El negro corazón del crimen (fragmentos de la novela de Marcelo Figueras)
Por Marcelo Figueras
I
Dio dos pasos hacia el auto acribillado, pero no más. Por la forma en que humeaba —era un Ford Fairlane que ya no serviría para nada—, todavía estaba en condiciones de estallar. Aun a esa distancia, podía ver al muerto.
Saco grueso a cuadros. Corbata lisa. Bien afeitado. Seguía atascado entre el volante y el asiento. Su cuerpo se había escorado hacia la ventana rota, como si alardease de que le faltaba la tapa de los sesos.
Era difícil dictaminar si tenía el pelo negro o la sangre oscurecía las mechas que el tiro no quemó. Respecto del cacho de cerebro al aire, no había equívoco posible; esa era la textura que repetían las láminas de anatomía. Parecida a los sesos que Elina usaba en los ravioles.
Así que esto es la muerte, se dijo. A simple vista, no lo impresionó más que como una ausencia: de movimiento, de color. Ni siquiera tenía olor propio. El aire picaba por otras razones: pólvora y caucho quemado.
Por segunda vez en esa noche, no supo qué sentir.
II
Hubo un silencio que fue embarazoso para ambos. Súbitamente, Erre se levantó. Le cedía la silla, mas no la libreta.
Enriqueta consideró la posibilidad de dar media vuelta y volver a su puesto. En los años por venir, se preguntaría infinidad de veces cómo habría evolucionado su vida de haber sucumbido a aquel impulso.
Lo que hizo fue sentarse.
Juntó los tobillos, enderezó la espalda, apoyó las yemas sobre el teclado y leyó las últimas líneas que Erre había tipeado:
la bala entró por la mejilla, a la altura de la aleta izquierda de la nariz, y salió por la mandíbul
El dedazo final de Erre le había errado a la a, marcando una letra alternativa que había sepultado bajo un escupitajo de corrector.
—¿Otra historia de Daniel Hernández? —dijo Enriqueta. Hernández era el protagonista de los cuentos por los que habían premiado a Erre. Pensó que la inspiración lo había asaltado y que se apuraba a bajarla al papel. Valía más tarde que nunca, en la editorial ya se habían cansado de demandarle un libro nuevo.
En vez de responder sí o no, Erre echó un vistazo al otro extremo del salón, donde Gregorio y Horacio ajustaban la efusión de sus ventiladores. Después pasó los dedos por la comisura de sus labios, apoyó la mano libre en el respaldo de Enriqueta y dijo, en el tono del pirata que descubrió un mapa secreto:
—Me parece que di con el hombre que mordió al perro.
III
—Pensalo —dijo Horacio—. Una cosa es escribir sobre un detective, y otra muy distinta jugar al detective. Puede que Daniel Hernández sea una extensión tuya, pero vos no sos Daniel Hernández. Y este caso no se parece en nada a los que tu personaje resuelve.
—Claro que no —dijo Erre, que ya le había dado vueltas al asunto—. Esto va por el andarivel del policial americano: Hammett, Chandler. Yo estoy con Sam Spade, el detective de El halcón maltés. A veces, para averiguar algo importante, no queda otra que apuntar al cuore de la maquinaria y tirar una llave inglesa.
—Pero hay maquinarias y maquinarias —dijo Gregorio—. Una cosa es meterse con un tipo poderoso. Ahora, meterse con un gobierno... Aunque tires veinte llaves, esa máquina va a seguir andando. Dado el poder de sus engranajes, está en condiciones de pulverizarlo todo. ¡Empezando por perejiles como nosotros!
IV
Había empezado a escribir historias de Daniel Hernández, su detective aficionado, para ponerse a prueba. Sentía que no estaba en condiciones de escribir cosas más serias, como Elina pretendía, pero eso sí. Para un policial le daba el cuero. En parte por holgazanería, y en parte porque aspiraba a cierta verosimilitud (a poco de conchabarse en la editorial, alguien se lo recomendó: aunque se escriba ficción, conviene apegarse a la realidad lo más que se pueda), le dio a Daniel Hernández su misma profesión: corrector de pruebas y ocasional traductor. Tan a gusto se sentía en su piel, que había empezado a firmar artículos con el nombre del personaje.
