un ojo de Jackie Onassis; una experiencia que de por sí expande la mente. Una mujer que estaba por allí me comentó que la gerencia de la sala parecía bastante molesta con la clientela rock, y es fácil comprender por qué: aquí se aglutina una acerada piedra angular de corporaciones culturales, y lo que entra en ella es el grasiento lumpen de Madison Square Garden. Y cuando dos mundos chocan, uno siempre sale perdiendo.
¿Qué clase de persona va a un concierto de Tangerine Dream? He aquí un grupo con tres o quizá cuatro sintetizadores, sin voces, sin sección rítmica; suenan como cieno sedimentando en el fondo del océano, pero el local ha agotado las entradas. Hay muchos invitados, pero aun así no creo que el chico que está delante de mí, repantigado en su butaca, haya entrado sin pagar. Así que pregunto a los fans de los Tang qué es lo que encuentran en su música, y recibo a cambio un montón de palabrería cósmica y menciones a Tod Rundgren. Le digo a un tipo que en mi opinión son una mierda, unos Fripp y Eno de baratija, y mirándome suelta –Bueno, hace falta tener imaginación.-
Todos los presentes van colocados. Algunos conversan sobre los méritos de varias piezas de la oeuvre de los Tang y las comparan; un tío afirma que el doble álbum Zeit es una obra maestra, y otro es más de Alpha Centauri. Hay por lo menos tres varones por cada hembra. Un treintañero sentado a mi lado con barba y suéter andrajosos recuerda a los predecesores de 1968 Tonto’s Expanding Headband y me cuenta que una vez los Tang actuaron en la catedral francesa de Reims. («Seis mil personas abarrotan el viejo edificio con aforo para solo dos mil», asegura el programa de mano.) «No había lavabos en la catedral —se ríe—, y los chicos se mearon por todas partes. Guando la cosa acabó, los padrinos, (monseñores o lo que sea aseguraron que había sido obra del demonio y pidieron que se exorcizara la iglesia).
La locutora Alison Steele sale a escena, una silueta de modelo de pasarela bajo la atenuada luz verde, y anuncia que la gerencia no permite fumar en la sala. Tan pronto como la chica pronuncia su nombre, la gente a mi alrededor se pone a gritar: «Come mierda!» -y « ¡Eres una mentecata!». El micrófono por el que ha hablado permanecerá en su sitio sin ser usado el resto de la velada, una fina y negra línea cortando la otredad psicomodal de Laserium.
Empieza la música. Tres monolitos tecnológicos emiten vómitos, chirridos, pings y silbidos en la oscuridad, pequeñas hileras de luz centellean de modo futurista mientras los tres hombres ante los teclados, que no dicen una palabra, lanzan blips de sónar que se coagulan en el aire. Sí, nademos hacia la salida, desde la gelatina hasta el cieno. Cierro los ojos y me acomodo en la blandura de mi butaca, sintiendo el poder del jarabe para la tos mientras va aumentando su efecto y la humareda de la marihuana se filtra por las grietas del ambiente, intentando conjurar una película secreta de ojos para dentro. Oh, señor me siento tan mal como un barril de amontillado Sí, aquí llega, los remolinos bajo la superficie de mi vida se reconfiguran en Daniel Patrick Moynihan,* caricaturizado por Ronald Searle. Se disuelve como un espectro en la sombra de un ventanal y es reemplazado por tubos de neón retuercen lentamente en líneas y formas hasta que imagino que van a deletrear una palabra; pero no es así, esta no llega a formarse. Maldita sea, tendré que intentarlo con mayor empeño. Por otra parte, que no haya noticias sea una buena noticia. Vuelvo a abrir los ojos. Ahora el Laserium, que en mis devaneos de drogota había olvidado casi por completo, Se eleva desde las profundidades y hace su numerito en la pantalla situada sobre los sintetizadores. Primero, un puñado de grumos de varios colores se entremezclan lentamente; podrían ser cualquier cosa, desde nubes mal definidas hasta telarañas de algodón azucarado o cuerpos en descomposición. Luego, ante aquella mugre, aparecen dos prístinos círculos láser, uno rojo y el otro azul, expandiéndose, contrayéndose y enfrentándose el uno al otro. Aumentan cada vez más de tamaño hasta que giran y se extienden por todo el lugar con un frenesí curiosamente sosegado. Mientras rebotan de un lado a otro, los sintetizadores les susurran. La música continúa durante mucho tiempo; parece ir menguando en vez de concluir.
Intermedio. Muchos entre el público se sienten indecisos ante si es un intermedio de verdad o deben recoger sus estetoscopios y largarse de allí.
Vuelven a por más de lo mismo, aunque en esta ocasión más agresivo, si con ese término pudiesen describirse las arenas movedizas. El Laserium empieza a lanzar destellos más violentamente, explotando en manchas, puntos y líneas que se clavan en la retina al tiempo que los sintetizadores te absorben y tragan, y los imponentes espejos a los lados del escenario giran lentamente, reflectando los rayos de luz blanca palpablemente irritante que vienen y van como fogonazos. Cierro los ojos para recobrar el control interno y comprobar si ahí dentro estarán coagulando visiones de cera moldeable. Nada. Un vacío grisáceo. Los abro y me entrego por completo al Laserium. Flash, flash, flash: aumenta la intensidad hasta que me veo totalmente aplastado; me siento como un cartucho de ocho pistas que se ha atascado. Después de eso, me siento ligeramente aburrido e inquieto, aunque los demás cuerpos a mi alrededor sigan absortos. He visto a Dios, y la ventaja de haber visto a Dios es que siempre puedes mirar hacia otro lado. A Él no le importa.
Así que, al final, recojo mi chaqueta, cargo mis tintineantes botellas de jarabe para la tos y me abro paso entre cuerpos relajados y despatarrados, avanzando lentamente hacia el pasillo. Mientras lo enfilo me asalta la imagen de una extraña figura que renquea delante de mí, doblegada bajo ropas harapientas y cabellos estropajosos. No creo lo que ven mis ojos dextrometorfaneados, así que aprieto el paso hasta que puedo verla, ahora sí, casi arrastrándose hacia Ja puerta... juna vieja con una bolsa de plástico!
¿Qué estará haciendo en un concierto de Tangerine Dream? ¿Tal vez alguien en la CBS le dio una entrada, o quizá encontró una desechada por un extenuado crítico de rock en un cubo de basura de la calle 14? No importa; habrá un Jugar para ella en el cableado de este mundo nuevo y feliz. Yo mismo había pensado en darle una de mis dos entradas a algún borracho de la calle para que pudiese dormir un rato en una cómoda butaca. Mira, debería haber algún lugar al que enviar a esos perros apaleados para no tener que verlos, ¿y qué mejor sitio que el Avery Fisher Hall? Dejadles que vayan dando zarpazos a través de la renuncia a un mundo mejor, escuchando los blips, pitidos y silbidos, y entreteniendo sus apagados ojos con esos patrones de prueba y esa estática con los que nuestros grandes medios de comunicación no saben muy bien qué hacer Justo antes de salir por la puerta, me giré para un último vistazo a los Tang y su Laserium, y, mira por dónde, tuve m¡ primera alucinación desde que aquella tarde me había bebido el Romilar: todo el público lo integraban viejas con bolsas de plástico.
* Daniel Patrick Moynihan (1927-2001) sociólogo y político, senador por el Partido Demócrata.
Village Voice, 18 de abril de 1977