Macron, presidente de Francia: el peligro de que nada cambie
Por Diego Arias
Los resultados finales del ballotage presidencial en Francia confirmaron lo que todos esperaban: Emmanuel Macron, a la cabeza del flamante movimiento En Marche!, obtuvo poco más del 65% de los sufragios válidos frente al 34,2% que cosechó su rival Marine Le Pen, la candidata del temido Frente Nacional, quien salió a reconocer rápidamente la derrota de su fuerza.
Ex empleado de la banca de inversión Rothschild e ideólogo de muchas de las principales reformas pro-mercado implementadas por el tándem François Hollande - Manuel Valls, el hombre que desembarcará ahora en el Palacio Elíseo es un liberal europeísta que ha cultivado largamente un carácter moderado, una estética posmoderna y un perfil tecnocrático a partir de los cuales pretende situarse en una suerte de “más allá de las ideologías”. En pocas palabras, puede ser considerado un producto arquetípico del consenso pos-político parido por la globalización financiera.
Apenas el año pasado, luego de dimitir como ministro de economía del gobierno, el joven dirigente se lanzó sin demoras a la construcción de su candidatura presidencial por fuera de las estructuras partidarias tradicionales. Como portador de un discurso que se imagina aséptico y que en consecuencia tacha por anacrónicas a las categorías políticas de izquierda y derecha, Macron acuñó el concepto de “extremo centro” para definir a su movimiento, que nunca se preocupó demasiado por elaborar propuestas programáticas precisas de cara a las urgencias que enfrenta la sociedad francesa en esta hora dramática para el continente europeo.
El crecimiento exponencial de su espacio, presentado a la sociedad como “lo nuevo” en oposición a una partidocracia vetusta, puede ser leído perfectamente como otra consecuencia de la crisis económico-política que atraviesa al país galo, la misma que permitió a la ultraderecha llegar por segunda vez en su historia a la segunda vuelta electoral en detrimento de los partidos políticos tradicionales.
Luego de convertirse en el candidato más votado en la primera vuelta del pasado 23 de abril, Macron buscó explotar al máximo el contraste de su propuesta “centrista” con la híper-ideologización discursiva de la candidata del Frente Nacional, contraste que se hizo patente en el abordaje de casi todos los tópicos-clave de la campaña, desde la inmigración y los ataques terroristas hasta la crisis de empleo y la decadencia manifiesta del proyecto paneuropeo. Así, con el apoyo de los voceros mediáticos del establishment europeo, el candidato hizo un llamamiento a la unidad de todas las fuerzas “democráticas”, desde la izquierda republicana hasta la derecha liberal, para hacer frente al extremismo de Le Pen, cuya victoria hubiera profundizado la crisis de la globalización financiera y del cosmopolitismo liberal continuando la saga de terremotos electorales abierta por el Brexit y el triunfo de Trump en Estados Unidos.
El peligro de que nada cambie
El discurso dominante articulado por la prensa burguesa del viejo continente presenta ahora la victoria relativamente holgada de Macron como la expresión de una relación de fuerzas que supuestamente representaría una reedición del “frente republicano” que en el año 2002 permitió al candidato conservador Jacques Chirac ganar la presidencia aplastando en segunda vuelta a su contrincante Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional y padre de la actual candidata derrotada. En aquella ocasión, el imperativo moral de rechazo a la amenaza neofascista se impuso por sobre todas las demás diferencias que podían existir entre los candidatos autoproclamados democráticos, que trazaron una barrera imaginaria entre todos ellos por un lado, y el Frente Nacional por el otro. El resultado fue naturalmente demoledor: Chirac obtuvo la presidencia con más del 80% de los votos en la instancia del ballotage.
El problema es que, luego de aquel episodio que puso en vilo a las buenas conciencias democráticas de Europa, siguieron tres lustros en los que la política francesa -y la europea en general- se desenvolvió prácticamente como si nada hubiera sucedido, como si la amenaza representada por los partidos ultraderechistas fuera a extinguirse por inercia o a derrumbarse por su propio peso, sin necesidad de hacer que algo cambie para enterrarla definitivamente.
Así, mientras conservadores y socialistas se alternaban en la conducción del gobierno y sus diferencias programáticas se iban desdibujando progresivamente en el fango del neoliberalismo, la ultraderecha siguió creciendo políticamente e imponiendo cada vez con más fuerza sus ideas reaccionarias en un contexto que, a lo largo de los últimos años, nunca dejó de resultarle beneficioso. Contribuyeron a engrosar sus filas y aumentar sus posibilidades electorales, entre otras cosas, el estancamiento económico y el adelgazamiento del Estado social inducidos por las políticas de austeridad dictadas desde Bruselas, la creciente inseguridad económica y existencial de los ciudadanos franceses, la defección del Partido Socialista en su rol histórico de representante de los intereses populares, la crisis del sentimiento europeísta y del proyecto de integración continental, la llegada masiva de inmigrantes y refugiados venidos desde países árabes en guerra, y los ataques terroristas reivindicados por organizaciones islamistas que hicieron de Francia su blanco predilecto.