Pero Horacio tenía razón. Erre no era Daniel Hernández. Los razonamientos que su criatura usaba funcionaban en el estanco de la literatura, pero en ningún sitio más. Una cosa eran los crímenes de salón, que podían interpretarse como un texto en la Londres hipercivilizada que era —había sido— cabeza del Imperio; y otra muy distinta eran las barbaridades que ocurrían en su arrabal del mundo. Donde todo estaba permitido. Donde no había texto alguno, más bien pre-textos.
V
Avanzaron pisando tierra y pulpa de hojas muertas. Erre esquivó el cadáver mutilado de un enano de jardín.
Muñiz fue la primera en detenerse.
—Aquí fue —dijo.
Erre echó un vistazo en derredor. Contra toda esperanza, había alentado la posibilidad de dar con alguna evidencia física: casquillos de bala, rastros de sangre. Pero los casquillos brillaban por su ausencia. Y ya no quedaban manchas de sangre. Seguramente las habían tapado. Esos lamparones de alquitrán y cal en medio de la basura llamaban la atención. Apestaban a destrucción de pruebas.
Cuando volvió a mirar a Enriqueta, se sorprendió. La muchacha se había quitado el pañuelo de la cabeza y lo extendía sobre un parche de tierra.
—¿Qué hace? —dijo.
—No estamos solos —replicó Muñiz.
La joven se sentó sobre el pañuelo y puso una mano sobre sus ojos, a modo de visera.
—Hay un hombre que nos está observando. Sáqueme una foto, o al menos finja hacerlo.
Muñiz adoptó una pose antinatural, estirando una pierna y aferrando la otra rodilla con sus manos.
—Este no es lugar para jugar al turista —protestó Erre.
—Déjeme hablar a mí —dijo Muñiz, persistiendo en su sonrisa de postal—, y persuadiré a cualquiera de que soy una españolita que no sabe leer un mapa.
Erre alzó la cámara y encuadró a la muchacha.
—Muy bien —dijo ella—. Ahora, si se sienta a mi lado, lo verá sin necesidad de llamar la atención.
En los confines del basural, más allá de la alambrada, había un hombre alto. Su silueta estaba vestida de negro, a causa del contraluz. De su mano salía una correa de la que tiraba un mastín. Aquella bestia, tosca y umbría como su dueño, no habría desentonado en la finca de los Baskerville.
VI
La sensación de que lo seguían no desaparecía nunca.
Tan pronto lo invadía, trataba de desactivarla. No era muy probable que lo hubiesen identificado; no todavía. Tanto el artículo de Propósitos como los de Revolución Nacional habían salido sin firma. Muiño, Rossi y Barletta —que, por suerte, ya había sido liberado— juraban que no habían revelado su identidad. Eran gente honorable, no tenía motivo para desconfiar de ellos. En cuanto al resto, se sentía en condiciones de poner las manos en el fuego. Greg y Horacio no lo traicionarían, tampoco Elina. Y aquellos que estaban implicados —los Fusilados Que Vivían, Aurora, von Kotsch— no harían nada que metiese una cuña en la rueda del caso.
Listo. Podés relajarte. No hay nada que sustente tu paranoia.
Pero la gente no solía admitir lo que hizo o dijo bajo presión. ¿Quién podría culpar a Barletta o a Rossi, en caso de que hubiesen tirado datos o nombres para protegerse a sí mismos, o a los suyos, de la violencia?
