Eric el Rojo
Así llamaban en el siglo X a un temerario explorador noruego. Impulsado por la curiosidad, eterna madre del conocimiento, desafió mares hostiles e ínsulas espectrales. En 983 descubrió una tierra sepultada por hielos eternos, a la que vaya a saber por qué misterio llamó tierra verde, greenland o Groenlandia. Zarpó de ese mundo de brumas y drakkars en el 1007, manteniendo sus convicciones paganas frente a la marea incontenible del cristianismo.
Más de un milenio después, otro Eric, Hobsbawm, partió en otra nave histórica. La flagelaban vientos más tempestuosos que los padecidos por el viejo vikingo. Furias inclementes de un siglo al que denominó corto. Borrascas de Imperios y guerras planetarias, de verdugos y explotadores, pero también de utopías igualitarias, de reflujos y decepciones. Su prosa iluminó los socavones miserables de los que manó la abundancia, refutó los mitos del progreso, explicó la invención de naciones, escudriñó las encrucijadas de conjurados y rebeldes primitivos.
Con decisión confiada y entusiasta, empujó la escritura de la historia al campo de la racionalidad crítica, tensando el arco de la reflexión entre la materialidad de las determinaciones estructurales y la potencialidad de la acción colectiva. Nació en un lugar donde las coordenadas de espacio y tiempo se cruzaron en forma precisa. En Alejandría, la ciudad de la Gran Biblioteca y de Hipatia, la rebelde. En 1917, en los días en que se estremeció el mundo.
Con arbitrariedad lo imagino en la sección colectivista y librepensadora del Edén, en compañía de Gramsci, Edward Thompson, Cristopher Hill, Paul Sweezy, Sergio Bagú y Milcíades Peña, entre otros. Sospecho que están escuchando al bueno de Paul Robeson y a Billie Holliday, acompañada por un trompetista comunista.
El autor es profesor de Historia en la Facutald de Humanidades y Ciencias de la Educación y de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.