Teosofía en las pampas: el rescate de la poesía de Salvadora Medina Onrubia

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    Salvadora Medina Onrubia
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Teosofía en las pampas: el rescate de la poesía de Salvadora Medina Onrubia

24 Noviembre 2024

La teosofía fue una de las tantas disciplinas del siglo XIX que intentó alcanzar el estatuto de ciencia, pero quedó en pseudociencia. Quizás nunca debió abandonar su auténtica identidad de experimento religioso. Inventó un lenguaje que podía incluir, pese a toda incongruencia, frases escogidas de maestros de la antigüedad bíblica, de la grecorromana y, sobre todo —permítaseme el pleonasmo— de ese “oriente” superorientalizado por los orientalistas, portador de misterios, arcanos, libros antiquísimos, y secretos a descifrar.

Un mundo donde los apriorismos podían, con un poco de paciencia, ser disfrazados con sapiencias de aquí y allá. O donde de pronto brotaban “revelaciones” de maestros convenientemente escondidos en el Tíbet, revelaciones que por supuesto ignoraban los propios habitantes del Tíbet, pero que eran entregadas, en cambio, a inefables occidentales como Helena Petrovna Blavatskaya, aventurera rusa angloamericanizada, más conocida como Madame Blavatsky (1831-1891): la verdadera madre de la teosofía.

A esa jerga agregaban elementos del darwinismo, el positivismo y de los avances de la física. Resultado: la teosofía como un cocoliche donde convivían la Atlántida y los arios, el protoplasma y la transmigración, la evolución y la realidad como ilusión, un Jesús que contra toda la evidencia de su contexto semítico había “enseñado” la reencarnación (enseñanza luego clausurada por la “muy maligna Iglesia”) o un Buda que contra todas la evidencia de su contexto índico podía hablar como un predicador londinense.

La teosofía no quedó bajo las telarañas, como se creyó en un principio; sobrevive, aunque decolorada, en las espiritualidades new age y a la carta. Más paradójica resultó su fuerte influencia —quizás la más valiosa y perdurable—en el terreno de las artes. Ella inspiró a los grandes pintores abstractos como Hilma af Klint, Wassily Kandinsky y Piet Mondrian, la magnífica poesía de William Butler Yeats, y las arrolladoras sonatas para piano de Alexander Scriabin. Hasta ayer nomás, creíamos que en la Argentina la teosofía solo contaba, como hijos artísticos, los varios cuentos y el ensayo que integran Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, obra maestra de la que dependen, Borges incluido, tantas buenas ejercitaciones de lo fantástico en la literatura latinoamericana.

Hoy, gracias a los buenos oficios de la editorial cordobesa Buena Vista y su colección “Las Antiguas” (dedicada a exhumar literatura escrita por mujeres argentinas del XIX y comienzos del XX), contamos con una presencia inesperada: Salvadora Medina Onrubia y su Poesía reunida. El libro cuenta con la curaduría de Enzo Cárcano y Lucía De Leone, y con un importante dossier crítico con cuatro ensayos muy recomendables, además de un doble apéndice de facsímiles: unos en el cuerpo del libro (tapas y manuscritos), y otros en hojas sueltas (críticas y recensiones tempranas).

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Tapa poesía reunida Onrubia

Hablemos de Salvadora

Hace unas cuantas décadas que Medina Onrubia viene siendo rescatada del olvido gracias a los estudios académicos, sea en los centrados en la historia de nuestros ácratas, bien desde los centrados en la mujer. Nacida en La Plata por 1894 –cuatro después que Victoria Ocampo, dos después que Alfonsina Storni–, fue maestra rural en Entre Ríos, madre soltera, militante anarquista, amiga Severino di Giovanni y de Simón Radowitzky, –el famoso matador del represor Ramón Falcón–, y defensora de de los italoamericanos Sacco y Vanzetti. En su momento se opuso al sufragismo: los partidos políticos, para ella, representaban una invención masculina ajena a los talentos a desarrollar por la mujer moderna. Más tarde se desdijo, y quizás líneas más abajo hallemos la clave del porqué.