Tampoco había que descartar la estupidez. Una de las características más democráticas de la especie, en tanto no hacía distingos de clase, género o raza. Erre no creía que Greg u Horacio fuesen capaces de venderlo adrede. Pero sí era posible que hubiesen contado la historia, o parte de ella, a alguien que consideraban de su confianza. De puro chusmas nomás, o para darse dique. ¿No era lo que él mismo había hecho, tan pronto Quique le habló del fusilado que vivía?
La estupidez era algo en lo que, paradójicamente, no dejaba de pensar. Los policiales que prefería la descartaban por completo: describían un juego de gato y ratón entre dos o más personajes de gran inteligencia, criminales de un lado y detectives del otro. Cuando alguno se equivocaba —en términos generales, el criminal—, no se debía a su estupidez sino, más bien, a un defecto en su cadena de razonamientos. En una partida de largo aliento, pierde aquel que se desconcentra primero. Todo lo que se requería era un segundo de distracción. O darse contra el tope de la capacidad para almacenar variables; como ocurre en el ajedrez, donde el perdedor es víctima de la única jugada, entre cientos, que no había previsto.
Pero el policial al que estaba aplicado carecía de villanos geniales, al estilo Moriarty. En el relato que lo tenía por detective, la estupidez era un rasgo esencial. Estúpidos habían sido los policías que le dieron un recibo a Juan Carlos a cambio de sus posesiones de bolsillo. Estúpidos habían sido los abogados de la Rosada al responder los telegramas del padre de Juan Carlos; de ese modo habían asumido la propiedad del reclamo, cuando debieron haber borrado los registros y negado la recepción de mensaje alguno. Y estúpido había sido Desi, al declarar como lo hizo ante la Consultiva provincial, en presencia de una taquígrafa.
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En el policial que protagonizaba, se sabía quién era el criminal desde el principio. También contaba con pruebas de su culpabilidad. Por eso lo encontraba defectuoso desde un punto de vista narrativo: ¡no se parecía en nada a la clase de novelas que lo seducían! Eso sí: tenía que admitir que los criminales —el responsable de los homicidios y sus cómplices, en ese caso— no eran estúpidos por completo. Como tocaban todos los resortes del poder estatal, podían darse el lujo de ser torpes. Contaban con que alguien corregiría a tiempo su paso en falso. La causa que estaba en manos del juez Hueyo había sido reclamada, como temían, por la justicia militar; y ahora dependía de la Corte Suprema. En cuyo criterio, por supuesto, era insensato confiar. No era muy probable que Sus Señorías desairasen al poder de turno.
Todo lo que restaba por hacer era acumular más pruebas, jugando una carrera contra el reloj. Para que la evidencia fuese tan flagrante que Sus Señorías (entre ellos Orgaz, que no era gorila a secas, sino —una categoría superior— gorila y cordobés; Villegas Basavilbaso, que había sido asesor letrado de la Secretaría de Marina; y Herrera, a quien el Innombrable había metido preso en el '53) se viesen obligados a privilegiar su dignidad antes que su conveniencia.
Aquí la sagacidad del detective no tiene que ver con su capacidad de resolver el misterio. Lo definitorio, más bien, es su habilidad para contar la historia y hacerse oír, antes de que la maquinaria del poder estatal le pase por encima.
VII
Se le ocurrió preguntarle qué era de su vida ahora, qué estaba haciendo, cuáles eran sus planes.
En vez de responder, Rizzoni alzó la mirada. Erre interpretó la maniobra al vuelo: estudiaba los movimientos que tenían lugar en el restaurant, usando para ello el espejo que pendía encima de su cabeza. Concluido el análisis, Rizzoni se entreabrió el saco. La mancha de sudor no fue una sorpresa, Erre la esperaba. Lo que no había esperado era aquello que asomaba del bolsillo interno.
Vio cables, vio un dispositivo mecánico, vio algo que parecía un cartucho de dinamita. Erre no era experto en la materia, pero tampoco había que ser Einstein para sumar dos más dos.
