Lenguaje inclusivo y uso de la e: la mejor actriz de reparto
Por Víctor Calero | Ilustración de Gabriela Canteros
Las consagraciones de éxito absoluto siempre me despertaron sospechas. Será porque deben su brillo a las exigencias y deseos de grandeza de las comunidades más que a su propia luz. Por el contrario, el reconocimiento al talento del papel secundario parece más noble, más genuino. En el cine, pero también en los deportes, la literatura y la política seguramente encontraremos a alguien, muy cerca de los primeros puestos, desplegando sus virtudes sin mucho bombo pero con una destreza notable y aún inmaculada.
La historia reciente de la revolución de los géneros en la lengua terminó por confirmar mis sospechas. Las actrices de reparto del lenguaje han conmovido los cimientos de nuestra vida cotidiana desde la humilde posición gramatical de un artículo o de un sufijo flexivo. Y es que llama poderosamente la atención que un “le” o un “amigues” hayan logrado lo que ejércitos de sustantivos no habían podido alcanzar hasta ese momento: visibilizar la diversidad de géneros en lo cotidiano.
Así es, antes del imperio de la letra “e” se hicieron enormes esfuerzos sustantivos por mostrar que la línea divisoria entre el hombre y la mujer era una construcción social. Se inventaron miles de palabras que permitieran pensar el problema; se problematizaron múltiples prácticas sociales; se denunciaron crímenes; se buscaron todas las formas posibles de nombrar aquello que ocurría – y que aún ocurre – en la trastienda social. Una trastienda que suele albergar aquello que nos oprime, que reniega de la diversidad sexual, la oculta, la castiga o la anula.
Pero aquellos nuevos nombres – binarismo, heterocisexismo, patriarcado, transfobia – tan necesarios para construir consciencia en quienes teníamos deseos de apoyar la causa circulaban poco por fuera de las fronteras de la militancia de géneros. El mundo heterocispatriarcal tenía sus propias tropas de sustantivos, bien establecidas y apertrechadas para el combate. Palabras como “naturaleza”, “biología”, “desviación”, “perversión” tenían credenciales milenarias y eran contendientes formidables para las recientes creaciones de la teoría social, la ciencia y la militancia.
La minúscula letra “e”, por otra parte, parece haber dado en el talón de Aquiles de patriarcado lingüístico con notable eficacia. Esto quizá se deba a que el machismo estructural de la lengua se consideraba una batalla ganada. Es posible que haya sido la soberbia de quienes consideraban que esos moldes eran inexpugnables lo que transformó a los nuevos artículos y flexiones en el dispositivo ideal para tomar por sorpresa a la comunidad hablante y proponer el cambio.
Un cambio más sutil, más pequeño, pero no por ello menos profundo y conmovedor. Se trata de una modificación mínima, pero estructural, que tiene la potencia del hábito y la transversalidad. La letra “e” se disemina con facilidad, está al alcance de todes y entra bien en cualquier conversación o en cualquier texto. Es la respuesta más simple y elegante que hemos encontrado hasta ahora para el complejo problema de nuestra visibilidad.
Además, tiene su ética, sus usos propios e inapropiados. Por si quedaban dudas sobre la cuestión del sujeto en el lenguaje, ahora tenemos una marca que no admite su uso cosificado. La “e” no sirve para las cosas, no hay “cuadres”, “cases” o “autes”, pero sí hay “elles” y “nosotres”. Es tan buena la economía política de la “e” que incluso nos ayuda a prevenir la perniciosa cosificación que con frecuencia precede a la violencia.
Su futuro parece señalado: está destinada a ocupar el sitial honorífico de las mejores actrices de reparto. Su brillante desempeño como palabra gramatical le ha valido el reconocimiento de propios y ajenos. La letra “e” no piensa tanto en el pasado, lo pone a su servicio para proyectarse al futuro con la certeza de que su mera presencia es una herramienta fundamental y efectiva para concretar el cambio social que tantes ansiamos.