Clara S.
Por Rodolfo Cifarelli
En una de las paredes de mi oficina aún resiste al descoloramiento final la última foto de Clara S. Fue tomada en su cumpleaños de quince, pocos meses antes de que desapareciera, entre las 7.20 y 7.40 AM de una mañana calurosa de otoño, en el trayecto de diez cuadras que realizaba de lunes a viernes, por la parte sur de Flores, desde su casa al colegio. Una chica como cualquier otra que sonríe a la cámara.
Los padres de Clara S. me contrataron tres meses después de la desaparición, abatidos por la falta de resultados del trabajo policial. Los investigadores oficiales del caso creían que los restos de Clara ya habían sido enterrados por su asesino en un hoyo que tardaríamos muchos años, con suerte, en localizar.
No los culpo. Soy un ex policía y sé que esa clase de razonamientos no dan consuelo a los familiares, pero sí muestran una trama de explicaciones que sostiene al mundo. Una cosa es que existan culpables sin castigo. Pero algo infinitamente peor es un mundo sin sentido.
En mi primera semana de trabajo sólo hice algunos movimientos exclusivamente para despejar una hipótesis usual en casos con menores: nada habían tenido que ver los padres con la desaparición de la hija.
Al comienzo de la segunda semana la madre me trajo el diario íntimo de Clara. Los investigadores lo habían leído y no habían hallado elementos relevantes para seguir ninguna pista. Era cierto. De las cincuenta páginas Clara había escrito sólo en las primeras diez para apuntar rencillas triviales con algunas compañeras y cometarios irónicos sobre las profesoras de Geografía y de Matemáticas. No había menciones a novios, amigos u otros sujetos masculinos.
Nada de aquel diario debía llamarme la atención, a excepción de una hoja de árbol seca, triangular, de una tonalidad rojiza oscura situada entre dos páginas en blanco. Es posible que el hecho de que los investigadores no le hubieran dado importancia me obligaba a mí precisamente a lo contrario. O sencillamente creía que debía darle importancia porque estaba lo suficientemente desesperado como para confundir una ocurrencia con una intuición profunda.
Mi ex esposa me arregló una cita con un botánico jubilado que me recibió en el despacho de su casa. Ese ambiente revestido de nogal barnizado representaba una contradicción que el viejo nunca admitiría.
–¿Dónde la encontró? –preguntó observando detenidamente la hoja con una lupa.
–En el diario de una chica que fue secuestrada y estoy buscando.
–Es una hoja de un falso chinar negro o beloda, una especie nativa de China. Una vez que la hoja se deseca, se pone tan dura que puede usarse para tallar. Hay algunos pocos ejemplares trasplantados en India y Vietnam. Veinte años atrás los chinos promulgaron un decreto para proteger a sus belodas. Desde entonces los belodas han desaparecido de los bosques de Jiangsu y Fujian. ¿Dónde los tienen?
–¿Es un árbol sagrado?
–No que yo sepa.
Antes de despedirnos el viejo metió la hoja en un sobre de plástico y me la devolvió.
–Cuídela –dijo quitándose los guantes de látex–. Es oro en polvo.
Recorrí durante varios días el trayecto entre el colegio y la casa. Entrevisté a profesores, compañeras y compañeros de colegio, también a los comerciantes de las calles por las que Clara caminaba. Confeccioné una tabla con perfiles, fotos y grillas de contacto que me convencieron de que no existían evidencias sólidas para avanzar contra nadie. Ninguno de los entrevistados había viajado a China, India o Vietnam ni se dedicaba al tallado de madera.
Tras resumirles esta primera parte de la investigación, los padres de Clara S. prescindieron de mis servicios. No tengo nada que decir. Ellos esperaban otros resultados y yo había llegado al mismo punto muerto que los investigadores oficiales.
Parecía no haber más que una chica desaparecida. Hay cientos, miles. Porque están quien dice que enseguida vuelve y no vuelve más. Se disuelven en el aire. No hay motivaciones. Ni rastros ni testigos. Es como si la nada se materializara para ocupar, sin piedad ni vergüenza, todos los rincones donde vibró una vida.
Sin embargo existe una segunda parte de la investigación que nunca revelé (ni revelaré) a los padres de Clara, en la que Clara estuvo mucho más cerca de volver al hogar de lo que ellos podrían haber alguna vez imaginado.
Esta segunda parte empieza cuando cinco años más tarde de mi entrada al caso una voz llama a la oficina y dice que quiere colaborar con la investigación.
–No tengo dinero para ofrecerle –dije.
–Al gato que intenta rasguñarla lo meten en una bolsa con piedras y lo dejan en las vías del tren. Estallan como granadas.
–¿Vio a la chica?
–No voy a meterme más de lo que ya estoy metida.
Parecía una voz masculina, no femenina.
–¿Cómo es el hombre? –le pregunté.
–La última vez que estuvimos juntos se quedó quieto llorando en un rincón. Con la chica pude hablar a través de un vidrio esmerilado.
–Dónde está.
–Le puedo decir donde estoy yo ahora.
Para mi sorpresa, me dio la dirección.
