"La única manera de construir seguridad es incluyendo a nuestros pibes"
“Este es el mundo del revés donde yo vivo, donde la policía en lugar de cuidarnos, nos inventa causa. Donde los chicos no tienen infancia y trabajan en la calle, o roban para comer y sobrevivir. Donde los políticos nos quitan en lugar de ayudarnos. Donde a nadie le importamos, donde nos olvidaron. Donde para jueces y fiscales, somos culpables hasta demostrar lo contrario. Pero después, cuando nos hacemos como somos, se horrorizan, y nos matan en la calle como a ratas o nos encierran de por vida. Y después, después me hablan de igualdad de derechos…”
(Fuerte Apache)
Por Redacción APU
Camila tiene 15 años y un hijo que le fue quitado por ‘el Estado’ y dado en adopción, y una madre que murió en la calle, y un padre que abusó de ella, y varios hermanos que fueron sus compinches cuando vivían en la calle pero que ahora conviven junto a su progenitor. También tiene una abuela que vive lejos, en otra provincia, y que no es biológica porque a su madre también la abandonaron. Camila construye relaciones tóxicas, como la de su madre con su progenitor, quien una vez la golpeó hasta casi matarla. El cuerpo de Camila está lleno de marcas. Las que ella se inflige para descargar toda la angustia que lleva adentro. Camila dice que quiere hacerse mal, que quiere estar cada vez peor. Quiere hacerse daño, quiere hacer daño, quiere salir a robar y que la agarren y la caguen a palos, quiere pelearse, quiere salir a cagar a palos a alguien, y quiere drogarse, drogarse tanto hasta olvidarse de absolutamente todo. Dice que está enojada, que está dolida, que está profundamente resentida. Dice que ya no quiere cambiar. Y entonces se angustia, y llora, y dice que en realidad todavía espera: espera que venga algún familiar de lejos, de esa otra provincia, a buscarla. A rescatarla. Porque Camila tiene 15 años y ya no tiene fuerzas para rescatarse sola. No quiere, no puede, no debe rescatarse sola.
Camila es una de las tantas chicas y chicos que hoy circulan, transitan, literalmente habitan las calles de nuestra Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Resulta difícil definir, a la hora de escribir estas líneas, por dónde comenzar a desanudar, a exponer, ese complejo entramado de violencias -violencia familiar, violencia social, violencia institucional- que marcan a fuego las vidas de nuestros pibes. Cuando hablamos de “chicos en situación de calle”, en lugar de “chicos de la calle”, estamos marcando algo básico, elemental. Y es que ningún pibe es de la calle. Hablar de “situación” es precisamente denunciar que la misma es producto de una multiplicidad de causas, de factores que derivaron en la expulsión de ese chico o esa chica de toda institución. Porque para que suceda que una chica como Camila y nosotros, trabajadores y/o militantes de la niñez, lleguemos a conocernos, necesariamente tienen que haber fallado muchísimas cosas en el ínterin. Políticas públicas vaciadas y desmanteladas, una familia que no pudo contener a esa chica, un Estado que no pudo contener a esa familia ni garantizar sus derechos más básicos.
Por otra parte, hablar de “situación” implica reconocer, recordar, que hay una historia detrás de cada piba y cada pibe. Y que hay varios futuros posibles por delante, otras “situaciones” por alcanzar. Nuestro punto de partida en la labor cotidiana con los chicos, lo constituye indefectiblemente la tarea de construir un vínculo de confianza con cada uno de ellos. Buscando poder alojarlos en sus singularidades, brindándoles un espacio de escucha y contención. Construyendo un marco de estabilidad que les permita por un momento correrse de ese vivir en la inmediatez que implica la supervivencia en calle, donde el tiempo apenas alcanza para pensar cómo conseguir la comida de hoy, dónde dormir, para intentar imaginar juntos otros futuros posibles, y acompañarlos en ese camino.
