Cambió el tiempo
Por Santiago Gómez
Ilustración: Leo Sudaka
“Fernández”, llamó el supervisor a las seis menos cuarto del viernes y en la oficina le cambió la cara a todos. Los de los escritorios más cercanos a Fernández lo miraron tristes. Gauna, cuyo escritorio está cerca de la oficina del jefe, tenía una mueca de alegría en la cara. Cuando Fernández le pasó por al lado vio cómo se acomodaba contento el nudo de su corbata negra sobre la camisa gris. El supervisor lo dejó pasar y después cerró la puerta. Lo hicieron quedar hasta las seis y media.
Lo primero que pensó fue en las clases de natación del hijo, después en las clases de zumba de la mujer. Va a empezar otra vez con las erupciones, pensó. La mujer se brota por los nervios. Trabaja como maestra en tres escuelas, la tensa el tráfico y la mirada de reproche de la directora por llegar tarde, pero es que con solo dos laburos no llegan a pagar el crédito, el jardín de la más chica y el colegio del pibe. Fernández pensó en que ahora tendría que hacer autorizar las recetas para las cremas de ella, porque perdían la obra social que le permitía comprarlas en la farmacia sin tanta burocracia.
Me va a dejar, pensó. Las cosas entre ellos venían mal hace tiempo, él decía que porque ella estaba muy estresada. Ella que porque él no la sabía contener y lo único que quería era que no le rompiera las bolas. Si no tenemos plata para que salga con las amigas, para que vaya a bailar, otra vez vamos a discutir, se decía en su cabeza mientras el supervisor le explicaba que no era decisión de él, que era una bajada de la empresa y que a él le tocaba la peor parte que era trasmitirla.
- Vos no estás afiliado al sindicato, ¿no, Fernández? — le preguntó el jefe y él se acordó de la mueca de Gauna. No, si Gauna tampoco está afiliado, se rió porque es un hijo de puta, se dijo para sí.
- No, no estoy afiliado.
- Quizá fue por eso. Ahora empezaron por los que menos quilombo les van a hacer. Igual quedate tranquilo que te van a pagar todo lo que te corresponde.
Quedate tranquilo… vos porque tenés laburo, la puta que te parió, le dieron ganas de decirle pero aún echado lo seguía mirando como al jefe. Cuando abrió la puerta de la oficina se encontró tres compañeros que se quedaron a esperarlo. Sabían lo que había pasado ahí adentro. Y ahora qué carajo voy a hacer, dijo Fernández, y se sentó en el que ya no era su escritorio. Se acodó sobre las piernas y se sostuvo la cabeza con las manos. Fuerza, chabón, le dijo uno al que los bolsillos del pantalón se le abrían porque había engordado y le frotó la espalda. Algo vas a conseguir, vas a ver, quizá sea menos guita pero algo va a salir, agregó otro. Pero nada sale menos guita, Fabián, nada sale menos guita y los pibes cada vez salen más caros, respondió él. Le ofrecieron ir a tomar una cerveza, pero rechazó la invitación, los viernes la mujer tenía zumba y le correspondía a él quedarse a cuidar a los hijos.
- ¡Norma!— exclamó.
- ¿Quién?— preguntó Fabián
- La mujer que cuida a mis hijos.
- Bueno, va a tener que entender, cuando llegás le decís.
- Yo no voy a ser tan hijo de puta de cagarle el fin de semana, le aviso otro día.
Se despidió de los compañeros. Se dijeron que se verían la semana siguiente. Lloró en el subte de regreso a la casa.
“¿Está bien, señor?”, le preguntó Norma cuando lo vio entrar. Sí, contestó él, pero la mujer lo quedó mirando desconfiada. No era la primera vez que veía esa cara en sus más de cincuenta años de vida. Los hijos corrieron a abrazarlo, él les dio un beso en la cabeza a cada uno, les frotó la espalda aguantando las palabras para no quebrarse otra vez.
- Le dejé la cena en la heladera, Martín no se quiso bañar y Florencia hoy se portó muy bien, hizo la tarea y tomó toda la merienda.
- Porque voy a seguir jugando— dijo el nene en su defensa.
- Andá a jugar entonces— dijo el padre y le dio una palmada tierna en el trasero. Muy bien, Flor, andá a ver televisión si querés, te lo ganaste.
- ¿Seguro que está bien, señor?— insistió Norma.
- Cosas del trabajo, Normi, nada más, gracias por preguntar. Andá a cambiarte si querés.
Fernández se fue a la cocina, puso la pava para hacerse unos mates y esperó el ruido del agua al lado de las hornallas, tapándose la boca con una mano. Martín fue a buscarlo y le pidió que jugara con él. Ahora no puedo, contestó. El nene volvió a la pieza, el padre se sentó en la mesa de la cocina con el mate y el termo. Cuando Norma entró para despedirse, él se paró para darle un beso. Se sentó. Después que la mujer cerró la puerta, se paró otra vez para apagar la luz. Todavía no había anochecido y se podía ver.
- ¿Qué hacés con la luz apagada, pá?— dijo el nene que volvía a buscarlo.
- ¡Andá a jugar te dije!
El nene se asustó con la respuesta. Fernández esperó serenarse para ir a pedirle disculpas. Se sentó en el piso de la habitación con el chico, agarró unos autitos y él también se puso a tirarlos por la rampa de la estación de servicio que le compró la navidad pasada. Estuvieron así una media hora, el hijo le pidió más de una vez que prestara atención, Fernández se disculpó cada vez, de todas formas el nene estaba contento de tener al padre jugando con él. ¡Mamá!, gritó Florencia desde el sillón cuando escuchó las llaves del otro lado de la puerta. El varón se paró y fue como un rayo al encuentro de su madre. El padre se quedó sentado en el piso, esperando que la madre los saludara, los alzara, mimara, hasta que les pidiera que la dejaran tranquila un rato que recién había llegado y fue ahí que Fernández se levantó.
Fue hasta la cocina con el paso pesado, mirando el piso y con los labios para adentro. Fue eso lo que le hizo dar cuenta a ella de que algo había pasado. Esperó que el marido levantara la cabeza para mirarla y fue cuando dijo:
- No. Ay, no gordo, no, no me digas, te lo pido por Dios, otra vez no— dijo la mujer que se cubría la boca con las manos.
Fernández no le pudo contestar. Mamá qué pasó, dijo Florencia. Vayan para la pieza, ustedes, dijo la mujer. Yo sabía que algo te había pasado, le dijo Martín al padre. ¡Andá a la pieza te dije!, le revoleó la madre. La mujer se acercó a abrazarlo. Él hombre dejó su cabeza sobre el hombro de ella unos segundos para luego decir, ya está, ya está, de esta también vamos a salir.