Medina Onrubia fue colaboradora en las revistas Fray Mocho y PBT, pero terminó casándose –una de sus primeras concesiones al status quo burgués antes vilipendiado– con el magnate uruguayo Natalio Botana, fundador y director, de este lado del charco, del diario Crítica. Desde sus páginas se opuso a todo el arco político imaginable: Yrigoyen, Uriburu, Justo, la revolución del 43, Perón y Evita. Uno puede llegar a preguntarse, finalmente, si en el mundo de los seres mortales pudo creer en algo o en alguien de un modo positivo, y no por la mera vía negativa o antipolítica. Al menos, los textos ahora rescatados dejan traslucir su fe en la integración de su yo a un Yo mayor; en sus palabras, se percibió un “yo, la mujer sin yo” que tuvo que aprender “que hay que perder el yo, para encontrar el Yo” y luego diluirse para hacerse “uno con los yos hermanos”. Esas claves, por supuesto, se las brindó la teosofía.

Como escritora, Medina Onrubia era conocida, sobre todo, por una obra dramática admirable titulada Las descentradas, famosa en su tiempo y reeditada en el 2006. La propia editorial Buena Vista y la misma colección “Las Antiguas”, también sacaron del olvido la pieza teatral Almafuerte (1914), y los cuentos de juventud reunidos en El libro humilde y doliente (1918), publicado todo en un volumen, en el 2015. Aún falta exhumar una buena antología de sus artículos, algunos relatos, una novela (también de temática teosófica), y otras experiencias dramatúrgicas. Por lo pronto la Poesía reunida llena un importante vacío.

¿Poesía o documento?

Pero no fabriquemos ilusiones injustificadas. Hace poco leí un artículo donde se afirmaba que la poesía de Medina Onrubia “muestra una intensidad emocional que a menudo roza lo sublime, por la que el sufrimiento y la resistencia cobran un protagonismo inusual”. Confieso que la epifanía de esa sublimidad me ha sido negada por los altos dioses –incluso por los soterrados maestros tibetanos que dictaban misterios a la Blavatsky–, y que un grupo de duendes chocarreros me ha hecho vislumbrar, vez tras vez, más bien versos ripiosos, metros mal medidos, cacofonías, sonetos que hubieran fluido mucho mejor en endecasílabos que en pretenciosos alejandrinos.

Fui testigo de sílabas tónicas excesivamente alejadas entre sí, encabalgamientos mal empleados, palabras horrendas como “eternal” para conseguir una rima forzada, combinaciones métricas desdichadas, versos que son prosa salvo por el artilugio tipográfico de los espacios en blanco. Querer crear una hagiografía literaria femenina, o hallar virtudes líricas donde no las hay, es una forma más, aunque solapada y quizás políticamente correcta, pero en definitiva hipócrita, del paternalismo y del androcentrismo en formas retrospectivas. Soy de los que sostienen que hay que creerles profundamente a los poetas.

Esos versos cumplen a la perfección con su valor de documento, de archivo, de arqueología.

Cuando Homero nos anticipa que cantará “la funesta cólera de Aquiles”, no nos engaña; cuando al inicio de su Polifemo, Góngora nos previene que nos entregará “estas que me dictó rimas sonoras, / culta sí, aunque bucólica Talía”, nos está diciendo que podemos esperar, ante todo, una música puramente verbal. Y cuando Salvadora Medina Onrubia, como proemio de su primer poemario, estampa que son “versos imperfectos, rudos y salvajes”, y “versos de esta alma de trágica loca”, no tenemos por qué contradecirla. Nadie más consciente que ella misma de sus limitaciones. Casi quedamos espeluznados cuando, en uno de sus textos, pone a Amado Nervo por encima de Baudelaire, Safo, Teresa de Ávila, Anacreonte, Darío, Verlaine. Pero una voz menos sincera hubiera elegido a un Dante o a un Shakespeare, quizás incluso sin haberlos leído. Y en cuanto a lo de “trágica loca”, parece estar previniéndonos que de vez en cuando cederá al histrionismo que de toda mujer se esperaba en su época, como heredera de las protagonistas de novelas francesas o de óperas italianas (salvo que estas solían morir de tisis, y Medina Onrubia murió a una edad respetable para su tiempo). No negamos que logre a veces unos cuantos versos felices, pero son la excepción.

