Todo el daño: Edipo en Ezeiza, de Pompeyo Audivert
Por Natalia Torrado
“Producir el deseo, esta es la única vocación del signo…”
. Deleuze-Guattari, El Anti-Edipo
Y después de un largo peregrinaje, Edipo encuentra, por fin, un plano al que volver. Una dimensión que le es propia, un espejo que atravesar: Ezeiza, allí donde la Historia se constituye en el tropiezo de un padre, o el padre que la Historia es se constituye en un tropiezo. Edipo no puede hacerse acto sino ahí. Sólo en Ezeiza, y sólo en ese corte logra desencajarse de la horma del tiempo y su acción totalitaria: para Edipo entrar en Ezeiza es salvarse, hasta la próxima emboscada. Y en ese mientras tanto, mientras estemos aquí, en el teatro, Edipo se hace de un lapso para la jugada. Maltratado por los discursos normalizadores y su trampa categorial, neutralizado en su potencia trágica originaria, cientifizado, ideologizado, mercantilizado, sin embargo, Edipo regresa y reanima su destierro constitutivo, en ese territorio provisorio y por lo tanto propicio, que es la escena. Pero no cualquier escena, sólo aquella que se configura como un accidente, y que ocasiona todo el daño, la escena de Pompeyo Audivert.
¿Pero cuál es la verdadera embestida? No se trata del cruce, más o menos traumático, de la historia con la Historia, o de lo particular con lo universal, argucia aprendida y usufructuada por el teatro burgués para sus propios fines. Lo que colapsa aquí es la Historia con la Historia, “dos potencias se saludan” y la catástrofe se eleva otro nivel, se vuelve un siniestro de estructura.
La Historia contra la Historia anula la mayúscula, los padres y el complejo; y la embestida final es contra la identidad, y su favor de reiteración para el capital. Porque ser madre siempre es ir a hacer las compras, sin embargo, en todas partes menos aquí. Y “menos aquí”, aquí, es todo lo que cuenta: es la madre menos esto, es el padre menos esto, es el hijo menos esto, y ese “menos” articula a la vez que niega identidad, y ese “esto” es la línea de fuga.
Edipo, en tanto ruptura del conjunto, es una identidad en fuga: en él hay un destierro constitutivo, un estado de “ya no” que le es consustancial. Ezeiza, en tanto imposibilidad del conjunto, es una identidad desde siempre no constituida, incumplida: si no se aterriza, es para quedar suspendido para siempre en un “no todavía”. En ambos se produce un atentado al cerramiento de la identidad, que es a la vez salvataje de su propia condición, la impermanencia como garante del sentido.
Por eso en esta obra, cada paso hacia el reconocimiento lo constata y lo refuta al mismo tiempo: hay una distancia entre Madre y Mabel, una distancia entre Padre y Dardo, una distancia entre Oscar e Hijo, y se trata de una distancia intrínseca. Más allá, y además, de ser sospechado de traidor o enemigo, ninguno de los personajes es él mismo ya o todavía, y en cada actor este corrimiento, este desacople al infinito, se vuelve proeza y estilo. Es como si en cada vuelta de su intervención el actor cambiara la firma, no de manera abrupta, sino levemente, pero con esa levedad que todo lo arruina, y que hace que ninguna cosa vuelva nunca más a ser la misma. La actuación sustrae del estilo la exigencia de repetición, sólo resta la cualidad, una y única cada vez, y que cada vez se le reconoce como primera y singular a la vez que huella, marca, en la voz, en el cuerpo, en el tiempo en el que vibra su constante reconfiguración. La sospecha, primero sobre la madre y luego sobre el padre, los vuelve reincidentes pero de un solo crimen, gastados y nuevos en un mismo movimiento, siempre agotados y renacidos. Y la hermana muerta, Romina, signo intercambiable de Madre o de Eva, es ese resto pululante que no calza, que retorna a un cuerpo femenino primero, y es expulsada luego de allí para su maniobra temeraria: hacerse del cuerpo del hermano varón que es su hijo, en pos de la otra muerte, la muerte en otro plano que es la fuga. La muerte cuando es “otra” siempre es fuga, y es la promesa también de un retorno. La hermana es Antígona y Yocasta a la vez, doble incesto que impugna