El extremo fue alcanzado cuando François Hollande, el mismo que había asumido la presidencia en 2012 prometiendo poner coto al ascenso de la ultraderecha y dar un combate sin tregua contra el capital financiero-especulativo, encaró una profundización del rumbo neoliberal de la economía e incluso asumió una parte del programa del Frente Nacional en materia de política migratoria y de seguridad, lo que le permitió a Marine Le Pen declarar a fines del 2015, no sin una dosis de ironía maliciosa: “El FN tiene un programa realista y serio que es incluso fuente de inspiración para Hollande”. Apenas unas semanas después de esa declaración que ilustraba el modo en que las tesis lepenianas sobre los problemas de Francia penetraban el sentido común, su fuerza protagonizó una performance histórica en las elecciones regionales, encabezando en primera vuelta más de la mitad de las regiones y departamentos metropolitanos del país.
El peligro de que nada cambie (otra vez)
Es evidente que el proceso electoral que culminó el domingo pasado no puede compararse con aquel tan recordado del año 2002. Enumeremos al menos seis diferencias sustanciales que se desprenden de los resultados de cada elección.
1) Este año fue la primera vez en la historia de la Quinta República Francesa fundada en 1958 por el general Charles de Gaulle que ninguno de los dos candidatos más votados en primera vuelta es conservador gaullista ni socialista. Esto significa que, independientemente del resultado final, la crisis de representación que cruza transversalmente a Europa se cobró ya una nueva víctima en Francia: los dos grandes partidos del sistema.
2) Aun si ganó con holgura, Macron estuvo lejos de alcanzar los guarismos obtenidos por Chirac a comienzos de siglo, mientras que el Frente Nacional -ahora encabezado por Le Pen hija, quien se encargó de remozar cuidadosamente los componentes más indigestos del discurso racista de su padre para expandir su fuerza interpeladora entre los sectores medios y populares- obtuvo el porcentaje de votos más alto de toda su historia.
3) El Partido Socialista no quedó tercero como en 2002 sino quinto, muy lejos del podio.
4) La izquierda radical liderada por Jean-Luc Mélenchon, que obtuvo casi el 20% de los votos en primera vuelta, decidió no apoyar oficialmente a ninguno de los candidatos en la instancia definitoria del ballotage, por lo que fracasó en buena medida aquello que el filósofo esloveno de izquierdas Slavoj Zizek denominó el “chantaje liberal”, aquel que comienza con los medios infundiendo temor en la población por el crecimiento electoral de la ultraderecha sin explicar las causas profundas que lo explican, y termina con un candidato continuista presentándose a la sociedad como el último bastión de la República contra el avance de la nueva “bestia negra” y consiguiendo de esta forma el apoyo de las demás fuerzas del espectro político.
En palabras de Zizek, este chantaje se sintetiza en la idea de que para combatir el efecto -el ascenso de la extrema derecha lepeniana- se hace necesario apoyar sin reparos la causa -el continuismo neoliberal-, lo cual implica desconocer la legitimidad de muchas de las demandas que nutren la base social del Frente Nacional, mayoritariamente compuesta por asalariados y desocupados ajenos a las luces cosmopolitas de París que padecen los efectos de la crisis.
5) Es verdad que las elecciones terminaron con el cómodo triunfo de un tecnócrata liberal venido del riñón del establishment como es Macron, pero no menos cierto es que el consenso bipartidista francés se quebró totalmente y que esta vez hubo por lo menos una fuerza, la Francia Insumisa de Mélenchon, y tal vez dos si se toma en cuenta el corrimiento a la izquierda del discurso del PS con la candidatura de Benoît Hamon, que en lugar de estigmatizar a los votantes de Le Pen como seres irracionales, violentos o incultos, buscaron canalizar políticamente su insatisfacción con el actual estado de cosas y redireccionar sus demandas en un sentido diferente.
6) Finalmente, como muestra inapelable del descontento popular con la política existente, el nivel de abstención del domingo fue el más alto registrado en cuatro décadas y los votos en blanco llegaron a representar el 12% del total.
Son datos que definen una tendencia clara que, si se interpreta correctamente, lleva naturalmente a una conclusión: si en los próximos años no aparece una política democratizadora capaz de dar respuestas a las necesidades y demandas de la sociedad, si no se produce una transformación verdadera como la que prometió Hollande en campaña cinco años atrás, es prácticamente inevitable que a Macron 2017 le siga… Le Pen 2022.
No es una exageración alarmista ni un pronóstico infundado. De ello pueden dar testimonio los ciudadanos de Estados Unidos.