¡Kumbia, nena! Apuntes sobre la profanación del rock
Por Emiliano Scaricaciottoli*
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El 16 de agosto de 1969, Janis Joplin llegaba a Woodstock con un ensamble de chongas, inseparables. Atrás venían los plomos, y más atrás The Kozmic Blues Band, los músicos que la acompañaba desde la triste separación con The Big Brother. Las cámaras registran unos segundos de su arribo a los campos preparados para uno de los negocios más asquerosos de Atlantic Records durante más de 50 años. Pero para la multitud y para la Historia (mayúscula) del rock, Woodstock fue un confite libertario, un páramo.
Lo cierto es que Janis no la pasó nada bien. Primero, porque ese sábado ya cuatro mujeres habían sufrido abortos involuntarios. Segundo, porque los yippies habían reconocido que los organizadores depositaron en tiempo y forma las 10 lucas verdes para evitar bardos. A pesar de ser un festival anti bélico, Vietnam sonó poco. La batalla campal tuvo tres momentos muy significantes. Uno de ellos fue cuando salió Joplin a escena a repetir “Piece of my heart” y “Ball and Chain”. Las cámaras tampoco registran cómo Joplin increpa a los yippies de Abbie Hoffman: “La guerra son ustedes, ahí abajo”. Le faltó un “…y los hippies que se mueran”; pero no, ese le pertenece a Ricardo Iorio. Muchos años después. Los hippies machistas de Woodstock -los mismos que levantaban rituales de fertilización en las arenas del suroeste yankee- morían en la garganta de Joplin.
La historia ha sido cruel con el lugar que las mujeres han ocupado en el rock. Mucho más aun, en la Argentina. Y no porque en el BARock hayan confundido a Patricia Sosa con una groupie de La Torre. Ni porque Fito Páez haya mandado a Claudia Puyó – después del amor (sic)- a bajar unos kilitos a Slim. No. El rock argentino ha colocado a las mujeres en un lugar de berretismo sui generis: entre mercancías sedadas y decorativas. No obstante, ese no-lugar (más distópico que utópico) se resignificó luego del 2001. No sólo arriba del escenario, sino también en la reformulación de esa masa informe y mentirosa que siguen llamando (ustedes, periodistas) “rock nacional”.
¿Qué es la ‘kumbia punk’? Yo le digo a Gurevich que voy a ir a ver a las Kumbia Queers con la remera de Almafuerte para que entiendan de una vez por todas que hay una barrera (imaginaria) que se ha roto. ¡Brindemos, yapaí! “Este tema suena como ‘Overkill’”, le digo a Gurevich cuando escucho “Kumbia Punk” (puede empezar mil veces, cíclico, eterno), tema que despliega una poética singular en la banda (híbrida, innovadora, auténtica). Un insistente machaque en el teclado de Linyera (más poderoso que el de Lescano, sin duda) y una política de la anatomía en la cabeza headbanger de Juana Chang. Tractatus motriz. Sí sí, que toquen con Motorhead en el Monster. ¿Qué están esperando?
Los circuitos rockeros convertidos en herramientas de fusión no es un logro de los Festivales de bebidas alcohólicas y efervescentes. Es un triunfo del post-República Cromañón. Ganarle, al menos, una vez al Estado. El Konex está en capilla, como tantos espacios que sobreviven a la clausura inminente. Pero aun en este contexto, nuevas bandas resignifican aquel barrio cerrado, aquella propiedad privada del rock. Resignificar el rock injertando vitaminas de otros géneros: la cumbia, la bachata, el reggaeton, el tango. Viene sucediendo, es gerundio, lo sabemos. ¿La idea sería ‘rockizar’ la cumbia? ¿Sacarle los chorros a los pibes? ¿Mandar a Antonio Ríos a Plaza Serrano a cantar la misma profunda mierda? Porque está poética de cumbia-sin-negros es más burguesa que Juanse taloneando a lo Stone. ¿Entonces?
Desde ya que no es un problema de clase, sino de género. Primero, el lugar bastardeado de las chicas “Sofar Sounds”, sí, de Las Taradas. Segundo, (¿en el día internacional de la mujer?) Miss Bolivia, una mezcla de exclamación falocéntrica y locución andina del Abasto, pero tan mersa-coqueta como Don Omar. Escuchen “Adentro” de Calle 13 e interróguense qué tienen que ver las Kumbia Queers con Las Taradas y Miss Bolivia, ese día, allí. Y no me refiero a la performance, a la destreza, a la competencia. Lucy Patané (guitarrista zarpada de Las Taradas) podría tocar con el Tano Marciello y Moscato Luna, ¿quién lo duda? Me refiero al esfuerzo lírico.
Ya no sé si se lo escuché a Nicolás Rosa (allá por el 2006, antes de que llegara la muerte) o si lo leí de Perlongher en alguna columna de El Porteño: “cada cual puede encontrar, más allá de las clasificaciones, su punto de goce”. Las KQ (una nenita de unos 4 años, con puño cerrado, grita “cá-cú” anticipando las estrofas de “Gascón” y me doy cuenta del inmenso triunfo) sacan ese ethos oriental necesario para reírse de una reivindicación testimonial inocua del tristemente célebre “¡vamos las tortas!” que levantaba el personaje de Fernando Peña, María Elena Rinaldi. Y sentí eso que sentía María Elena: “las tortas intelectuales son las que llaman al plomero para envidiar el cambio de un cuerito de la canilla” (de fondo sonaba “Que no, que no” de Las Taradas, ¿o de Ricky Martin?).
La risa diabólica de las KQ, en el plano de la letra, el que verdaderamente importa, es la risa de sí mism@: donde se trabaja la idea de derroche o de desperdicio, hay que resignificar las luchas de género…de-género. La D-Generación de Babasónicos, migrando al Konex, es la necesidad de pensar la sexualidad no como una política de la diferencia -mandar a Adán y Eva de vuelta al paraíso- sino como una forma de reírse de quienes la convierten en bandera para esconderse de los que tienen hambre, total yo me quiero casar, ¿y usted? Después de Desaparición de la homosexualidad en la Argentina de Néstor Perlongher, no me vengas a sermonear y venite a Lear, que despidieron a compañeras y compañeros.
Todas las enunciaciones de las KQ interrogan los lugares comunes del “yo, macho proveedor” y el estadío de superación de muchas agrupaciones feministas que inmolan la sexualidad en soluciones tan fascistas como la heterosexualidad normativa (me refiero al lumpenismo bisexual militante, o a la síntesis lésbica de Las Conchudas-Cumbia Feminista Anti-imperialista). No hay que ocupar ningún lugar, hay que vencer ante el vaciamiento del identikit gay en una sociedad de consumo que lo embala y lo vende. Volviendo a Janis: “La guerra son ustedes, ahí abajo”. En contra de los discursos que proponen un territorio de operaciones hetero-reguladoras y terminan fosilizando sus prácticas como prototipos de cambios (“las tías del té”, les decía Perlongher a los de la CHA en sus reclamos burgueses), las KQ funcionan en un rizoma de ‘todos contra todos’ que clausura el ghetto, la sectarización, el templo. Llenar lo Queer de Queen, meter en la coctelera y mezclar. Esa es la cuestión.
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*Fuente: Revista Marcha.