El paraíso perdido, de César Brie
Por Agustín Pisani
El paraíso perdido no es lo que no es. El paraíso perdido construye lo que será. Un abigarramiento de interrogantes se inflan porque tantos otros ya han sido explotados. El amor, el odio, la fantasía, pensar, adolecer, agitar la existencia en tanto voz inquieta. El elenco se mueve de allí para acá, con plenas acciones, cuerpos jóvenes, precisos e imaginativos. La obra es una fiesta de posibilidades. Un acertijo sobre lo que somos mientras dejamos de ser. Un diálogo con la frustración de lo que pudo haber sido y la búsqueda por aceptar lo que es.
Los círculos, aquellos globos prometedores que se pinchan, se desinflan, pero que también vuelan azarosamente, son la imagen de la explosión que es estar vivo. Los globos, al mismo tiempo, en mi paraíso perdido dialogan con un espíritu político que presenta una promesa llena de cáscara. Un otro paraíso perdido, el de la patria prometida. Aquella que se vacía para fundirse en el suelo antes que en el pecho. La de las promesas, la de las frustraciones. Pero aquí hay más bien un multicolor que excede lo partidario, porque la pieza teatral apunta a lo general, a lo común desde lo particular. Casi como un modus operandi del director, César Brie. Un movimiento pendular precisamente jugado por el elenco.
Doce actores y actrices despliegan sus historias cargando de pena al entusiasmo que supieron conseguir. Plasman visiblemente figuras inefables. Sensaciones. Goces, primeras veces, últimas oportunidades. Empezar a tomar conciencia de que uno nunca fue uno, de que la soledad se disfraza de soledad. Conciencia de que el tiempo no vuelve y con su regreso trunco aparecen nuevas historias.
Socialización primaria, socialización secundaria, momentos bisagra, tiempo de sobra, alquimia de exploraciones. Acá en un teatro a ventanas abiertas, los cuerpos se entrelazan como un primer beso que vive en la memoria de nuestra piel, en el gesto sagrado de recordar a través del cuore. Avanzar no es más que resignificar los cuerpos, los objetos, la inteligencia de hacer con lo que hicieron de uno lo mejor posible. Plantear qué es lo peor, por qué a mí y no a otro, por qué soy yo y no somos todos, por qué esta realidad es real.
El paraíso perdido tiene la osadía de plantear interrogantes sobre la esencia de la existencia. Es un lugar común para seres sensibles que no agachan la cabeza frente al crudo sistema que dictamina cómo debemos sufrir y qué debemos gozar. César Brie dirige cuestionamientos colectivos dialogando con las realidades de los cuerpos jóvenes con quienes busca conjugar la emoción con la inteligencia. Jugar con el cuerpo, con el pensar. Exhibir lo íntimo intimando al público. Los límites entre lo propio y lo común se disuelven en una memoria revuelta. Memoria a la que se interpela desde el arte, pasado que se interpreta con la mejor arma que es la poesía cargada de futuro.
La verosimilitud ni siquiera es clave porque se juega lo verdadero. Lo real, lo que existe en el cuerpo, en la sensibilidad de los receptores, ambos en un mismo tono, con la sensibilidad a olor de piel.
Brie abre las ventanas del teatro. Luz del día para recorrer laberintos oscuros, para animarse a andar por caminos insospechados, para vernos. Ternura por verdad, ternura por esperanza, ternura por lo que deseamos, pero sobre todo por el abrazo que desnuda la verdad explotando el globo aquel que prometía un cambio superador en nuestra percepción de la realidad. El paraíso perdido es también encontrarse en un abrazo con el otro, que también es uno. Otro es el paraíso perdido; el paraíso perdido es el otro.
Ficha técnica
Dirección:César Brie
Intérpretes: Micaela Sol Carzino, Sofía Diambra, Sebastian Gui, Iván Hochman, Gabriela Soledad Ledo González, Florencia Michalewicz, Guido Napolitano, Ignacio Orrego, Abril Piterbarg, Liza Taylor, Manuel Tuchweber
Director asistente: Ignacio Gómez Bustamante, Nelson Valente
Producción: Bienal Arte Joven Buenos Aires, Banfield Teatro Ensamble, César Brie
Prensa: Simkin & Franco