Esbozos contra la cofradía del santo criterio y su construcción del escritor unívoco
Por mucho tiempo, a través de distintos métodos como la fidelización, el canon académico esgrimido a rajatabla, la crítica literaria restringida en pocas manos (y no pocas veces usada como arma de destrucción masiva), el marketing y los algoritmos, por nombrar algunos, se ha intentando construir un tipo de lector que marcara cierto aglutinamiento facilitador de las relaciones entre un sector dominante (sea mercado o academia) y el público en general, usando como brújula la búsqueda de un criterio.
La aparición constante de editoriales independientes e inclusive algunas piratas que reimprimían partes de catálogos cuyos propietarios no tenían la mínima intención de volver a reeditar (siempre pongo de ejemplo que, para cuando se estrenó la película Soy leyenda, el grupo Planeta dueño de los derechos sobre Minotauro sólo tenía publicado el 13% del catálogo y la novela de Richard Matheson no estaba entre los afortunados) rompieron mínimamente con esa lógica aglutinante proponiendo distintos criterios, trabajando desde los márgenes de ese mercado desde donde nos reconocemos o nos rechazamos y de cierto canon que pretende decidir qué se lee y qué no.
Corren épocas donde el conservadurismo ha reordenado su estrategia y, aprovechando vientos políticos favorables, redobla la apuesta y ya no apunta a la modificación del receptor, sino del emisor, intentando construir un tipo de escritor. ¿De qué manera? Controlando los accesos a la legitimación. Parece absurdo, pero voy a explicar por qué no es imposible.
Ya dijimos que ese sector dominante, con el canon académico como punta de lanza, ya venía intentando imponer qué debía leerse y qué no, apoyados en una crítica que no pocas veces destrozaba aquello que no entraba en su criterio.
Otro de los caminos para obtener legitimación son los premios literarios. Más en un país donde no es fácil que te publiquen sin que tengas que costearlo de tu propio bolsillo. Vaya sorpresa nos llevamos cuando vemos que no pocos acólitos del criterio son los que ponen sus manos en los originales para decidir sobre ellos ¿Como miembros del jurado? Ahí no serían eficientes y sería mucho más visible su trabajo. El lugar estratégico es el de prejurado, aquellos que van a resolver cuáles obras (generalmente no superan las diez) tendrán “la suerte” de ser leídas por quienes van a definir cuáles son los ganadores.
Ya a finales del siglo XX, Juan Marsé había criticado el sistema de preselección cuando fue miembro del jurado del Premio Planeta por dos o tres años consecutivos, en reemplazo de Manuel Vázquez Montalbán. Aducía que no podía ser que no llegara un texto que le pareciera atractivo; se ofreció (casi exigió, podríamos decir) leer todos los originales para dar con aquellos que merecían estar como finalistas. Por supuesto, fue rechazado.
Las devoluciones a los ganadores de esos años no tienen desperdicio y la polémica generada no fue menor, aunque hoy día parece ser tapada por un ojo estrábico que nos hizo mirar hacia otro lado mágico, pero lo importante es que puso al desnudo todo un sistema que por estas tierras es utilizado casi programáticamente.
No hay otra lectura cuando los ganadores de ciertos premios tienen estilos casi calcados y no pocos pertenecen a casas de altos estudios. Cuando el premio es sostenido por una editorial privada, aunque no nos guste, puede ser hasta entendible, pero cuando el concurso lo lleva adelante el Estado (sea cual fuere su estamento) y lo concrete una editorial que responde al mismo, todo se vuelve más enrarecido.
Por último, queda nombrar los Festivales. Que los hay y muy prestigiosos en nuestro país. Y tal vez, los que más se cuelgan ese cartel sean aquellos que responden al apoyo (nuevamente) estatal. Lo cual está buenísimo, pero en la forma que se construyen, tienen un pequeño problema: que dependen de cuál sea la bandera de turno. En gobiernos como los actuales, estos programáticos vuelven a ocupar lugares desde donde definen la línea que los seguidores de dichos festivales van a poder escuchar. Y todo en nombre del santísimo criterio.
Así es como van dejando afuera a un montón de escritores, de estilos, y reafirmando, apuntalando, lo que para ellos es literatura. Parados en lo que creen una posición vanguardista y envueltos de intenciones progresistas, lo que terminan consolidando es el regreso del conservadurismo, ya que en el nombre del criterio, se olvidan de que un evento pagado por los estados debe tener uno máximo: que quepan todos los criterios posibles.
En algunos lugares como Rosario (a la que pongo como ejemplo, pero no es la única) que fue gobernada por el socialismo durante más de 30 años y, ahora se encuentra alineada con un gobierno provincial y nacional de derecha, esto se vuelve más evidente. Podrán decir que invierten en Cultura y es cierto. Pero como decía el poeta callejero Juan Kammammuri en una de sus cartas orales:
dicen reunirse para defender
un lugar donde poder construir para todos
cuando todo lo que hacen es construir un lugar de poder
desde donde poder mostrarse a todos para construirse un lugar
Todavía no los he visto armar un festival vanguardista con su propio dinero, sino siempre con el estatal. Y un festival cobijado por el Estado no puede serlo, sino todo lo contrario, debe abrigar la mayoría de las expresiones posibles.
Dicho esto, si vos controlás el canon académico, pero además intervenís en los otros caminos de legitimación, directa o indirectamente; si los que ganan los premios escriben de cierta forma, si los que son invitados a los festivales también y ese programa se logra sostener en el tiempo (algo que está volviendo a suceder) ¿Qué van a pensar aquellos que se inician en los escarceos literarios? Por supuesto, que si quieren ser conocidos, es esa y no otra la manera de escribir.
Allí tenemos un peligro latente, toda construcción humana y sin inteligencia artificial, y si en el pasado no pocos preferían sumar silencio o rumorear por lo bajo, creo que no es lo que va a pasar en estos raros nuevos tiempos. Aún golpeados, habrá respuesta. Porque hay mucho en juego.