Y otra vez Onetti
“Él no corregía jamás. Pensaba que regresar a un texto ya construido, a una obra hecha, era como si un perro volviera sobre su vómito. Sólo le interesaba el goce del momento, el presente de la escritura".
Dorothea Mur, Dolly.
Hace un par de semanas entregué el borrador de lo que será mi próximo libro y con algo más de tiempo me dispuse a retomar las lecturas pendientes. Entre la pila de libros que esperan mi atención escogí Cómo dibujar una novela, de Martín Solares, que reflexiona sobre las técnicas y formas que eligieron diversos autores para llevar adelante el proceso de escritura.
El libro es bueno e impulsa a seguir reflexionando sobre escrituras propias y ajenas. Estando en esas reflexiones y relecturas de distintas obras, regresé –como me ocurre siempre- a la obra de Juan Carlos Onetti, mítico escritor uruguayo.
Releí los inicios y los finales de Juntacadáveres, en donde se cuenta la historia de Larsen y el proyecto fallido de la instalación de un prostíbulo en las afueras de Santa María. El astillero, en dónde (entre otras cosas) se narra el final de Junta (Larsen) derrotado y viejo a la orilla de un embarcadero. Dejemos hablar al viento, magistral novela escrita durante su exilio en España a finales de los 70 en donde reaparecen personajes muertos y en cuyos capítulos finales, el Colorado –que ya había aparecido en el cuento “La casa en la arena”, de 1949- desata el incendio que terminará con Santa María, la ciudad rioplatense creada por “dios” Juan María Brausen en La vida breve.
Pasé horas, yendo y viniendo de los estantes que cuidan a los Onetti. Uno al lado del otro y siempre pegados a algún libro mío esperando que se produzca el milagro, el ansiado contagio. Releí fragmentos, revisé subrayados y murmuré párrafos casi en trance. Otra vez caía en su embrujo.
Cuando la tarde acababa y el infierno del calor de enero aflojaba un poco, abrí una cerveza y Cuando ya no importe, último libro del uruguayo.
El protagonista, John Carr (¡!) lleva adelante una especie de diario que lo acompaña en toda su aventura. Apenas unos apuntes de su nueva vida luego del abandono de su mujer. Allí, anota cuestiones de su regreso a Santamaría y de su nuevo empleo, en donde le prometían “ganar en dólares y no hacer nada”, conversaciones con los gringos que construyen una represa sobre el río, reflexiones sobre el paisaje, el
clima y recuerdos de su vida.
“Juan Carlos Onetti señalaba con agudeza corrosiva lo que persistía y se profundizaba bajo las luces del capitalismo”.
Leí el inicio, el primero de sus párrafos:
“Hace una quincena o un mes que mi mujer de ahora eligió vivir en otro país. No
hubo reproches ni quejas. Ella es dueña de su estomago y de su vagina. Como no
comprenderla si ambos compartimos, casi exclusivamente, el hambre. Nos
consolábamos a veces con comidas a las que buenos amigos nos invitaban,
chismes, discusiones sobre Sartre, el estructuralismo y esa broma que las derechas
quieren universal, saben pagar bien a sus creyentes y la bautizan postmodernismo”.
Y fue imposible soltar el libro. En apenas unas líneas, Onetti logra introducir el
conflicto de la historia: los golpes que la soledad y la pobreza van horadando en un
cuerpo.
¿Se pude ser tan brutalmente honesto?
Lean de nuevo y presten atención a la segunda oración… pensar que lo acusaban de misógino. No me detendré demasiado en el final de la transcripción. Sólo, subrayar la claridad política que muy pocos pudieron tener en esos años, postreros a la caída del Muro de Berlín. Occidente festejaba “el fin de la Historia” y Juan Carlos Onetti señalaba con agudeza corrosiva lo que persistía y se profundizaba bajo las luces del capitalismo. Continué mi relectura con una voracidad casi idéntica a la primera vez. Recorrí subrayados y anotaciones en los márgenes. Me detuve en una entrada: 15 de junio, que en una de mis anteriores lecturas bauticé en lápiz negro “Encuentro con (la) Pobreza” en donde describe “el asadón con fiesta mediante” que el Turco, uno de sus jefes, había prometido a Carr.
En un llamado telefónico, el Turco le explica que el asadón será con las fuerzas anticontrabando en una de las puntas de la frontera y que él no podrá concurrir porque, justamente, estará trabajando en la otra punta. El asunto es que luego de la comilona la fiesta sigue en una casilla en donde espera una prostituta. Hacía ella van desfilando, turnándose, los invitados del Turco.
En cuanto llega el turno de Carr, la descripción y el breve diálogo que se desarrolla en la casilla adquieren una sensibilidad y profundidad muy pocas veces logradas. Si fuera una imagen, nadie la pintaría mejor que Guayasamín.
Carr continúa con su vida, con sus preocupaciones y lecturas de cartas que le llegan muy de vez en cuando. Una vez concluida su tarea, regresa a Monte decidido a continuar con sus apuntes. Y entonces, llega el final:
“Vivo escondido aunque ignorado por las llanadas fuerzas del orden que no me tienen en sus prontuarios. Me escondo porque aquí hay personas, sobre todo mujeres, cuyas caras y renuncias me niego a conocer después de tantos años. Por iguales motivos me disgusta muchísimo mostrarles mi cara de hoy, permitir que sospechen o adivinen algo de mis pasadas, pequeñas infamias. Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones. No puedo decir que el cuerpo me haya traicionado nunca ni haya reclamado venganza por mis malos tratos. Apenas, en esta etapa comienza a sugerir análisis, palpaciones, compañías químicas. Sé muy bien que terminará rebelándose y que usará dolores de intensidad escalonada para obligarme a tenerlo en cuenta, justamente cuando ya no importe demasiado al mezclarse con hastío y resignación.
Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla. Hay en esta ciudad un cementerio marino más hermoso que el poema. Y hay o había o hubo allí, entre verdores y el agua, una tumba en cuya lápida se grabó el apellido de mi familia. Luego, en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento, iré a ocuparlo con no sé qué vecinos. La losa no protege totalmente de la lluvia y, además, como ya fue escrito, lloverá siempre”.
Y como si no tuviéramos suficiente, escribe una oración que remite al famoso poema de Paul Valéry sobre el “cementerio marino”. No hay más palabras. La verdad fue dicha como sólo la belleza de la verdad poética puede hacerlo y me dispongo al silencio. Cuando entonces, me asalta una última oración:
Padre y maestro espiritual no alcanzarán las lecturas para agradecer la infinita compañía y los desvelos que tus páginas han causado a este humilde servidor.