Ahora bien, buenos o malos, esos versos cumplen a la perfección con su valor de documento, de archivo, de arqueología (y no estoy usando el término en el sentido foucaultiano). Un buen arqueólogo nos dirá que, para la reconstrucción de una cultura, un collar de perlas vale tanto como un coprolito que nos informe de la dieta de la portadora de las perlas. El paradigma de Indiana Jones es bueno únicamente para Hollywood.

Así, la poesía de nuestra autora nos ayuda a reconstruir imaginarios, espejos, clichés asumidos como propios, clichés rechazados o desplazados, contradicciones, y una gama infinita de grises intermedios. Y también nos permite ver cómo asumían, en un momento de cruce entre el liberalismo laicista y el nacionalismo fuertemente católico, la candente cuestión religiosa algunas mujeres independientes.

Entre Jesús y Krishna

Sabemos, por ejemplo, que Alfonsina era decididamente atea y que Victoria podría adscribirse al catolicismo liberal. Salvadora optó por el eclecticismo, sobre la base ya de por sí ecléctica y sincrética de una espiritualidad como la teosófica. En La rueca milagrosa (1921, editado por Tor, pero con versiones manuscritas que datan de 1918 en adelante) todavía está el conflicto, sobre todo entre paganismo y cristianismo. Lo dice claramente la autora en su poema “Dualismo”: “Tengo en mi vida grandes pausas sentimentales / que son charcos de sol en los tembladerales / de mi alma incomprensible y turbia de cristiana…” Es que en ella también “canta al sol mi otra alma de Diosa y de Pagana”. El poema termina: “No me abandones nunca, divina Alma Pagana / que yo quiero ayudarte a matar la cristiana… / ¡Que yo Odio la cristiana!...”

En ese mismo libro aparecen ya conceptos extraños al cristianismo, como panteísmo, transmigración, nirvana. Pero solo serán sistematizados en el poemario siguiente llamado El misal de mi yoga (1929, Editorial Claridad), aunque se generen nuevas tensiones que, al menos en la obra poética, quedan sin zanjar.

Cuando este segundo libro se publica, aconteció un hecho capital en la vida de la autora: su hijo mayor se suicidó, hecho que ella siempre negará, llamándolo “accidente”. A ese hijo está dedicado el poemario. Y también a un gurú de la teosofía, que recientemente había visitado Buenos Aires y a quien la autora considera un nuevo avatar del mismísimo Pitágoras. El misal de mi yoga, pues, cumple con un innegable papel de simbolización y catarsis del “dolor / físico de un ser ido”, a la vez que se presenta como un libro didáctico, casi propagandístico, del saber teosófico para los legos. El didactismo no implica necesariamente fealdad (pensemos en las Geórgicas de Virgilio, o en el Primero Sueño, de sor Juana, donde se poetizan nada menos que los entes aristotélicos), pero hay que reconocer que la jerga seudocientífica y la mística no son fácilmente compatibles.

