Las redes sociovirtuales: entre la adicción y la ignorancia

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DEBATE

Las redes sociovirtuales: entre la adicción y la ignorancia

15 Junio 2025

Una periodista extrañamente muy reconocida del campo nac&pop dijo en un programa por streaming que darle el smartphone a un niñe de 5 años era como picarle una línea de cocaína. Y si bien, por lo general, disiento con la opinión de esta intelectual, tengo que decir que esta vez no puedo estar más de acuerdo –aunque posiblemente por motivos diferentes a los que ella supone. Las adicciones tienen múltiples rostros. El siglo XX fue el siglo de las adicciones, que no dejaron ni dejarán de propagarse como un virus eléctrico por nuestro cuerpo social. Solo que no es condenándolas o prohibiéndolas como se resolverá su acción devastadora.

La situación es compleja no porque pasemos XXX cantidad de horas frente a una pantalla, es que lo hacemos tanto con culpa como con disfrute. Para hablar de cómo la realidad virtual (RV) y nuestra vida en las redes (subrayo: NUESTRAS vidas en las redes) están poniendo en cuestión los principios mismos de la realidad no-virtual, es decir, lo que entendemos vulgarmente como la realidad, se debería tener en cuenta una larga genealogía de los medios de comunicación y de los deseos de las masas que los usan.

No es la primera vez que el disfrute culposo o la culpa gozosa son los estados de ánimo propio de los que investigan los medios —no sucede lo mismo con los que simplemente los consumen, que por lo general disfrutan sin culpa y a pleno, por lo menos en esta dimensión libidinal. En esta dimensión, la RV tiene en la televisión a un predecesor.

El combate distractor se entabla entre los que defienden la presencialidad y los que abogan por la virtualidad —estos últimos son supuestamente menos que los primeros, pero no es verdad, más bien todo lo contrario: los que dicen que prefieren la presencia a la representación de lo virtual pasan muchas horas por día trabajando, divirtiéndose, informándose, angustiándose o paliando la angustia, jugando, escribiendo, escuchando música, etc. por medio de las pantallas —me causa gracia cuando mi hija me advierte que yo paso más tiempo mirando el celular que ella, lo que no es verdad, aunque la advertencia sea correcta.

Si me apuran, prefiero quedarme sin luz antes que quedarme sin conexión a internet. La intimidad que tengo con mi celular no la tengo con ningún otro ser: lo último que veo antes de dormir, lo primero que miro cuando me levanto.

A esta altura del siglo XXI no podemos seguir mintiéndonos: nuestra sociedad masiva desea la pantalla antes que la presencialidad, aunque se diga a los gritos lo contrario. Basta con ver lo que sucede en los recitales o en los eventos deportivos, para no hablar de los viajes turísticos: la gente se la pasa filmando con sus smartphones lo que está viendo en vivo y en directo. No le alcanza con ver, debe registrar. “Inmortaliza” el momento en un registro efímero, lo sube a las redes —esta es otra línea genealógica que hunde sus pasos, en este caso, en la fotografía: si fotografía era lo que sacábamos en mi infancia con un rollo de 12 fotos que podía durar un año antes de ser revelado, las imágenes que capturamos hoy con las dos o tres cámaras que hay en cada smartphone no puede ser fotografía.

Si me apuran, prefiero quedarme sin luz antes que quedarme sin conexión a Internet.

Esto ya fue muy discutido: llamamos “teléfono” a un dispositivo que usamos para muchísimas cosas, menos para “hablar por teléfono”.

Qué desprestigiada está en nuestro vocabulario la palabra espíritu. Vivimos en la era de la carne, que más que por deseos se mueve por necesidades. El espíritu se volvió lo inconsciente. La carne, el deseo encarnado, se volvió demasiado urgente como para que podamos elaborarlo a un ritmo humano. Nuestro deseo discurre a la velocidad de las aplicaciones, las páginas web, los medios.

Nuestra sociedad, por otro lado, tiene sobrevalorada la presencia y muy minusvalorada la representación, lo que es un efecto psíquico lógico después de una pandemia. Pero esto no es una novedad, más bien forma parte del sentido común cultural o informado que antecede en mucho al siglo XXI y se hunde en la tradición de las artes visuales y de la filosofía.

Cuando en el siglo pasado la filosofía destruyó este mito, se la deslegitimó sin leer y se la llamó postmoderna, una bolsa de gatos en la que se confunde lo más excelso del pensamiento con lo más banal. Es una cuestión que no pierde actualidad, porque en última instancia se trata de qué forma de vida deseamos.

Salvo el que quiera tapar el sol con su dedo gordo, no hay otra que aceptar que gran parte de lo que vivimos íntimamente en la actualidad ocurre por MEDIO DE o directamente EN la pantalla.

Justamente por este desfasaje entre una forma y otra de vida, y por nuestra resistencia a comprenderlo, nuestra inclinación a negar tanto sus diferencias como sus continuidades, es por lo que la insatisfacción se volvió el estado de ánimo fundamental en nuestra sociedad hedonista. Al no soportar el aburrimiento, tampoco sabemos cómo disfrutar el placer.

La angustia, hace un siglo atrás, se volvió el estado anímico fundamental del ser humano, un abismo que llevamos con nosotros y que las adicciones intentan paliar. No solo no lo logran sino que lo exacerban. No es diciéndole NO a la adicción como podremos enfrentar nuestra insatisfacción y nuestras frustraciones. No creo que los psicólogos estén capacitados para ayudar con estas cuestiones. Es absurdo que para entender a los medios llamen a sociólogos. Como le escuché decir a un amigo sociólogo muy prestigioso: “y ya todos sabemos lo que hacen los medios”.

Y no, no sabemos.