El día que todxs sentimos lo mismo
No sé si me llené de cábalas, pero en casa construimos una rutina alrededor de cada partido: los nervios en la boca del estómago, la velita para el Diego y un “anulo mufa” que repetimos al unísono. Hace semanas que todas las conversaciones se interrumpen y que fabricamos coincidencias religiosas. No sé cómo se vivirán estas cosas en otras partes del mundo, pero acá lo hacemos de la única manera que sabemos: intensamente.
No sé mucho de fútbol, aunque fui aprendiendo. Vi más veces los partidos del Mundial que los de la Copa Libertadores. Memoricé algunos rituales como no adelantarse a los goles, pero cuando finalmente llegan festejarlos con todo el cuerpo. También aprendí que, cada 4 años, hay que reservar un deseo de cumpleaños y dejar de ser agnóstico. Entendí que los partidos no se pasan solo porque, sea cual sea el resultado, al final hay que tener con quién fundirse en un abrazo.
Ayer éramos tres amigas atentas a la tele y a los gritos diferidos que entraban por la puerta de la terraza. Llegamos al 2 a 0 que, según Bilardo, es el peor resultado. Un mantra que una de ellas repite esperando que no sea cierto. En el ratito más largo de mi vida, Francia logró empatarnos, después vino el suplementario y el tercer gol que nos hizo recuperar el aire, pero sólo por unos minutos. Ahora, todo el partido se me vuelve confuso. Pero vuelvo a la atajada del Dibu, esa que sobre el final nos devolvió el sueño de conseguirlo en penales. A los mundiales hay que saber ganarlos además de merecerlos y nosotros cumplimos con todos los rituales. Ese domingo, con los 26 jugadores festejando de cara al arco, lloramos por muchas cosas: por las veces que lo merecimos y no se dio, por las veces que lo vimos a Messi dejar todo y más en la cancha y porque sean ellos, ese grupo de amigos, los que nos hicieran creer (para toda la vida) que todo es posible.
Esta no es una nota sobre fútbol sino sobre lo que el fútbol me hizo, sobre cómo se hicieron más presentes los recuerdos de mi papá despertándome a la madrugada para ver el Mundial de Japón en 2002, los choris haciéndose en la vereda de la Av. Scalabrini Ortiz cuando disputamos el de Brasil o las figuritas que negocié en el patio del colegio para completar el álbum. Desde ayer, todo es diferente porque todos (hasta los más renegados) sentimos que estábamos en el mejor país del mundo. El lugar donde las personas inundan las calles porque no saben festejar en soledad, donde trepan los techos más altos y las botellas se transforman en jarras colectivas que sólo quieren compartirse. Ayer sentí la felicidad que, durante muchos años me contaron mis viejos, hacerse calle. Éramos la hinchada más inmensa, caótica y hermosa que nadie jamás haya visto, agitándolo todo desde un rincón de América Latina.
No sé mucho de fútbol, ya lo dije, pero hoy cuando me desperté tuve miedo de que tanta felicidad sólo haya durado un rato. Cuando me subí al subte, vi que todas las personas miraban sus celulares y se reían. Espié de costado y eran videos de la Selección Argentina. La felicidad no había desaparecido cómo cuando era chica y me quedaba dormida después de mi cumpleaños.
Ayer me di cuenta que un día le voy a poder contar a alguien, cualquier persona, que pude ver al mejor del mundo levantar la copa. También le voy a poder decir que nunca vi la Avenida Corrientes tan llena de gente, festejando y entonando al mismo tiempo. Que nunca me había abrazado a mis amigxs con tantas ganas y que los diciembres pueden dejar de ser incendiarios. Un día le voy a poder contar a alguien, cualquier persona, que la felicidad cuando es compartida puede durar más de un día y ser eterna.
No sé cómo se vivirán estas cosas en otras partes del mundo, pero acá lo hacemos de la única manera que sabemos: intensamente.