Dos hombres, en pantalones cortos y ojotas conversaban en guaraní en el umbral del edificio ruinoso. Cuando me aproximé a la puerta, callaron y se apartaron hacia los costados sin incorporarse. Dije gracias pero ni se molestaron en contestarme.
Subí por una vieja escalera de mármol. Las paredes estaban llenas de leyendas obscenas y garabatos indescifrables. Conocía esas colmenas. En los últimos tiempos me ganaba la vida encontrando chicos y chicas que en determinado momento habían decidido irse de sus casas de clase media. Crisis espirituales de la adolescencia aprovechadas por alguna cabeza apenas un poco más astuta que ellos. Se sienten ahogados y se lanzan al vacío. No era necesaria la violencia porque cuando yo llegaba ellos ya estaban hartos de vivir como perros perdidos. Lo primero que hay que entender es que no le hablan ni lo miran a uno.
Esto era distinto. No había un solo indicio para decir que Clara S. hubiera querido irse a ninguna parte.
Golpeé con la puerta del departamento 16 con la culata de la pistola. Hacía años que no empuñaba un arma amartillada. La puerta cedió con un quejido oxidado.
La luz mortecina de un velador sobre el piso abrazaba los contornos de la silueta sentada en una silla de ruedas. Los muebles viejos olían a insecticida.
La silueta fumaba a través de una abertura del velo que le tapaba la cara.
–No quiero armas acá adentro –dijo–. Cierre la puerta.
Cerré y me guardé la pistola.
–¿Hay alguien más en el departamento?
–Siempre sola con mi alma –dijo fastidiada.
Se movió hacia un maniquí con decenas de alfileres clavados.
–Preferiría que se quede quieta, señora.
–La inmovilidad es el mal –me pareció oírle una risita–. Pero su mujercita es una verdadera santa.
–Tienen que entregarla.
–Sólo soy un instrumento.
–De quién.
Otra risita.
–Cómo podría saberlo. ¿No me ve? No conviene que la rescate. Es sólo una intuición.
–Dónde está,
Lo dijo a disgusto o con resignación:
–Hotel Roma, sé que es cerca de la Torre de los Ingleses. Habitación veintiocho. Está sanita. La adoran.
–Quiénes.
–Le podría llevar diez vidas averiguarlo.
–Muéstreme su cara.
–Olvídese de eso.
Cuando me alejaba por el pasillo su risita se hizo una tos cavernosa.
La conserjería del Hotel Roma era una garita de mármol salpicada por escaras de bronce deslucido, habitada por un ex campeón nacional mediano.
Le dije que quería darle una sorpresa a mi sobrina.
–No es su sobrina –dijo el tipo.
Puse un par de billetes sobre el mostrador. El tipo los agarró y volvió a su revista. Llegué al cuarto piso en una jaula sin luz. Al final del pasillo, que también estaba a oscuras, encontré la puerta 28. Golpeé. Alguien abrió lentamente. Saqué la pistola y entré.
Era o parecía una habitación estrecha. Los reflejos de cuatro cirios rojos puestos sobre una mesita iluminaban la pared con el mural de un paisaje de tonos pálidos: un arroyo que pasaba sobre un puentecito poblado de formas femeninas. Muñecos de felpa ocupaban la superficie de la pequeña cama con las sábanas desordenadas.
La figura alta, flaca, con el pelo castaño bastante desgreñado, cubierta sólo con un largo chal negro, miraba por la única ventana hacia la calle.
Aunque esté marcada por todas las sombras del silencio inmundo al que la han arrojado, pensé entonces, y en el que ha crecido, es ella.
–Clara –le dije.
No quería darse vuelta.
–Clara. Hace mucho que te estoy buscando. Mirame, por favor.
–Si me vas a matar que sea acá –dijo.
–No te voy a matar –dije–. Te voy a llevar conmigo.
–Quiero ir al mar.
–Está bien. Vamos a ir al mar.
Se dio vuelta luego de una eternidad. No era tan parecida a la Clara que yo había visto en fotos. Le costaba mirarme a la cara.
–Gracias –dijo.
Un teléfono sonó sobre una pila de guías viejas. Al tercer timbre atendí.
–No lo haga –dijo una voz grave–. No la toque, deje de mirarla.
–Ella quiere salir –dije.
–Se ha acostumbrado a que la cuidemos.
–La tienen secuestrada.
–No es ella lo que usted busca. Salga ya mismo.
Cortó.
Clara se bajó el chal hasta la cintura. El tatuaje rojo de un árbol de copa excesivamente frondosa le cubría casi por entero la espalda.
Me acerqué.
El pelo o su piel o ambos olían a almendras.
–Quién te lo hizo.
–Muchos hombres.
–Cómo eran.
–No me acuerdo. Tampoco vi lo que me hicieron.
–Es un árbol.
–¿Es lindo?
–Sí.
–Me dijeron que si me veía la espalda podía morir.
–Nadie muere por eso. ¿Qué más te dijeron?
–No me acuerdo.
Dejó caer el chal completamente. Me di vuelta. Oí que hurgaba en el placard.
Luego de unos segundos dijo:
–Ya estoy.
