Normalidad y adicciones
Por Daniel Mundo
Este es un momento cultural en el que la adicción no tiene muy buena prensa, más bien al contrario: el adicto se convirtió en un enemigo social, un individuo que debe ser reeducado, separado de la sociedad, internado en un campo de rehabilitación hasta que deje de ser peligroso. Sólo que el Estado ya no se ocupa del adicto como hacía un siglo y medio atrás se ocupaba de los locos, los delincuentes, los niños o los enfermos; ahora es básicamente un problema privado, familiar o individual. Vivimos en otro orden del castigo.
¿Para quién es peligroso el adicto? En principio, para sí mismo (el clase media imagina que el adicto delinque y mata para conseguir unos pesos en pos de comprar paco, pero no hace falta ser un especialista para advertir la falacia de este razonamiento mediático). Lo que pone en peligro el adicto es un orden social productivo que necesita que los individuos se gobiernen a sí mismos —en realidad necesita que los individuos imaginen que se gobiernan a sí mismos— para adecuarse a una lógica de producción y consumo que garantiza, si no su éxito social, por lo menos sí su normalidad. La paradoja radica en que la nuestra es una sociedad que cree que combate la adicción, que la adicción es algo dañino y que todos y todas tenemos derecho a gozar, pero en realidad la fomenta de todas las maneras que puede, incluso cuando lucha contra ella. El adicto es la prueba viviente, el reaseguro de nuestra salud y nuestra normalidad.
¿Por qué relaciono tan rápidamente goce y adicción? Porque eso es lo que quiere nuestra sociedad. Dirán: pero las publicidades aconsejan “beber con moderación”, o confiesan que la foto fue retocada con Photoshop. Más claro, echale agua. No pondrían la leyenda si la ley no lo exigiera. ¿Por qué esta exigencia? Porque en realidad lo que estamos formando son subjetividades adictivas —incluso la “buena vida” es una vida adictivamente sostenida, miren si no a los clase media cool que se desviven por un pollo orgánico.
La pareja “adicción y goce” va cada vez más apretadita de la mano. Cada tanto aparece en la tele una madre que se olvidó a su hijo porque se colgó jugando en la virtualidad, y su hijo murió, por supuesto; o un chabón que dejó en la calle a su familia porque jugó todo lo que tenía a su último pálpito en la ruleta. ¡Qué linda es mi mujer que amamanta a mi bebé! ¡Qué lindo papito tengo que no juega a color! Reaseguros. Mientras tanto, mi papito se duerme con Trapax después de zamparse un Viagra a todo color. Y mi mujer fuma doce cigarrillos por día. ¿Se entiende?
El que quiere gozar sin adicción quiere de manera adicta y obsesiva esa experiencia singular y única de goce. El goce es un producto histórico-social, no un resabio de la naturaleza en nosotros. Según los parámetros de nuestra cultura, goce y ser adicto se contraponen… o la relación se mantiene hasta que el adicto no puede controlar sus gustos, es decir hasta que supera el límite de los socialmente tolerado. Perder el control te convierte en un enemigo social, aunque te metamorfosees en una ameba inofensiva. No encuentro argumentos lógicos para esgrimir en contra de esta idea, ¿qué vamos a decir, que esa vida sin adicciones y gozando como locos con las series de Netflix o con los videoshock porno nos parece una idiotez insostenible?
La adicción no es una fatalidad, ni siquiera una opción, es una exigencia: se está convirtiendo en la manera hegemónica de entablar cualquier vínculo, incluso los vínculos más íntimos. Suena absurdo, pero es así como funciona. No es un problema psíquico, es una cuestión política.
Wikipedia afirma que la palabra adicción viene del término latino addictus, que remitía al deudor insolvente que era entregado como esclavo a su acreedor. La palabra todavía carga con ese legado: el adicto es un esclavo. ¿Y quién representa al “hombre libre”? Un dispositivo inventado tardíamente en la filosofía: el libre albedrío (lo descubrió Agustín en el siglo V dC). La adicción se considera una enfermedad cerebral crónica que se caracteriza por la búsqueda patológica de recompensa y/o alivio a través del uso de alguna sustancia o el consumo de alguna mercancía, o por conductas dirigidas hacia estos fines. Esto implica que el adicto está incapacitado de controlar su conducta, tiene dificultades para sostener una abstinencia y responde emocionalmente de una manera disfuncional. El que no se identifique con alguna de estas características negativas que no siga leyendo este artículo.
No hay que ser adicto para que la calidad de vida disminuya. La normalidad representa la línea extrema de lo que soportamos, no el modelo de una vida digna. Nos hicieron creer y nosotros deseamos creer que el Audi es el símbolo de nuestro éxito social. En las condiciones actuales del capitalismo 3.0, ser normal supone ser adicto a una conducta normalizada. Hace falta una autocoacción descomunal para que nos sometamos al regimen laboral que exige este capitalismo desalmado (y no vamos a vencer a este capitalismo desalmado inyectándonos dosis de arrumacos y buena onda). Los cancerígenos muriéndose en la cajita de los cigarrillos cumplen la misma función que en el siglo XVIII cumplía el desmembramiento de los cuerpos en la plaza pública. El espectáculo, en lugar de dar miedo y servir de lección, incentivaba al público que vociferaba por más y más espectáculo. Nuestra civilización posiblemente sea recordada como la Civilización de la Coca Cola —también podríamos ser recordados como la Civilización que inventó los campos de exterminio. Una sociedad que te alienta a tomar un cóctel de drogas híper eficaz para que la angina dure unos minutos no tiene derecho a castigar un consumo porque es ilegal. Es ilegal no porque atente contra nuestra salud sino porque atenta contra algunos intereses del Capital. Conozco gente que usa como despertador las publicidades de los supermercados recordándoles sus grandes ofertas del día.
Tampoco se trata acá de hacer un revival de los sesenta y promocionar la ingesta de psicotrópicos o algo por el estilo. La “buena vida” es una mierda, para que quede claro. En este sentido, la adicción podría concebirse como un acto de salud, un comportamiento automático que intenta desmontar estructuras del comportamiento repetitivas y vacías de significado que organizan nuestra vida cotidiana. La adicción es el complemento de otra palabra que ganó protagonismo en los últimos años: la aceleración o intensificación de la experiencia. Esto ocurre en el mismo momento en el que “la experiencia” se volvió un botín de las empresas de turismo.
Sugerir que el trabajo no es una actividad digna en una sociedad que día a día cierra fábricas, despide personal, achica gastos, suena presuntuoso, cosas que sólo pueden pensarse en el Primer Mundo… y que sólo puede hacerlo una clase cultural muy reducida, la clase cultural que hegemonizó el campo intelectual, es decir nosotros. Y sin embargo, nos vemos en la obligación de decirlo: nuestra psique fue formada para adaptarse a las exigencias del Capital. Cuando el Capital nos deseche, cosa que tarde o temprano ocurrirá, con suerte tendremos alguna adicción a la que aferrarnos antes de hundirnos en la miseria de la nada.