Apuntes de Academia: gracias, Príncipe

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Apuntes de Academia: gracias, Príncipe

25 Mayo 2016

Por Diego Kenis

La primera mención en torno a Diego Milito, que este miércoles se despide del fútbol, es para mi Viejo. Perdonen la autorreferencia, que es inevitable: cuando los futbolistas hacen una carrera prolongada y se meten en el cariño popular, la asociación con viejas, íntimas y entrañables charlas de fútbol emergen solas. Ya dicen que los Mundiales son como los hijos de los amigos: en sus caras se verifica el paso del tiempo. Algo similar ocurre en este caso. El del Príncipe.

Pero ocurre que, además, la mirada de hoy se para en aquellas charlas de antaño y recuerda que, entonces, no era fácil detectar a Milito, adivinarlo como el que sería. En este punto la valoración se cuenta en la, llamémosle, envidia ajena: mi Viejo era de Boca y, en pleno 2000 ultracopero era el jugador de Racing que él habría querido ver con la camiseta azul y oro. Todo un dato.

 

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Milito no era por entonces el que después sería, aunque con la perspectiva del punto de llegada es posible detectar aquello que unos pocos vieron: el anticipo de la noticia que llegaría al fútbol mundial una década después, un mayo en Barcelona. Pero en aquel 2000, e incluso durante el título de un año y algo más tarde, el Príncipe parecía más un extraño y largo wing que un centrodelantero goleador. Quebraba la cintura más de lo que remataba al arco, jugaba por las puntas más que en el medio del área. Maximiliano Estévez, que medía veinte centímetros menos, parecía más atento a las redes, incluso con el cabezazo, y no eran pocas las veces en que Milito acababa llevando el centro al Chanchi, o el uruguayo Osvaldo Canobbio o el Luis Rueda de la primera etapa.

 

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Dentro del ambiente del fútbol, es preciso señalarlo, todos le tuvieron siempre mucha confianza. Reinaldo Merlo lo colocó en el once titular antes y después del libro de pases en que ensambló el equipo que cortó la racha, aunque al futuro Príncipe se le reclamaba mayor oportunidad, goles urgentes. Hoy parece lógico pensar la espera de entonces: Milito llevaba apenas un año en Primera. Las urgencias del ayer se vuelven ingenuidades, cuando no absurdos, vistas con el tiempo. Lo cierto es que, pese a eso, Mostaza siempre lo bancó. Su vara alta prometió un gran futuro en ese delantero que a veces se enredaba en sus propios enganches, pero que tenía la generosidad suficiente para arriesgar su propia posesión antes de complicar a un compañero, y flexionaba tanto las rodillas e inclinaba el cuerpo tan hacia adelante cuando entraba en modo carrera, que parecía que su voluntad escapaba de sus propias piernas.

Un año después, entre Osvaldo Ardiles y Marcelo Bielsa le encontraron el lugar definitivo y la historia de Milito superó su prólogo y comenzó su primer capítulo. Con el Ossie y su equipo de toque y juego llegó una de las primeras verdades de anticipo: Milito era entonces y es ahora (en verbo aún presente) un delantero técnico y generoso, y por ello capaz de jugar con otro nueve al lado. El Cóndor Rueda entonces, Gustavo Bou ahora o Lisandro López en ambos tiempos.

Discusión demasiado abordada en aquellos meses, a partir de la idea de Bielsa de no incluir juntos en el campo a Gabriel Batistuta y Hernán Crespo. Subrayada en exceso tras la eliminación en Japón. Fue precisamente Bielsa quien entronizó a Milito definitivamente como centrodelantero, cuando –siguiendo su tesis de único nueve posible- lo colocó entre dos extremos y con la responsabilidad de crear el último toque, a la red.

Básicamente, allí se empezó a ver al Milito que, madurando el tiempo, veríamos, veremos, vemos hasta hoy. Hasta hoy.

 

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El riesgo de hablar sólo de fútbol, de analizar sobre un recuerdo cuadriculado en verde, es racionalizar las emociones de un momento como éste, enfriarlas en la superficie de la mesa de café. Sin abandonar la memoria en imágenes, vayamos a un punto más álgido.

El paso del tiempo, La cámara lúcida del buen Roland: los ídolos se retiran, y evidencian con ello el fluir de Cronos. Siempre. La novedad es que Milito es de los primeros que se van del campo dejando videotapes de sus comienzos de la misma nitidez que la actual. No solía ocurrir, las carreras de los futbolistas –una medida de tiempo óptima para el análisis vital, quince años- distinguían sus etapas por la calidad o el color de las imágenes.

De 1999 hacia aquí se han agregado nuevos soportes y la imagen se volvió HD, pero los límites mismos del ojo humano hacen que esos saltos sean menores que del blanco y negro a color o de los colores saltarines a las imágenes de mayor fidelidad. Para decirlo en otras palabras: guiados simplemente por la calidad del material audiovisual, nos es posible adivinar si una jugada de Diego Maradona tuvo lugar en los blanquinegros fines de los ’70, en los ’80 tempranos que dejaban la estela de un punto de luz, en los ’80 medios en que los colores perseguían a sus figuras o en los ’90 casi iguales a hoy. Desde aquel momento, todo permanece y la imagen supone la falsa ilusión de un presente eterno, elástico, favorecido por la disponibilidad omnipresente de You Tube y los pocos cambios físicos de los mismos escenarios. A diferencia de lo que ocurre con tiempos de anteayer, un espectador sin conocimientos futboleros no podría apostar con certeza si una foto o un video de Milito son de 2002, 2008 o el presente. Eso es nuevo.

