Juan Marsé y esa capacidad de irritar
Por Norman Petrich / Ilustración: Leo Olivera
Una capacidad de irritar acompaña la obra de Juan Marsé desde su salto a la consagración con su tercer libro, Últimas tardes con Teresa. Este libro sería galardonado con el premio Biblioteca Breve de Seix Barral, pero antes iba a incomodar al jurado, con Luis Goytisolo a la cabeza, quien se sentía repelido por la imagen que el novelista daba a los incidentes universitarios del 56. Esa votación también será recordada por el rechazo de Vargas Llosa a la novela de Manuel Puig, La Traición de Rita Hayworth, pero esa anécdota quedará para otra nota.
Lo cierto es que este escritor, periodista y guionista de cine nacido en Barcelona bajo el nombre de Juan Faneca, ganador del premio Planeta en 1978, el Juan Rulfo en el 97 y el Cervantes en 2008, gastó en dicha novela y en su “hermana”, La oscura historia de la prima Montse, toda posibilidad de intentar trasladar al papel la comprensión de lo que pasaba en el presente de su Barcelona para dejarle esa tarea a Pepe Carvalho, el detective privado creado por Manuel Vázquez Montalbán, quien reflejará como nadie la no del toda desaparición del sojuzgamiento franquista y cómo la Barcelona de “charanda y pandereta” cedía a manos de la urbanización impulsada por la Barcelona olímpica y la “necesaria” aparición de la Barcelona democrática. Es allí donde Juan Marsé se convierte en rara avis que permanecerá en los territorios de su memoria, donde reconstruirá la voz del vencido que resucita en esos hijos rojos que le nacen a los vencedores de la guerra civil o de la burguesía (a veces son lo mismo). Por supuesto, no escribe para ellos, pero serán sus irritados receptores, los que van a ponerle la cara a la vanguardia artística de la nueva ciudad.
“Yo me estaba refiriendo a nuestros años de incienso y plomo bajo el palio de la luz crepuscular, aquel tiempo en el que no solamente la prensa y la radio, el Boletín Oficial del Estado y la Hoja Dominical mentían sobre lo que nos estaba ocurriendo, sino que hasta los espejos mentían”, dice Marsé para explicar mejor su entrada a la narración de esos largas décadas de postguerra y dominación franquista.
Allí aparece Si te dicen que caí, donde un trapero busca a una prostituta a pedido de una mujer rica por “un barrio de solares ruinosos, un remoto espejismo traspasado por el aullido azul de la realidad”. Aquí, eso que contaban hasta los espejos es contrastado por “las aventis”, crueles relatos de chicos que no son mentiras sino interpretaciones o recomposiciones: la oralidad narrativa que enfrenta al reflejo oficial para hacerlo estallar como estalla ese límite entre lo que pasó y lo que todos imaginan que pasó. Otro dato: el nombre de la novela sale de unos versos de una marcha falangista: “Si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí. Volverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz y traerán prendidas cinco rosas: las flechas de mi haz”. “Es que las novelas de Marsé se parecen muy poco a aquellos desahogos de los señoritos culpables, aduladores de la clase amenazadora, o de los ideólogos flagelantes de las clases odiadas”, dice Dionisio Ridruejo en el prólogo a la edición del Club Bruguera. “No es tanto una revancha personal contra el franquismo como una secreta y nostálgica despedida de mi infancia”, dice el catalán sobre esta obra.
En Un día volveré, Jan Julivert Mon regresa a uno de los barrios bajos de la Barceloneta, trece años después de ir a parar tras las rejas por guerrillero y asaltante de bancos. Todos saben que aquel día en el que fue detenido había enterrado su pistola al pie de un rosal, y esperan, unos con el miedo de los vencedores y otros con la ilusión de los vencidos, que el día de su vuelta la desentierre para emprender su sangriento ajuste de cuentas. Pero el hombre que regresa a casa es otro, y sus ánimos de rehacer su vida son mirados con desconfianza por la gran mayoría. Entre los bailes de desencuentros que realizan los sueños y la realidad, Marsé teje su prosa para establecer la diferencia entre venganza y justicia en el exacto centro donde se descompone la moral burguesa.
Ronda de Guinardó y La muchacha de las bragas de oro cierran esta serie donde Marsé bucea en la memoria del vencido, que es también la suya.
Esta última obra, particularmente, muestra esa grieta en descomposición, permitiéndonos ver la misma historia desde tres puntos diferentes: la narrada por Luys Forest, un olvidado escritor falangista que dedica sus últimos cartuchos a la realización de sus memorias, llenas de falsedades; los hilos de realidad que se dejan entrever en los verdaderos recuerdos del pasado, debajo de lo que esas memorias ocultan; y lo que sucede a partir de la aparición de su sobrina Mariana, desprejuicida y cínica, que va a despertar el único período verdaderamente novelesco de la vida de Forest.
