La irrupción de los escraches: el macrismo hablando de autoritarismo
Por Eliana Verón
El término “escrache” tiene distintas acepciones, pero su uso más conocido remite al lunfardo de la cultura popular. "Escrachar" es poner en evidencia, revelar en público, hacer aparecer la cara de una persona que pretende pasar desapercibida. Ese es su fin último.
En la Argentina su presencia histórica viene desde principios del siglo XX tanto en las letras del tango como la literatura o la prensa escrita. Pero su sentido político, y contemporáneo, irrumpe en el espacio público como marca distintiva de la agrupación H.I.J.O.S. a partir de 1995 con el objetivo de denunciar la impunidad con que las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, junto a los indultos de Carlos Menem, habían sellado las aberraciones de la dictadura cívico-militar. Los escraches, entonces, consistían en marchar hasta la casa o lugar de trabajo de miembros de las fuerzas de seguridad o civiles responsables del terror estatal que estuvieran en libertad. Con ello se aspiraba a la condena social, ya que la condena legal estaba en suspenso.
Todo esto viene a cuenta del escrache organizado por el MST, encabezados por Alejandro Bodart y Vilma Ripoll, frente a la casa de Alfonso Prat Gay, Ministro de Hacienda del Presidente Mauricio Macri. Según lo consignó el oficialista diario Clarín “la movilización fue repudiada desde el Gobierno” y “advirtieron que ´no se tolerarán´ este tipo de ´prácticas violentas e intimidatorias´”. A ello se sumó, en la misma nota periodística, el comunicado de los diputados de Cambiemos que sostenía la tesis de que “escrachar a un funcionario que ha sido electo en concordancia con lo establecido en nuestra Constitución Nacional, vulnera todos los valores que nos dan identidad como República. (…) hacerlo en su domicilio particular, se condice con los más oscuros momentos de nuestra historia”. Sin embargo, esto no fue lo único; el mensaje del Ministerio de Seguridad también cobra relevancia en esa edición, ya que asegura que “no se tolerarán este tipo de prácticas violentas e intimidatorias que, además de atentar contra la idea de una convivencia social pacífica y en armonía, se opone a uno de los objetivos principales de este Gobierno Nacional: unir a los argentinos. (…) no considerará a este método como un mecanismo válido y democrático de expresión. El sistema autoritario del escrache no posee relación con el momento actual en el que se encuentra el país, con plena Democracia y Justicia".
La paradoja de todo el enunciado es que se lo construye en medio de fuertes, variados y continuos actos represivos de un gobierno que lleva tan sólo tres meses en el poder y ya cuenta con un record del ejercicio abusivo de la violencia. El intento por amedrentar a los sectores del campo popular para que no ocupen el espacio público a través de los escraches, como forma de acción directa y reivindicación histórica de su sentido de protesta, es por lejos una maniobra inútil.
Si algo hemos aprendido de la lucha por los derechos humanos es que la centralidad de la condena social debe suscitarse en cualquier lugar y en cualquier momento. Es lo que Ana Longoni, autora del Siluetazo, llama “deslocalización” como la marca distintiva del escrache: a donde vayan los iremos a buscar.
En medio de la más absoluta impunidad con la que nos reprimen, nos despiden, pero bajo la gran mentada conciencia de la “cultura zen” que los caracteriza, tenemos la obligación de decirles que seguiremos escrachando.