Se había puesto una remera negra arrugada con picaduras de polilla y un jean gastado. Seguía descalza.
–Los pies –le señalé.
–Nunca tuve nada para los pies.
Había en un rincón un par de zapatillas blancas que probablemente eran lo único relativamente nuevo o sin uso en esa habitación. Se las di y ella se las puso obedientemente.
Le até los cordones y salimos.
Aquella medianoche las sirenas del puerto chocaban dóciles contra los muros tiznados de los edificios y las calles soportaban el color de una tormenta que finalmente no fue. Ella no hablaba ni yo iba a forzarla a que lo hiciera. No parecía estar en malas condiciones físicas. La primera vez que le tomé el brazo para cruzar la calle me miró con extrañeza. Luego se acostumbró. Las luces de los semáforos le llamaban la atención por sobre cualquier otra cosa.
A las pocas cuadras sentí que un whisky me ayudaría a ordenar en mi cabeza los próximos pasos a seguir. Entramos un café de mala muerte.
–¿Querés comer algo? –le pregunté.
–Antes quiero hacer pis –dijo.
Me senté en una mesa junto a la ventana. Caminó hacia el fondo del local. En este punto debería concluir la historia porque Clara salió o fue sacada por alguien a través de una claraboya del baño de mujeres que daba al pasillo de un conventillo abandonado. Perdió, en el pasaje de un lado al otro, una zapatilla que hoy guardo en un cajón de mi escritorio junto a la hoja rojiza. Revisé cada hueco de ese conventillo hasta el amanecer. No vi más que ruinas abandonadas plagadas de basura y yuyos.
Durante los días siguientes volví al departamento de la paralítica y a la habitación del Roma. En el primero me cansé de golpear la puerta. Quise entrar con una ganzúa pero habían puesto una cerradura nueva que me lo impidió. Hablé con algunos vecinos del piso. No sabían quién había vivido en ese departamento ni recordaban a Clara. Hace tiempo, dijo uno, el departamento estaba vacío. No iba a discutir el asunto. En el Roma el ex campeón recepcionista no estaba y la habitación la ocupaba ahora una rumana de unos cuarenta años que entendía poco y nada de castellano, además de estar medio borracha. En un momento de nuestra breve conversación imposible, se apoyó en el marco de la puerta y empezó a desanudarse la bata. Me esfumé rápidamente por el pasillo.
Casi dos meses después de aquella última desaparición recibí el llamado. Parecía ser una voz nueva. Me dejó una dirección, en las afueras de la ciudad, a la que debía ir si me seguía interesando «esa cuestión de Clara S».
El remisero, siguiendo mis instrucciones, que eran las de la voz andrógina del llamado, salió de la autopista a una ruta flanqueada por cipreses. Llegamos al viejo cartel de Crush y dobló a un desvío de tierra al otro lado de la ruta. Por allí fuimos hasta la entrada del terreno de la casa blanca de tipo mediterráneo, con el frente manchado por el musgo, rejas de hierro forjado en las cuatro ventanas y techo circular de tejas españolas.
Un viento negro y caliente sacudía el ramaje de los árboles movido. Ninguno era un beloda.
Cuando el auto se alejó caminé hacia la casa. Tal como me había prometido la voz del llamado la llave estaba debajo de una maceta al costado de la puerta.
Abrí, di un par de pasos y la voz supuró entre los huecos del aire. Me ordenó que entrara a la habitación del pasillo a mi izquierda y me sentara frente al biombo. La bruma luminosa que penetraba por entre las rendijas de las persianas me sirvió para encontrar el pasillo donde había efectivamente una habitación con la puerta abierta.
No bien entré se encendió una lámpara que colgaba de un cable negro. Iluminaba con una luz pajiza y granulada el pequeño cuadrado con el empapelado verde lleno de ampollas. Una alfombra violeta con quemaduras de cigarrillos cubría el piso. Me senté en la silla frente al biombo negro con lunares rojos.
Alguien (o algo) presionó una tecla y la voz volvió a flotar como el rumor de un puerto saqueado:
–¿Cree usted en el infierno?
–No.
–¿En el paraíso?
–Tampoco.
–¿No hay nada que pueda confortarlo?
–No.
–¿Una mujer?
–Murió hace tiempo.
–Si hoy muriese, ¿con qué buenas obras contaría?
–¿Quién?
–Usted.
–Con ninguna. ¿Y usted?
La voz calló, pero la cinta siguió rodando durante unos segundos con un chirrido agudísimo, hasta que un golpe seco la detuvo. Acerqué la cara a la tela rosa para descubrir una boca, unos ojos, una mueca, un chasquido humano. Pero cuando pasé al otro lado del biombo no había nada.
Bajo aquel cielo brillante, caminando por calles perfumadas con tilo y dientes de león, supe que había llegado el momento de decidir si seguía adentro de esta experiencia inasible para el resto de los mortales.
Mañana cumplo sesenta años, y en la siesta de esta tarde soñé con parte de esa medianoche cuando estuve a punto de recuperarla para el mundo.
¿Tengo que decirlo?
La esperé, la espero, la seguiré esperando.