el incesto mismo y lo inscribe en un código inédito, recién surgido, lo transforma en fallo del sistema por el que infiltrar el “germen de su propia destrucción”; pero el retorno siempre ve sin ser visto, por eso lo que pasa en el baño queda en el baño, fuera de la escena, y sin embargo el daño ya está hecho y la estructura no resiste. Toda “reunión” es obscena en tanto es evidencia de lo que la Historia borra: su pecado primero constituyéndose tal en el mismo gesto de su borramiento, la Historia en tanto separación, y su pretensión de ser “una” como máscara del corte que ella misma instaura. Por eso nos reunimos a espaldas de la Historia, y la escena es la espalda de la Historia en “Edipo” y en “Ezeiza”, dos figuras invertidas de un arrojo: Edipo que se va, Perón que no llega, ninguno de los dos evita el desastre, porque el tiempo del desastre no sabe de llegadas ni partidas. Edipo en Ezeiza es ese tiempo, en el que no se deja atrás un mundo ni se prepara un mundo por venir: es el tiempo del arrojo, un tiempo vertical, no un destino, mejor un desatino. También Ezeiza dio a luz hijos sin entierro, pero estos ya no se remiten a sus padres, así como la escena no se remite más al mito, y esta irreverencia no es del orden de la falta y no es el caos, no, es más bien un cosmos desastrado en el que los insepultos por fin se emancipan. Sólo sin culpas puede Edipo hacer a Ezeiza responsable, y liberar a los “antiguos habitantes de otro paisaje que se han refugiado allí para esperar una nueva oportunidad…”
Marx, los rusos, los uruguayos, Stanislavski, el barrio de la infancia, Florencio Sánchez, la mesa familiar, Juan Gálvez no hacen intertexto porque se autonomizan; no responden a una paternidad contextual, pero tampoco son los fragmentos libertinos pero acomplejados de un pastiche posmoderno. Ni perversos, ni castos. Ni castrados. Es probable que más bien “se trate de un ataque de epilepsia del paisaje que traga pájaros, piedras, bichos y galpones…” para transformarlos en signos de una única vocación, producir el deseo.
Tampoco se puede decir de esta obra que dialogue con otras obras, o con las otras obras del mismo autor, como sucede en otros dramaturgos. Porque en Pompeyo Audivert no hay obras, lo que hay, en rigor, es Obra. Y eso vuelve inmediatamente al resto de la escena nacional porteña vieja. Pero vieja del tipo de vejez millennial, intentando maniobrar, más o menos despreocupadamente, con más o menos angustia, en torno a la falta de referencia. En cambio la maniobra aquí no es neurótica, y es decisiva, porque es estructural: Edipo en Ezeiza revela el retardo del siglo respecto de sí, y en el mismo movimiento se eleva por encima de su tiempo. Claro que hay otros visionarios que espían de puntillas aquella dimensión en la que el Teatro desborda al teatro, para tratarse ya de otro asunto. Pero la espían para ellos, para sus propias obras. En cambio en Audivert, es el teatro el que espía a la Obra, y se asombra del hijo colosal que ha parido. Ahora esa Obra responde a otro orden, y falta de falta de referencia nos arrastra a todos hacia lo irreversible.
Si en la escena está el teatro, en el apagón está el Teatro. ¿El bicho mayor?, en todo caso esa zona, siempre por fundar, en la que el acontecimiento teatral se abre a una dimensión metafísica. Los apagones en Edipo en Ezeiza son el parpadeo metafísico que daña de una vez y para siempre la conciencia. Por eso las sirenas, y el peligro inminente en esa turbulencia en la que hay que cuidarse de lo más familiar, de uno mismo. Y ver, si aún se puede, hasta dónde son los daños.
Porque Edipo es en Ezeiza, y Junio es en Octubre, y esto, “esto está pasando ahora”.
Ficha técnica
Dramaturgia: Pompeyo Audivert
Actúan: Francisco Bertín, Hugo Cardozo, Julieta Carrera
Escenografía: Ana Audivert
Diseño de luces: Pompeyo Audivert, Hugo Cardozo
Edición de sonido: Florencia González Rogani
Fotografía: Paula Sánchez
Diseño gráfico: Matías Bassi
Asistencia técnica: Diego Bollero, Mara Campanini, Lorena Salvaggio
Asistencia de dirección: Paula Sánchez
Prensa: Ezequiel Hara Duck
Dirección: Pompeyo Audivert