El archivo como voluntad y como representación: a propósito de “Moleskine”, de Alicia Silva Rey

  • Imagen
    Alicia Silva Rey
NOVEDAD

El archivo como voluntad y como representación: a propósito de “Moleskine”, de Alicia Silva Rey

15 Junio 2025

Moleskine es, en sentido estricto, una marca registrada de Milán (Italia) de productos de librería, papelería, mochilas y hasta valijas. En su uso más extendido, cuasi sinécdoque, es un cuaderno o libreta (taccuino) de un tamaño similar al A5, rayado o liso, con una banda elástica, una simpática vincha que viene a remplazar las cerraduras y llaves de los diarios íntimos de antaño. Un cierre que no cierra, que deja la posibilidad de lo compacto y de lo que se puede abrir. Un cierre que resguarda un secreto que quizás se retuerce por dejar de serlo.

Los italianos inventaron una tremenda mitología para este bello y sofisticadamente sencillo elemento de apuntes. Los moleskines habrían sido utilizados por Picasso, por Van Gogh, por Hemingway y quizás hasta por el propio Dios para programar sus seis días creativos. El Meridión tiene esas imaginaciones alocadas; pero esa antigüedad del moleskine es tan incomprobable como el rapto de las sabinas o el graznido de los gansos del Capitolio que salvó a Roma de la destrucción. El uso del moleskine no puede rastrearse más atrás de Bruce Chatwin, gran fabulador él mismo, al punto de habernos dejado también una magnífica Patagonia poblada de hermosísimos macaneos. 

Ergo: un moleskine es, básicamente, una libreta de apuntes, una notebook al antiguo modo (léase: de papel y no de pixeles), una bitácora. Alicia Silva Rey también se animará a llamarlo un archivo o un conjunto de archivos, tal como nos presenta su último libro de poemas, precisamente titulado Moleskine, editado por Barnacle.

Silva Rey es quilmeña, o poniéndonos puntillosos, ezpeletense. Nació por 1950 y al parecer no sintió la urgencia de publicar sino tardíamente, en vísperas de su onomástico sesenta. Claro que una vez en carrera no la detuvo nadie. Y, comparando el libro que reseñamos con algunos que le anteceden, podemos caer con veracidad en el locus communis de que cada día escribe mejor. Solo una advertencia es necesaria: es preferible no hacerle caso casi en lo absoluto cuando ella habla de su propia poesía. Porque de hacerle caso, no nos animaríamos ni a rozar sus poemarios. No es que tenga una opinión elevada de sí misma, sino de la poesía en general, a un punto casi desalentador.

Y a la hora de explicar su don o construcción o quehacer poético, nos embarulla y nos amedrenta. La poesía sería un proceso tan esotérico, las palabras serían un mecanismo tan intrincado y portadoras de un sentido tal que, citando al buen Cervantes, “no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello”. Deberíamos ser más recatados con la modesta argamasa que se nos ha dado, el verbo; no me imagino a un alfarero recurriendo a la jerga de Lacan (u otras aún peores) para explicar su vasija.

Hecha esta salvedad, pasemos al Moleskine de Silva Rey. Original o de imitación, un moleskine pretende ser un objeto suntuario; es un cuaderno, pero no cualquier cuaderno. Ya desde la dedicatoria, pretende ser un homenaje, un diálogo con una antepasada de la poeta, muerta hace casi un siglo, que cosía a mano libretas “sobre economía doméstica, herboristería, recuperación de hilados en lana, bautismos, desconciertos, traducciones, dialectos, juegos de manos y demás textiles”.

Imagen
Moleskine

Notemos el orden de las palabras centrales: A. bautismos, B. desconciertos, C. traducciones y D., dialectos. En la organización del poemario, esas palabras –todas en plural– darán título a sus cuatro secciones, o, como quiere la autora, “archivos”; sin embargo, invertirá el orden de los dos pares: A. Desconciertos; B. Bautismos; C. Dialectos; D. Traducciones. Si se nos permite ir un poco más lejos, Silva Rey, consciente o inconscientemente, pone a dialogar sus poemas en forma de quiasmo, es decir, de manera concéntrica. Tendríamos así una estructura de tipo A – B – B’ – A’: Desconciertos se espeja muy bien con Traducciones, y Bautismos con Dialectos.

Y si aceptamos el texto 7 de la segunda sección como un “sobrante” casi autónomo (todas las demás se reducen a seis poemas, a veces engarzados con una nota en prosa), podríamos agregar una equis central en solitario: A – B – X – B’ – A’. Y esa equis o centro es una suerte de agujero negro, que remite a la muerte, incluida la que busca devorar a la propia poeta.

Otra curiosidad: los archivos están fechados, de adelante hacia atrás. Comenzamos por el 2015 y terminamos por el 2012. En este jardín los recorridos posibles, felizmente, no son unívocos.

Si ahora pasamos de la estructura del libro al pentagrama que requiere cada poema, tenemos que comenzar –o tempora, o mores– con una verdad de Perogrullo: los poemas de Silva Rey son, válgame el cielo, poemas. Lo cual no es poca cosa si pensamos cuánto de lo que se publica como tales son meras crónicas de la inanidad en prosa, solo que recortada con las debidas argucias tipográficas como para que parezcan versos. Me ha tocado pispear “versos” sobre señores que se levantan en Once y toman mate o pibas que extrañan la ensalada rusa. Y pongo ejemplos reales, literales.

