Lidia Borda y sus ramitos de Cedrón
Por Lidia Borda
A los 16 estudiaba dibujo en el taller del Tano Norberto Onofrio. Venía de recibir algunos golpazos de la vida y ese taller de jueves a la noche, en el barrio de Coghlan era mi refugio, y el comienzo de mi búsqueda artística. El Tano era un tipo genial, y amante de la música. Un día puso un cassette y empezó a sonar algo desconocido. ¡Me cautivó esa música y una voz antigua y a la vez cercana me interpelaba, era ruda y contaba historias fantásticas! Me llevaba de viaje a quién sabe qué universos.
"Eche veinte centavos en la ranura, si quiere ver la vida color de rosa" me decía, mientras yo dibujaba... Y yo me acordaba de la cajita que estaba en la 9 de julio cuando era chica, cuando mi tío Chango me traía de San Martín a visitar las noches del centro porteño, y yo metía una moneda en la cajita y unos músicos pequeñitos, que estaban como muertos, revivían y comenzaban a moverse y a tocar…
¿Qué música era aquella que salía del grabador del Tano?
¿Y quién era ese tipo que sabía todo de mí?
Yo recién nacía, pero él sabía. Esa voz y esa música quedaron cautivas en mi alma por muchos años.
Habían sido aquellos años reveladores, difíciles, pero reveladores, ricos. Había descubierto todo... Lo que vendría después sería desencadenante de aquellos años. Es así. No hay manera de escapar a quien uno es. Por eso, cuando años más tarde lo escuché en el Tuñón después de no haberlo oído nunca más, volví a sentir lo mismo que la primera vez.
¡Me latía fuerte el corazón mientras me preguntaba a mí misma por qué había esperado tanto! Y luego me metí en el camarín y le pedí permiso para interpretarlo y sentí que lo conocía desde siempre. Se entusiasmó con el pedido que le estaba haciendo, y me dedicó una sonrisa enorme y generosa. Y lo quise ahí nomás. Y lo canté, y me emocioné con su voz pegada a la mía, y lo abracé y le agradecí. Porque él no tiene idea de lo que hizo por mí.