De qué hablamos cuando hablamos de violencia policial
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
La violencia policial no es una violencia encapsulada, sino una violencia que hay que pensarla al lado de otras violencias. No hay violencia policial sin burocracia judicial, sin violencia carcelaria, sin violencia hospitalaria, sin las interminables colas que todavía los sectores populares tienen que realizar en las oficinas públicas. Porque, y en última instancia, son estos mismos sectores sociales los que deben medirse con este derrotero institucional, sobre todo cuando son jóvenes, morochos, viven en barrios pobres, tienen determinados estilos de vida y pautas de consumo.
Pero cuando hablamos de violencia policial no estamos pensando solamente en el gatillo fácil, en la desaparición forzada de personas o en la tortura, sino en todas aquellas prácticas policiales que crean las condiciones para la violencia policial. No hay violencia policial sin detenciones sistemáticas por averiguación de identidad, sin cacheos humillantes, sin verdugueo, sin paseos en patrulleros, parada de libros o demoras en las comisarías; no hay violencia policial sin armado de causas, sin montaje policial. No hay violencia policial tampoco sin aquellas rutinas institucionales que blindan su actuación y le garantizan la impunidad a los policías, a saber, el espíritu de cuerpo, el código de silencio, la obediencia debida y la estructura cerrada y piramidal que las organiza.
A través de todas aquellas prácticas “menores” se van perfilando trayectorias criminales para determinados contingentes sociales, discriminando y vulnerando derechos, certificando los estigmas que muchos actores ya tienen en su propio barrio, es decir, se van debilitando aún más las lazos sociales, y seleccionando, finalmente, la población que la justicia decidirá directa o por su propia impericia e indolencia, para pasar una temporada encerradas.
La violencia policial no es una política de estado sino una práctica institucional rutinizada, con sus rituales más o menos informales, habilitadas por el descontrol judicial y el desgobierno del funcionariado de turno que suele negociar con las propias cúpulas el manejo de las policías. Tampoco es una violencia que se explica en los exabruptos o en la falta de profesionalidad. Lo que no implica que estos elementos no deban ser considerados. Pero no estamos frente a errores o excesos. La violencia policial forma parte del ADN de una institución entrenada con la hipótesis del conflicto, que encuentra en la sociedad civil un enemigo en potencia. Cuando su misión orbita en torno al orden público que debe custodiar, la sociedad civil nunca es un interlocutor sino un actor identificado como sospechoso. Basta que una persona sea emplazada en esa posición para reproducir la violencia policial. Los policías son objeto de papeles que no siempre eligieron, rutinas que los llevan a reproducir prácticas institucionales violentas. De modo que la violencia policial no se resolverá sacando la manzana podrida, sino reformando el canasto que las contiene.
Pero hay más, porque la violencia policial habilita otras violencias sociales que después tendrá que regular. Una violencia, entonces, que agrega otras violencias a la vida social, sea regenteando el mercado de armas ilegales, sea, por ejemplo, imponiendo el secuestro como práctica para dirimir las contradicciones que puedan tener lugar en el mercado minorista de drogas.
Finalmente hay que señalar que la violencia policial no es una violencia aislada socialmente. No hay brutalidad policial sin prejuicio social. Detrás de las detenciones por averiguación de identidad o las palizas, están los procesos de estigmatización social. Las palabras filosas que la vecinocracia va tallando para nombrar al otro como problema, referenciándolo como peligroso y productor de su miedo, van creando también condiciones para la violencia policial. Los estigmas sociales no son ingenuos, habilitan y legitiman la violencia policial, razón por la cual se duplican los problemas para cualquier gobierno. Porque de ahora en más, poner en crisis la violencia policial implica también desandar ese imaginario autoritario que nutre las pasiones punitivas de la sociedad.
*Docente e investigador de la UNQ. Autor de Temor y control: la gestión de la inseguridad como forma de gobierno. Miembro de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional.