La gobernanza de China
La celebración del histórico XX Congreso del Partido Comunista ha puesto nuevamente los ojos del mundo sobre la República Popular China y su gobernanza. Para mejor comprender este sistema, es necesario primero hacer una breve revisión de los diversos factores estructurales que convergen sobre el mismo.
En primer lugar, es preciso señalar que China ostenta una larga tradición de gobierno a través de estructuras burocráticas centralizadoras y meritocráticas. El mayor exponente de ello fue el sistema imperial que perduró en diferentes iteraciones desde el ascenso de la Dinastía Qin en el 221 AC hasta la caída de la Dinastía Qing en el 1911 DC.
Durante este período, esta civilización se caracterizó por la preponderancia del rol del Estado, y por la subordinación de otros sectores tales como las estructuras religiosas y militares a la autoridad de los mandarines; el cuerpo de funcionarios letrados a cargo de la administración pública. Este rasgo supone una diferencia clave con otras culturas tan diversas como el Imperio Romano, la Europa Medieval, la India de los brahmanes o el Japón del Shogunato.
En segundo lugar, se debe hacer foco en la influencia del universo moral estructurado por el pensamiento del filósofo de la antigüedad Confucio, cuyas teorías de gobierno priorizan la armonía social y el bienestar general como sus puntos cardinales. Gracias a ello, es posible observar a lo largo de la historia china un tipo de contrato social muy diferente al de Occidente en el cual la misión central del gobierno es asegurar ciertos niveles de prosperidad generalizada para el conjunto de la población.
En tercer lugar, el modelo marxista-leninista, sobre el que se constituyó la República Popular a partir de 1949, demostró ser altamente compatible con el conjunto de coordenadas ideológicas previamente mencionadas y esto permitió una de las experiencias de gobierno socialista más resilientes y adaptables de la historia.
A su vez, se debe hacer una diferencia fundamental entre la naturaleza de la Revolución Bolchevique de 1917 y la Revolución China de 1949: mientras que la Revolución Rusa fue una revolución de carácter esencialmente anti-capitalista (es decir, que la legitimidad del proyecto político dependía de la habilidad del gobierno de construir un modelo económico superior al capitalismo), la Revolución China siempre fue esencialmente anti-imperialista.
En consecuencia, la legitimidad política del gobierno chino se deriva de su habilidad de proteger al país del avance de potencias extranjeras. Esto les ha permitido a diferentes gobiernos de la República Popular adoptar planes y modelos económicos con una gran flexibilidad estratégica sin comprometer su legitimidad de origen.
Estrechamente cercano a este último punto se encuentra el hecho de que, entre la Primera Guerra del Opio en 1839 y el fin de la Segunda Guerra Mundial, China fue víctima de sucesivas depredaciones imperiales a manos de las principales potencias industriales de la época. Más aún, estos conflictos pusieron en evidencia las limitaciones del imperio y su atraso relativo a tal grado que el propio sistema acabó por colapsar. De esta experiencia nace una de las mayores constantes de la política china de los últimos siglos: la búsqueda incesante de un modelo viable de modernización integral del país, vista como una condición sine qua non para garantizar la supervivencia de China tanto en términos de Estado-nación como en términos de civilización.
En conclusión, la China contemporánea debe ser considerada como una potencia emergente, con un modelo económico de un socialismo de mercado, que se encuentra en un proceso de modernización integral acelerada, gestionada sobre un modelo de gobernanza marxista-leninista, enmarcado dentro de un universo moral confuciano.