—Estoy haciendo stock —dijo Rizzoni, con naturalidad—. Cuando tenga cantidad suficiente, voy a volar en pedazos todas las cosas que estos turros veneran. Una tras otra. Sus casinos de oficiales. El Jockey Club. El monumento a Roca. Y cuando ya no les quede en pie símbolo alguno, los voy a volar a ellos.
Erre seguía mirando a Rizzoni, pero lo desenfocó para ver más allá. En las mesas que los rodeaban, la gente comía, bebía y charlaba como si fuese habitante de otro mundo; un lugar más civilizado, donde los pibes de veinte años no morían en basurales con el pecho partido.
Entonces Rizzoni produjo un ruido extraño —algo parecido a un hipo, o a los eructos que emite la gente que sufre de aerofagia— y hundió la cabeza en su pecho. Y Erre volvió a hacer foco en su rostro. Luchó durante segundos con su necesidad de describir lo que estaba viendo, hasta que llegó a esta conclusión:
Este es el primer hombre al que veo llorar para adentro.
VIII
Una vez en el basural, Erre recordó el comentario que les había hecho ruido cuando conversaron con di Chiano por primera vez. El viejo había mencionado que desde donde cayó para fingirse muerto podía ver un árbol solitario. Pero no había ningún árbol suelto en el lugar. Tal como recordaba, sólo había eucaliptus al otro lado del camino.
Lo dejaron avanzar a la vanguardia. Caminaba lento, di Chiano. Como si llevase pesas atadas a los pies. Erre estaba dispuesto a darle tiempo. Era lo menos que podían hacer. Lo estaban forzando a revivir el peor momento de su vida.
Imaginó que oía el corazón de di Chiano batiendo a lo lejos.
Muñiz, en cambio, tenía miedo de que el patatús lo sufriese él.
—¿Por qué no espera en el auto? Está muy pálido.
—No me pasa nada —gruñó. Pero no era del todo cierto. Sentía calor a pesar de que había dejado el saco en el vehículo y, al mismo tiempo, sudaba frío.
Siguió moviéndose con pasos inseguros. Pisaba podredumbre.
—Es acá —dijo don Horacio. Se había detenido cinco metros más adelante—. El lugar donde caí, donde quedé. ¡Es acá!
Su voz sonaba exultante ante tan macabro descubrimiento.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Erre.
—Les dije del árbol. ¿No lo ven?
Ni Erre ni Muñiz veían árbol solitario alguno.
Erre tomó la delantera, con cierta aprensión. ¿Estaba el viejo al borde de un brote psicótico o de un ataque de histeria? Eso explicaría su entusiasmo fuera de lugar y la percepción de cosas que no estaban allí.
...Salvo que sí estaban. El árbol solitario, al menos. Visible por completo desde el punto en que di Chiano eligió detenerse.
Lo que tenía lugar era un efecto óptico. Un espejismo. La ondulación del terreno fingía que el ramaje de varios árboles se fundía en uno solo.
Bastaba alejarse unos pasos para que la ilusión se desvaneciese y el árbol 'único' se multiplicase. Tanto Erre como Muñiz lo intentaron, comprobando la persistencia del fenómeno.
—Cosa de locos —dijo ella.
—Algo sacado de un cuento de Chesterton —dijo Erre. Y se permitió encender un cigarrillo, a pesar de sus temblores.
La ocasión ameritaba un festejo modesto.
No sólo no deliraba, di Chiano, sino que podía probar, y del modo más fehaciente, que lo habían fusilado exactamente allí.
IX
1.
Con el otoño llegaron las lluvias. Cayeron torrenciales, como el calor que las había incubado. Hicieron falta varios chaparrones para que el cemento se enfriase, pero bastó uno solo para paralizar la ciudad. Hubo cortes de luz y de líneas telefónicas. Los autos boyaban en afluentes que habían sido calles.
El segundo chaparrón fue peor. El agua mordió el umbral de miles de casas. La prensa habló de "temporada de lluvias" porque, desde su lógica de bajo wattaje, le bastaba conectar dos hechos para decretar un fenómeno.