Ser sencillo es difícil: pregúntenle a Pedroni. Ser balurdo es refácil: basta con autofinanciar un librillo en 12 cuotas, hacer una presentación de tres horas y distribuirlo entre incautos amigos y otras víctimas. Pese a toda la crisis imaginable, se está publicando en exceso, poesía sobre todo, o (lo que en estas era de cómodas autopercepciones es muy plausible), lo que con mucha generosidad se percibe como poesía.

Terminado este atrabiliario excurso, podemos asegurar que Moleskine es poesía, y de la buena. En algunos sentidos, es mucho más “clásica”, mucho más “conservadora” que lo que a la propia autora le complacería reconocer. Por ejemplo: pese a estar compuesta en el ya casi inevitable formato de verso libre, trabaja sobre patrones rítmicos –¿conscientes, inconscientes?– con base en el heptasílabo, uno de los versos más aristocráticos de nuestra lengua; de allí suele ampliarse, siempre en impares: eneasílabo, endecasílabo, o en alejandrino, par solo en apariencia, ya que cada uno de sus hemistiquios obra como heptasílabo independiente.

En los versos de mayor longitud, casi no hay ninguno que no pueda descomponerse en una heterometría con partes bien definidas de 7, 9, 11 sílabas. El octosílabo, verso por excelencia de nuestra lengua, casi brilla por su ausencia. De versos pares, sólo abunda el tetrasílabo, contra el más esperable pentasílabo. Pero angostando o expandiendo, siempre regresa al heptasílabo, donde halla, como Olga Orozco, casi su voz natural, su cadencia originaria.

Estamos ante implosiones del lenguaje, cuyos restos invitan a ser “traducidos” por el lector.

Verdad de Perogrullo, segunda parte: estas consideraciones, que para algunos pueden sonar como una cuestión de fósiles, giran sobre la música interna del poema, sobre su ornato. Y, recordando a Teodorov: en poesía, el ornato es parte del contenido mismo. El ornato es semántico.

¿De qué tratan los poemas de Silva Rey? Básicamente estamos ante implosiones del lenguaje, cuyos restos, cuidadosamente seleccionados por la autora, invitan a ser “traducidos” por el lector. Y en esta metáfora de la lectura como “traducción” es casi en lo único en lo que coincidimos con Silva Rey como lectora de sí misma: ella sabe que el poema ha dejado lógicamente de pertenecerle, y que ahora es propiedad de sus lectores/traductores.

Hay un curioso texto en este libro cuya primera parte está escrito en ruso con su correspondiente alfabeto cirílico. Contrario a otras citas en lenguas extranjeras explicadas en nota, o a notas que exploran etimologías, aquí Silva Rey no da versión alguna. Me tomé el trabajo de buscar y traducir el pasaje; al parecer, fue tomado de una red social, elemento efímero entre los efímeros. Trata del portero de una escuela de Izhevsk que hace años “dibuja” para los alumnos el patio, con una escoba y con la nieve: una vez más, elemento efímero entre los efímeros. El portero ha hecho retratos de Pushkin, de los próceres rusos, de los personajes de los cuentos tradicionales. Los chicos lo recompensaron abriéndole una cuenta en Instagram, y fotografiando y difundiendo sus creaciones.

Ahora bien, Silva Rey, en el resto del poema, ya en castellano, transforma al ordenanza escolar en barrendero municipal, y al patio escolar en una plaza (o mejor: “la” plaza), y a los chicos en “la gente”. La poeta “traduce” y ensancha, y a la vez convierte al ignoto ordenanza/placero en un símbolo del arte que quizás haga más soportables nuestros días.

Un archivo es siempre una selección, y en el recorte mismo –¿qué guardar, qué borrar, qué callar? – late una traducción. Silva Rey exige esta labor de sus lectores, bien porque les entregue hechos cotidianos que buscan lo trascendente, o bien hechos trascendentes que se arrojan a lo cotidiano. “Traduce” ella misma textos de otros, es decir, los interpela, los pone a jugar con palabras actuales; así hace con Lucio V. Mansilla, Lewis Carroll, Ungaretti, Pavese, Freud, Pizarnik o (sobrevalorados) poetas actuales.

Y también puede “traducir” en versos luminosos el pasado de las mujeres que se conformaban con cambiar de lugar los muebles pero nunca el de ellas mismas, siempre estaqueadas al sentido del deber, o un episodio de crueldad-inocencia, donde una mascota degüella a una paloma. 

Me he abstenido casi por completo de la cita directa. Tal vez porque siento que ninguna le haría justicia, y que Moleskine debe ser leído de tapa a tapa, con su quiasmo subyacente, o bien hurgado y traducido como archivo del que solo una o dos líneas pueden ser síntesis y clave. Y en ese caso cada lector encontrará la propia, y un reseñador tiene derecho al pudor de ocultar la que lo interpeló con exceso de escozores.

Unas palabras sobre el libro-objeto. Previsiblemente, las tapas imitan un moleskine, aunque no el de más grata figura. El diseño interior es claro, ascético, digno de gratitud. Salvo el colofón; pocas veces he visto uno tan horrendo.

Felizmente, podemos saltear esa última página. Las que la preceden son maravillosas.