Que los futbolistas se retiren, por el muy humano paso del tiempo, rompe esa ilusión y acerca un interrogante. Envejecemos más que nuestra imagen. ¿Cómo conviviremos con eso? La pregunta no está demasiado lejos de una vieja afirmación que no es visual sino auditiva, salida de la repetición del vinilo, otrora novedad: Carlitos Gardel, ya que estamos entre académicos, “cada día canta mejor”.

 

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El paso del tiempo y el cierre de ciclos conllevan melancolía. También es una forma de valorar los años felices. Cuando Milito comenzó, muy pocos asociaban su apellido a alguna palabra. En estos años se fue convirtiendo en la primera persona del verbo militar, antes ajeno, minoritario, incluso despreciado en el caldo de la crisis de la representatividad política. El primero en anticiparlo fue Néstor, que era además académico. “Yo, Milito”, jugó cuando le preguntaron por su futbolista de Racing preferido. Las bromas dicen siempre la verdad: el verbo se extendió a la muchachada en masa, y Milito se convirtió en el jugador preferido de buena parte del mundo.

 

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La vuelta constituyó una verificación en sí misma: el cariño por un club que necesita permanentemente que la pasión apueste por él, en porfiada fe por torcer maldiciones y diagnósticos. Milito llegó desde la cúspide y mostró un sentido de pertenencia que se fue metiendo en cada miembro del equipo y se derramó sobre los hinchas. El ejemplo, cuando viene de alguien tan grande, contagia. No es casual que la pertenencia haya sido de las palabras más mencionadas por varios futbolistas albicelestes durante las últimas semanas, después de juntarse a tomar mate mirando las inferiores. El incremento del número de socios en los últimos años algo dice, también: no se siente la pertenencia a una empresa sino a un grupo en común, a una institución que lleva muchos más años que los que supone un conjunto de yuppies iluminados. Una empresa puede ofrecer el diario sustento, o la inmóvil ilusión de crecimiento exponencial. Pero no la matriz de la protección, las seguridades de la comunión entre pares.

Mal que le pese al macrismo que propone Sociedades Anónimas Deportivas, al Fernando Marín que dirigió Blanquiceleste o al diario Olé, que quiso comparar a Milito con un vulgar CEO, Racing es un ejemplo de que los clubes están mejor como clubes. Con todos los errores que puedan recontarse y las mil salvedades que pudieran hacerse, la democracia institucional ha hecho por Racing mucho más que la gestión privatista de quien hoy conduce el amenazado Fútbol para Todos. Blanquiceleste dejó el club al borde del descenso, endeudado hasta la médula y sin más identidad que la que domingo a domingo sostenían sus hinchas. Incluso, reveló Carlos Arano, la empresa frustró alguna vuelta temprana del Príncipe.

 

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Ser académico. Se comentó en esta columna, cuando fue campeón en 2014: Racing forjó su gloria en el esplendor del cordón industrial de Avellaneda, donde había fábricas y en ellas trabajo. Se ha dicho hasta el hartazgo, del lado equivocado: en el discurso del statu quo, el club es presentado como el símbolo del fracaso de la política, quizá de lo colectivo, porque ilustró o anticipó las etapas de caída del país. Poco se aclara que no se trata de un hecho que se explique a sí mismo, sino que tiene causas. La destrucción de un proyecto popular, la principal y de origen.

Sin alcanzar a recuperar lo perdido, ese tejido se recuperó en la década previa al macrismo. Avellaneda no trepó a los niveles industriales de antaño, pero tuvo (y tiene) su Universidad, pública y gratuita, a tres cuadras del estadio Presidente Perón. Pedazo de ofrenda al altar de la pertenencia: es más fácil asumir lo propio, y defenderlo, cuando nos hace sentir orgullosos. A esta columna no le importa, a estos efectos, que el revanchismo descargue sus furias sobre las “universidades del conurbano”.

 

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En ese contexto se dio la vuelta de Milito, para configurar lo que se ha repetidos estos días: un Racing con mentalidad ganadora, sin complejos ni miedos escénicos, donde el colectivo fue mejorando a cada miembro del grupo, varios en nivel internacional hoy. Milito, a un toque tiempista, ayudó las bases de esa fisonomía general. Puso pelotas con la elegancia que sólo se percibe en el movimiento más cansino del veterano de grandes batallas, al que ni los minutos ni los zagueros rivales muerden los talones.

 

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Nuevamente ante el riesgo de racionalizar el sentimiento, conviene cerrar con pocas y mejores palabras:

Gracias, Príncipe Milito, por ser, como tus antecesores académicos de antaño, un rostro claro de tiempos felices en que nos sentimos muy dueños de nuestras vidas. Hasta siempre.