Un tercer diluvio fue precedido por granizo. La legión celestial descargó sus hondas sobre Buenos Aires. Un rato más tarde, la lluvia se robó la tierra de plazas, canteros y macetas. Las entrañas de la ciudad se hincharon de barro. Más hondo aún, huesos mesozoicos se agitaban en su sueño.
Arriba volaban techos. El agua no se iba por los drenajes sino que manaba a través de rejillas. Esa vez la oscuridad fue mayor, porque el tendido eléctrico no se había recuperado de las batallas recientes.
Pero Erre no vio nada de esto, porque no estaba allí.
2.
Cuando llovía sobre el Delta, el tiempo se detenía. Todo se llamaba a un alto —el ruido humano, la música animal—, a excepción de las aguas: la que caía y repicaba y la que circulaba en tropel, puro movimiento. En ausencia del sol, el mundo se volvía gris, verde y ocre; pero sólo el verde ganaba en intensidad. Las hojas se dejaban lavar, con el abandono de quien recibe unción. El agua las hinchaba, las tornaba suculentas. Una ceremonia que nunca duraba mucho, porque la vida incurre en excesos sólo para volver a su punto de equilibrio.
Con las lluvias de otoño, las aguas crecieron hasta niveles peligrosos. La distancia entre el río y el tope de los muelles desapareció; una tormenta más y las barcazas perderían su punto de amarre.
En aquellos canales no había tendido eléctrico. Lo cual explicaba el fulgor trémulo que huía de la cabaña a través de sus ventanas. Cuando la tormenta creaba noche en pleno día, había que encender el farol. Porque, sin luz, esa otra lluvia que ocurría entre techo y paredes se tornaba imposible; y aunque se tratase de un chubasco menor, nada debía interrumpirlo.
Cualquiera que se aproximase a la cabaña habría registrado la doble lluvia. La salmodia que sonaba a la intemperie y la antífona que respondía desde la casa. Afuera caían gotas, adentro palabras.
Bajo la luz inquieta del farol a gas, Erre escribía un libro.
X
Pocos días después, la policía visitó el hogar de los Muñiz.
El oficial a cargo vestía de civil. Era un hombre moreno y bajo, con un abrigo holgado que no disimulaba el ancho de sus caderas. Pero se presentó diciendo Policía Federal, en compañía de un sargento debidamente uniformado.
Buscaba a Enriqueta. Que por fortuna no estaba allí. Don Muñiz preguntó qué motivaba la demanda, por qué requerían la presencia de su hija. El policía se negó a informarlo. Don Muñiz insistió: ¿se trataba de una cuestión burocrática —un certificado de buena conducta, por ejemplo—, o más bien...?
—Necesito revisar su domicilio —repuso el policía.
—Para eso se requiere orden judicial —dijo don Muñiz.
—Si quiere mostrar su buena voluntad, déjenos entrar. Si no, volvemos con la orden y revisamos todo... de otro modo.
Don Muñiz sintió que le tiraban del brazo. Era su mujer, que intentaba apartarlo de la puerta.
El matrimonio fue testigo mudo de la búsqueda. Que repasó el apartamento entero pero se concentró en la habitación de Enriqueta.
La revisaron con gesto azorado. No estaban habituados a hurgar en el cuarto de una chica de su edad: todos esos zapatos, todas esas carteras. Lo que más los desconcertó, sin embargo, fue la papelería. Tanto libro en otro idioma, tanto cuaderno garabateado con frases incomprensibles.
—Me llevo esto —dijo el oficial a cargo.
Don Muñiz quiso protestar pero su esposa volvió a frenarlo. Ella sabía que el material era inocuo: la pila de cuadernos donde Enriqueta había volcado primeras versiones de alguna traducción. La policía no encontraría falta alguna entre las fábulas de La Fontaine y los pensamientos de Bossuet.