La semilla: mujeres productoras organizadas
Por Catalina Crescente y Matilde Condorí *
A las 10 am nos esperaban Mabel, Natalia, Thelma y Gabriela, matanceras y cooperativistas. El obrador, en km 31 González Catán, es un edificio imponente. En algún momento aquí funcionó un supermercado tan grande que tenía un acuario; igual, no le fue suficiente para pasar la crisis del 2001. Ahora “El Acuario” es un predio alquilado por el municipio, en la planta baja funcionan talleres de carpintería y, aunque no hay puerta, para poder pasar hay que anunciarse con un hombre. Subiendo por una escalera finita, sin baranda, está la terraza donde se encuentran dos invernaderos: uno cerrado en donde está la huerta y otro que es apenas un esqueleto en construcción.
Las 10 compañeras que llevan adelante esta huerta son una muestra, representativa y vivaz, de toda una masa de mujeres trabajadoras que comienzan a mover estructuras. No es nueva la experiencia, que se presenta en continuación de prácticas como las de las manzaneras de los ´90, pero estas mujeres son protagonistas de un-otro-proceso: el que las interpela como productoras de la economía de sus familias y de sus territorios.
Las mujeres que cargan tierra y plantan semillas, pero no siempre se dedicaron a esto. Hacer el secundario para muchas mujeres del conurbano fue una experiencia trasformadora, una expansión de todos los límites. Thelma se pone a sacar cuentas y nos dice que de 14 mujeres con las que empezó la escuela, 9 se separaron de sus parejas. “Se dieron cuenta de que no éramos las esclavas de nuestros maridos; que no porque teníamos un hijo nos teníamos que quedar en casa, lavando, planchando, mientras los chicos se van a jugar a la pelota. Se dieron cuenta lo que era la violencia de género, los derechos de las mujeres, se produjo una revolución total”. Ella fue siempre feriante y continúa con su marido, pero sus compañeras recuerdan que antes eran amas de casa, mamá encerrada, dicen.
En el invernadero solo hay pequeños pasillos para transitar entre más de 15 raqueras y cajones, no hay sillas, ni mesas. Las cuatro mujeres hablan, al principio dicen poco, algo sobre las plantas y la buena relación que hay en el grupo. Ellas si sobrevivieron al 2001. Mabel, que fue la formadora y promotora del grupo, cuenta con orgullo que sus compañeras pronto empezarán a dar capacitaciones sobre las huertas.
En pocos minutos todas cuentan: cómo pintaron las paredes cuando no había nada, cómo llevan lo que aprenden y lo que producen a sus casas, cómo el trabajo las ayudó a salir de alguna tristeza. Todas fueron estudiantes y referentes del FINES.
Cuidan la huerta, que es una terapia. Vienen en grupos de a dos media jornada, ponen un poco de música y riegan, plantan, hablan. El trabajo es cansador, llegan después de dejar a sus hijos en la escuela y cuando se van corren, literal, a preparar la comida e irlos a buscar. Pero en el trabajo con la tierra no hay encierro, la producción es propia y todas son iguales frente a la cooperativa.
El Acuario es, por ahora, alquilado por el municipio y así como las semillas, que les llegan por un ingeniero agrónomo del programa Huertas matanceras. Las compañeras temen que algún día les quieran desarticular el grupo, que es de por si un pastiche de otros grupos que no funcionaron, o que el Acuario finalmente se venda y nadie tenga en cuenta “sus plantitas”. Fortalecen la organización en cada vínculo. Natalia cuenta que los jueves a la tarde se juntan todas, “tenemos una reunión, primero hablamos de todo, plantamos, regamos y nos tomamos unos matecitos. Miramos que este todo bien y planteamos como seguir“.
En los últimos años, con lo producido y la plata del programa Ellas Hacen, estas trabajadoras construyeron sus casas, les pusieron agua caliente. Thelma cuenta que su primer sueldo lo gastó para cambiar el colchón viejo en que casi no podía dormir.
Gabriela pasó de vivir en una piecita que se llovía a estar construyendo una galería en su casa, “yo siempre digo que es mi mansión”. Se sienten satisfechas de lo que han sabido generar, que aunque no es tanto, es de ellas y no para de crecer.
Las 10 compañeras de González Catán forman parte de la silenciosa mayoría a la que la historia reciente les entregó algo que no puede ser borrado de un plumazo. Este espacio es, en definitiva, más que un medio subsistencia en tiempos de crisis, es una opción para salir adelante con una economía alterativa de los valores del neoliberalismo. Una economía solidaría, colectiva, donde enseñar y aprender son procesos integrados que promueven el desarrollo local en una era global.