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Tapa el misal de yoga

Así, Medina Onrubia puede entregarnos espantajos como “que Dios geometrizaba nos enseñabas, /…/ las cosas obscuras y abstrusas enormes / fáciles y claras nos las mostrabas” (está hablando de Pitágoras) o “un hilo tendido del protoplasma”, y hallazgos felices que proceden de la mística tradicional: “camino mi camino”, “soy la dañada y la que daña”. Pero la tensión entre paganismo y cristianismo desapareció, y ambos se vuelven complementarios. Ya desde el título es perceptible; el misal (¿habrá influido el título de Baldomero Fernández Moreno,  Las iniciales del misal?) remite con inmediatez al occidente cristiano, mientras que el yoga –visto como mucho más que una disciplina gimnástica, por supuesto– es casi sinónimo del subcontinente indio. De hecho, el libro sigue casi el programa del título: termina citando y glosando fragmentos de la Bhagavad-gītā con Krishna como gran protagonista, pero se inicia con paráfrasis de la tradición judeocristiana, amén de mechar aquí y allá a los presocráticos –Empédocles y el Pseudo Pitágoras sobre todo, más que transparentes en el poema “El círculo”–, posiblemente no leídos en sus fuentes sino con la mediación de Isis sin velo, obra de Blavatsky que, a mi parecer y contra lo que dice alguno de los ensayos del dossier, influye más que el otro gran texto de la fundadora de la teosofía: La doctrina secreta.

De la tradición cristiana no solo encontramos citas casi textuales de los Evangelios –“Buscad y encontraréis”, “Llamad y os abrirán”, “Encended vuestra lámpara”, la enumeración “camino y verdad y vida”, el tópico del amor al enemigo– sino que la autora hasta se permite atrevidas metáforas marianas: “…yo fui lo mismo que María la Hebrea, / mi arquetipo doliente que bendecido sea… / que yo fui madre – virgen y madre – dolorosa / en una ofrenda inútil mezquina y silenciosa”. Más aún: en el poema “Inofensividad”, la identificación es con el propio Cristo. La poeta se aplica a sí misma pasajes del Antiguo Testamento que la tradición cristiana había visto como cumplidos en Jesús; versos como “mis labios no se abrieron ni para mis gemidos, / mis manos no se alzaron ni para mi defensa /…/ me desgarraron / sin que una sola queja de mi boca brotara” remiten inequívocamente al salmista que calla, o al Siervo Sufriente de Isaías 53, que ya el Nuevo Testamento leyó en clave cristológica.

Aceptada la muerte como irreal –esto, por supuesto, no es cristiano–, Salvadora (y qué bien le queda el nombre en función sacrificial y vicaria) presenta la muerte de su hijo como una ofrenda del yo al Yo, del mundo aparencial al Absoluto, pero usando una vez más imágenes bíblicas. Así, la de la estéril Ana que promete a Dios entregarle su hijo si le quita su infecundidad, y cumple, una vez nacido Samuel, entregándolo al servicio divino (1 Samuel 1), o la de la propia María aceptando ser madre en el Magníficat, pero también perder su criatura.

El libro se presenta entonces como un meditado offertorium, una extraña eucaristía donde el despojarse –bien del hijo muerto, o bien del yo de la propia poeta– garantiza una vislumbre del Yo Supremo, que se irá haciendo más nítida en esperadas vidas futuras.

Queda como enigma la manera en que concilia la autora estos quehaceres del espíritu con la actividad anarquista. Porque si todo aquí abajo es ilusión, ¿vale la pena intervenir a favor de una sociedad ilusoria con políticas también ilusorias? Y también: ¿cómo conciliar la horizontalidad anarquista con la fuerte jerarquización que la teosofía impone, tanto al mundo de las entidades espirituales como al de los pobres terrícolas? Lo cierto es que no hay respuesta a ello; una y otra vez se habla de hermandad y hasta de saciar el hambre del prójimo, pero enseguida nos percatamos de que se habla de hermandad espiritual y de hambre espiritual, no de la literal de pan con miga y cáscara. Sabemos que Anie Besant, la continuadora de la obra de Blavatsky, apoyó el sufragismo y una izquierda de corte menos radical que la ácrata: quizás nuestra poeta no hizo otra cosa que imitarla.