Ahora bien, si la psicóloga y socióloga Silvia Bleichmar se preguntaba “¿Cómo se le plantea a alguien el cuidado de la vida sin retransmitirle un sentido de la vida y sin replantearle un futuro?” Nosotros nos preguntamos, ¿Cómo retransmitirle un sentido de la vida y replantearle un futuro a cada chico y cada chica a los que acompañamos, en un contexto signado por la precarización y el desfinanciamiento de las políticas públicas destinadas a garantizar sus derechos más elementales, por medios masivos dedicados a construir y distribuir estereotipos estigmatizantes tanto de los pibes como de sus familias, y por un considerable sector de la sociedad que reclama únicamente medidas punitivas para paliar la situación, o directamente opta por recurrir a la ‘justicia’ por mano propia?
En los últimos meses los grandes medios se empeñaron en hablar hasta el hartazgo de la tan mentada “Emergencia en seguridad”. Nosotros queremos hablar de aquellas otras inseguridades que olvidaron incluir en sus discursos. Porque la detención de niños y adolescentes por portación de rostro es emergencia en seguridad, los abusos policiales cotidianos son emergencia en seguridad, el asesinato de Roberto Autero (16 años, estudiante del Centro Educativo Isauro Arancibia) en un claro caso de gatillo fácil es emergencia en seguridad, la muerte de Diego Borjas (17 años), incendiado en una celda de aislamiento del Centro Socio Educativo de Régimen Cerrado Agote es inseguridad. El que luego de haber sido clausurado dicho Instituto por no contar con las condiciones necesarias para garantizar la integridad de los adolescentes detenidos, haya sido reabierto este año a raíz de los incidentes ocurridos en el Centro Socioeducativo de Régimen Cerrado Manuel Rocca (donde también murió incendiado un adolescente el año pasado) es emergencia en seguridad. Que las redes de explotación sexual y el narcotráfico nos disputen a los pibes es emergencia en seguridad. Que el Estado no destine los recursos necesarios para restituir y garantizar sus derechos más básicos es definitivamente emergencia en seguridad.
Y en el ínterin, asistimos espantados al espectáculo del cuerpo-niño ya no habitado por su espíritu-niñez. El otrora niño devenido en casi extraño, al margen del margen, librado de cualquier ligadura a códigos, límites, principios. Nos desesperamos intentando encontrar aquello que pueda erigirse como cable a tierra: un gesto, una palabra, un algo que despierte al niño, que lo traiga de vuelta con nosotros. Y mientras tanto: el cuerpo-niño golpeado, manoseado, abusado, ultrajado. Tan lastimado que es prácticamente incapaz de aceptar recibir cariño. ¿Cómo reconstruimos la confianza del otrora niño en nosotros, representantes del mundo adulto, cuando es la bota del adulto-policía la que le aplasta el pecho contra el piso sin dejarlo respirar, cuando es el adulto-taxista el que se excita ofreciéndole unos mangos para que tenga sexo con él, cuando es el adulto-padre el que pasado de alcohol le rompió el corazón a palazos? Asistimos espantados al perverso espectáculo del asesinato serial de nuestra vulnerada niñez. El niño no muere cuando su cuerpo-niño ya no puede más, el niño va muriendo cuando se le niega sistemáticamente la oportunidad de reconocerse y ser reconocido, interpelado, en su esencia-niñez.
Resulta casi imposible entonces de explicar, de transmitir el dolor que nos genera como adultos-referentes el estar asistiendo al entierro de nuestros chicos. Porque a nuestros pibes los están matando. Y no los mata tan sólo la calle, la droga, la violencia institucional. Los mata el silencio cómplice y nuestra indiferencia como sociedad, cuando no la mirada condenatoria. Estamos convencidos de que la única manera de “construir seguridad”, es incluyendo a nuestros pibes. Entendiéndolos y reconociéndolos como lo que son: sujetos políticos y sujetos de derecho. Materializando ese reconocimiento en políticas públicas integrales, de calidad, que nos permitan recuperar su confianza, que les permitan volver a creernos, y a creer, cuando hablamos de otros futuros y otros presentes posibles. Esta es una misión que nos interpela a todos y a todas desde las diversas “situaciones” que ocupamos. Como trabajadores del Estado, como organizaciones sociales, como familia, como comunidad en general.