Tanto Últimas tardes con Teresa, como Si te dicen que caí, Un día volveré y Las muchachas de las bragas de oro fueron llevadas al cine o la televisión, alimentando lo que bien podríamos llamar una relación ambigua: siendo Marsé guionista de cine y un escritor que ha reconocido la influencia del mismo en su escritura, más bien en cuestiones de ritmo, de montaje del material, ninguna de las adaptaciones de sus libros le ha gustado demasiado.
Con respecto al último de los libros nombrados, cabe contar que es partícipe necesario de otra amada irreverencia del catalán. Con él obtuvo en 1978 el premio Planeta, y luego del fallecimiento de “Manolo”, entra a ser parte del jurado de ese premio a pedido de su amigo Lombardero. “Probaré un año”, dice. Corre 2004 y llega el momento de proclamar al ganador, con la ceremonia acostumbrada, la cual cuenta con una exposición del jurado sobre “las magnificencias” que convirtieron a la obra en cuestión en la elegida. Llegó el turno para hablar de Marsé y anunció que el no había votado a la obra ganadora. La cosa no quedó ahí, ya que “amagó” a renunciar, decepcionado por el sistema de selección. Una de sus principales críticas era, justamente, contra el comité de lectura que “lo hacían apechugar con verdaderos engendros novelísticos”. El catalán estaba convencido de que entre las descartadas debía haber alguna de mayor vuelo, pidió acceder a todos los originales, cosa que le fue negada. Fue allí cuando calificó al comité de “una incompetencia escandalosa”. José Manuel Lara insistió para que se quedara y Juan Marsé pidió un par de cosas a cambio, ya que no se podía eliminar al comité: librarse de la rueda de prensa “cuya finalidad era meramente propagandista”, y donde se debía repetir, año tras año, “las obligadas mentiras sobre la superior calidad literaria de los originales”. Lo otro que pidió fue que le dieran la opción de votar en blanco, “negando mi voto a novelas que eran un verdadero insulto al jurado, a las expectativas de los demás concursantes y al mismo premio”. Lara le prometió que al año siguiente lo haría y Marsé siguió.
Llega el momento de entregar el premio del año 2005 y cuando tiene los 5 originales en las manos se da cuenta que muy poco había cambiado con respecto al anterior. Presenta, entonces, su dimisión por segunda vez. Lara le pide que la haga pública luego de la votación, lo cual el creador de Pijoaparte acepta, pero avisa que si en la ronda de prensa le pedían su opinión el no mentiría. Lara debe haber rezado para que nadie notara su silenciosa presencia en un costado, pero siempre hay un periodista que huele sangre y Marsé no se calló. Dijo que “el nivel de calidad era bajo, prácticamente subterráneo; al no poder declarar el premio desierto había de votar la menos mala”. Para cerrar con un “este premio no tiene nada que ver con la literatura, pero nuestro cometido tampoco”.
De esa forma sencilla puso en cuestión todo el sistema parafernario que convierte a los libros ganadores en un verdadero éxito de ventas legitimado por un premio y un jurado de categoría. Cabe decir que las críticas no fueron sólo para la obra ganadora, por ahí andaba el peruano Jaime Bayly, quien también había sido finalista y prefirió el silencio para salir lo más rápido posible de esa situación en donde un jurado destrozaba a los finalistas y al concurso, pero la ganadora de ese año, María de la Pau Janer, tuvo una pequeña reyerta con el novelista. “Juegas a enfant terrible”, le espetó la mallorquina. “No tengo edad”, repuso Marsé. “Sí, a veces se pasa la edad, ése es el problema”, retrucó ella. “No te confundas. A mí me interesa la literatura y a vosotros la vida literaria”, sentenció el escritor. Toda una definición de posicionamiento apuntando a hacernos ver que hay una pregunta que se nos está escapando: ¿Cómo y cuándo fue que permitimos que un concurso literario se convirtiera en algo tan vital, casi diría el único lugar que legitima una obra, a tal punto que peleamos hasta en términos duros por tener esa oportunidad en un millar? Y una pregunta siempre dispara nuevas ¿Cómo, cuándo y por qué las otras cayeron en desgracia? Y por supuesto, ¿a quién benefició todo esto? Marsé ya lo olfateaba y dejó en evidencia cómo se puede direccionar un concurso según ciertos intereses. Pero también nos recordó que no es lo trascendental para quien intenta hacer literatura y no sólo conquistar el éxito. Se vuelve necesario reconstruir ciertos andamiajes. Se vuelve imprescindible, irrite a quien irrite, pararse "del lado Marsé de la vida” para obtenerlos.