La que fuerza: después de Comodoro Py
Una de las palabras que más aparece en el discurso coral del macrismo es “juntos”. Hacerlo juntos, cambiar juntos, poder juntos. No es una apelación ingenua, sino un diagnóstico preciso: el macrismo, fuerza joven, ensamblado de desprendimientos políticos y de grupos de la sociedad civil, esquiva con ella tener que definir su base y nominar quiénes son esos que hacen, cambian y pueden. El “juntos” deja abierta la puerta a los que quieran sumarse a cada acción contingente, sin exigirles pertenencias excluyentes ni definitorias y expresa la fe del gobierno en que la gestión torne prescindentes las identidades políticas sustanciales. La vuelta de Cristina Kirchner impactó de lleno en esa creencia: el “juntos” del macrismo existe -dijo entrelíneas-, pero es resquebrajable. El flanco abierto que suscita la pregunta de qué lo unía (o qué lo hizo, al menos, para que gane el ballotage), define qué esperar de la escena política argentina, a mediano plazo.
Dos aglutinadores parecen cuajar el “juntos” del macrismo, una vez desestimadas (o valoradas en su justa medida) las cualidades extraordinarias del liderazgo de Mauricio Macri: por un lado, la expectativa por parte de sus votantes de un crecimiento económico que no fuera acompañado de una redistribución del ingreso, ni de su polemología (esto es, la espera de una situación económica favorable para el votante, acompañada del impedimento o incluso la retracción de la redistribución del ingreso que produjo el kirchnerismo, y cualquesquiera sean sus alcances efectivos); y por el otro, el rechazo visceral a la figura de Cristina Kirchner y de los imaginarios que ella activa, que están anclados en la inscripción por parte del kirchnerismo en una tradición popular que afirma la existencia de una historia nacional continua, compuesta de dos fuerzas morales, en enfrentamiento desde la constitución del país. Para simplificar, diríamos que al juntos macrista lo aglutinó o bien la expectativa por parte del votante de una reactivación económica favorecedora para sí y perjudicante para otros (de los que busca diferenciarse), o bien el rechazo de una figura política, la de Cristina y la tradición que ella encarna. O ambas.
El discurso de Cristina Kirchner en Comodoro Py apuntó a socavar una de las vertientes posibles de ese juntos –la única sobre la que ella puede intervenir-. Con la pregunta al parecer desideologizada de “¿está usted mejor o peor que antes de diciembre pasado?”, que sería el santo y seña de la constitución posible de un frente cívico, Cristina propuso que el juntos se sostuvo, sobre todo, en la búsqueda de una reactivación económica favorable para el votante macrista (relegando a un segundo plano el deseo, también presente, de que otros se perjudiquen). Sería más importante favorecerse a sí mismo que perjudicar a otros y la esperanza de ser favorecido fue traicionada. Traicionaron la voluntad popular, dijo del gobierno, indultando a la voluntad popular. Se trata, sin dudas, de una apuesta: ¿cuánto de ese juntos que se articuló en masa de votantes macrista puede desmoronarse, ahora que incluso ese votante empieza a ver que no sólo la conflictividad social no cesó, sino que aumentó, con el combo de despedidos e inflación, y que también puede tocarle? Cristina apostó a que la grieta no sea del todo ideológica, a que se pueda erosionar el “juntos” del macrismo, tomando por cierto que no se estaría frente a una identidad, sino a un aglutinamiento coyuntural, hijo de pasiones más o menos utilitarias, no condenables sin más. Le puso voz no sólo a los que la reconocen líder indiscutida – los escuchas de su mensaje bajo la lluvia, en experiencia festiva de renovación del lazo emotivo-, sino a los muchos que sienten el ajuste, lo expresen o no, dentro de un nuevo marco de referencia con tintes de universalidad: los ciudadanos, pensados como agentes capaces de defender las condiciones materiales que dan carne al civismo. Y aún más: Cristina calibró ayer la potencia que tiene su voz dentro de la dirigencia política, al interior y al exterior del macrismo. Una sola aparición, después de cuatro meses de silencio, hizo tambalear la proporción entre jacobinos y moderados en el gobierno. Sobre el caer del día, el macrismo acusó recibo, por primera vez, de los efectos de malestar social de sus políticas pretendidamente “graduales” y anunció reformas en ganancias para fin de año (en un guiño renovado a los sindicatos) y medidas paliativas menores, en sectores vulnerables de la provincia de Buenos Aires. O sea, puesta a jugar la interpretación de Cristina de dónde se puede corroer el juntos, el macrismo respondió mostrando cuán poca capacidad operativa tiene, por la contradicción de las líneas que lo constituyen: si realmente el juntos se hubiera aglutinado por la espera de una reactivación económica favorecedora para el votante, son las mismas líneas económicas que se bosquejaron hasta aquí, de achicamiento del gasto público, redistribución regresiva y merma del consumo masivo, las que socavan su duración posible. Se trata entonces o bien de cambiar esas directrices económicas que erosionan al juntos utilitario –algo improbable, salvo revertir todo lo hecho, enajenarse, o que el Godot de las inversiones extranjeras masivas unja, por fin, a la empresa- o apostar a que aquello que lo mantenga unido sea incentivar el rechazo que produce la figura y el imaginario que activa Cristina. Si la segunda de las opciones fuera la elegida o la única posible, el activismo judicial que la trae al centro de la escena, no sería del todo contraproducente para el macrismo, pero lo haría dependiente –otra vez- de los intereses relativamente autónomos de un actor político clave, como la Cámara Federal.
Si el juntos del macrismo pasara a tener como componente central de su articulación el rechazo a una figura y a su imaginario, para el gobierno se impone una encerrona. No sólo porque se vuelve una identidad con escasas posibilidades de ampliar su base electoral, que no consigue eludir confrontar con aquel espacio que pretendía dejar en el pasado: el kirchnerismo. Sino porque el escenario se (le) inestabiliza aún más. Cristina Kirchner es una figura cuya sola presencia tiñe todo el campo político: es un centro que irradia adhesiones, tanto como las repele, y ostenta un recurso que hoy no tiene nadie más en la política argentina: puede poner gente en la calle, sin necesidad de grandes aparatos de movilización a los cuales, después, les deba. Su presencia desborda los carriles institucionales de la política –el llamado al “frente cívico” es un claro ejemplo de la conciencia que ella tiene de ese poder- y pone obstáculos a la decisión del peronismo institucional de ser uno más de los “dadores voluntarios de gobernabilidad” (como metaforizó Jorge Asís). Es decir, Cristina pone el dedo donde al macrismo le duele: si ella permanece activa en la escena, como pareció sugerir, lo obliga o bien a cambiar de estrategia económica –es decir, a desvirtuarse como proyecto económico refundacional, en atención a la permanencia posible de su “juntos”- o a gobernar para la franja más radicalizada de su votante emocional, ahondar la grieta y poner a disponibilidad a muchos de sus seguidores. Todo, cuando le quedan más de 3 años y medio de ejercicio.
Pero la reaparición de Cristina no sólo fuerza al macrismo. También advierte sobre la escisión posible entre la calle y el palacio, entre los electores y las dirigencias políticas. Es cómodo pensar que esa advertencia está sólo dirigida al gobierno. ¿Es el frente cívico la otra pata del frente político (llámese FPV, bancadas peronistas o cualesquier otra referencia imaginable)? ¿Es un avanzar con dos pies? ¿O es una manera de recordarle a ese frente político cuáles son sus bases y a quién ellas responden?
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)