¿Qué pensar? La estructura política actual y sus desafíos
Por Damián Selci
El mundillo politizado tuvo este año dos ocasiones para encontrarse sorprendido por los resultados electorales. En agosto se preveía un triunfo de Alberto Fernández, pero no tan holgado. En octubre se preveía un triunfo de Alberto Fernández, pero más holgado. A causa de este último estupor, los periodistas todavía oficialistas profesan la fe de que Macri sale fortalecido de la derrota, y encuentran creyentes fuera de su rebaño. Pero en distintos artículos se ha marcado ya que es irrisorio que Macri se encuentre ganador cuando es el primer presidente de la historia argentina que se presenta a una reelección y la pierde. Semejante aclaración se vuelve necesaria cuando prevalece la tendencia del análisis político a convertir datos trimestrales en hitos fundacionales. Por eso, podríamos tratar de avanzar una hipótesis de lectura diferente, que en lugar de inventar nuevas Esencias de la política argentina (la “nueva derecha democrática”, el “poskirchnerismo”, “Lavagna como superación de la grieta”, el “giro municipalista”) elabore el perfil general de la estructura política en la que estamos, más allá de lo que haya pasado la semana pasada, o la próxima. Así es como piensa la militancia: como no milita en función de una coyuntura, sino de la historia, su lectura busca hallar la estructura detrás de la coyuntura –y no simplemente vociferar cambios planetarios cada vez que el servicio meteorológico erra un pronóstico.
Pero para llegar a esta noción estructural hay que comenzar por la coyuntura. La primera interpretación es que la elección de agosto y la de octubre fueron un balotaje en dos tandas. El electorado del FDT votó como en un balotaje en agosto; el electorado antiperonista se comportó como en un balotaje en octubre. De hecho, la fuerza del FDT es producto de la unidad de todos los sectores del peronismo, de modo que la conciencia de la dificultad de la elección estaba clara desde el principio. La agudeza de Cristina resplandece con especial brillo en estas horas. Parece evidente que cuando decidió la fórmula presidencial tenía en mente el resultado de octubre, no el de agosto. Mientras tanto, el macrismo, cuya naturaleza ideológica es el antiperonismo, tuvo una elección desastrosa en las PASO, cuando había que votar por su continuidad al frente del Estado. Nadie quería que Macri siguiera gobernando. Es claro que la deserción lo perjudicó especialmente en ese turno. Una vez que se tornó claro que Macri no podía ganar, entonces la elección se volvió más “ideológica” y para el electorado antiperonista fue menos difícil votarlo: porque se votaba en contra del peronismo, kirchnerismo, populismo, etc., y no a favor de la continuidad de Macri como presidente. Pero que no quieran a Macri en el Ejecutivo no significa que no puedan quererlo como jefe del antiperonismo.
De imitatione Christina
Esto nos lleva a una conclusión: no hay muchos más votos peronistas por fuera de los que ya votaron a Alberto en octubre. Se ha resaltado en varios artículos que el 40% obtenido por Macri es el antiperonismo histórico. Es verdad. Lo no tan normal es que voten todos a un mismo partido político, el cual (medido con cualquier parámetro) acaba de fracasar rotundamente en la gestión. Después de la elección de agosto, la economía empeoró más y Macri se radicalizó ideológicamente. Nada mejor para espantar indecisos (según nos explican las consultoras de opinión, únicas entidades que aún moran en la era de los “electorados apáticos” de las décadas de los 80 y 90). Pero lo que le había fallado a Macri era el antiperonismo histórico. De ahí su renovado llamamiento para la elección general, que entonces sí fue exitoso. Basta ver la campaña. Convocó bastante gente en varias ciudades, y especialmente en la Capital. Se introdujo entonces la tesis de que en el macrismo había cierta mística. El liderazgo de Macri apareció en la mala. A diferencia de Vidal, que tiró la toalla sin atenuantes, Macri se concentró en mostrarse fuerte, firme, no dar por segura la derrota, arengar. Mantuvo el optimismo; y ver a un seguro derrotado en esa tesitura inspiró orgullo en las bases, quienes por eso se movilizaron como no lo habían hecho hasta ese momento. De hecho, lo más interesante ocurrió después de la elección del domingo pasado. Según un cronista de Clarín, cuando Macri bajó del escenario luego de finalmente asumir la derrota, “en la intimidad varios ministros y secretarios de Estado se apropiaron de la canción que el kirchnerismo hizo propia desde 2015: ‘A volver, vamos a volver’, se entusiasmaron en el macrismo”. No es un rasgo aislado: el tuit de Macri del día lunes emuló fielmente el mensaje Cristina en octubre de 2017, a horas de perder la elección provincial frente a Esteban Bullrich. El lunes 28, Macri tuiteó: Gracias. Esto recién empieza. Dos años antes, al momento de reconocer la derrota en la provincia, Cristina había dicho: Acá no se acaba nada, acá empieza todo. ¿Qué está pasando? La respuesta parece evidente: desde hace tiempo, pero muy ostensiblemente desde agosto, el macrismo se volvió imitativo del kirchnerismo. ¿En qué consiste la imitación?
Este punto debe ser descrito con algún detalle. ¿Cuál fue la lectura de Néstor y Cristina luego de la crisis de la 125? Que se había producido un cambio estructural en la política argentina. Como hacía tiempo no se veía, emergía un importante sector de la sociedad que estaba en condiciones de politizarse. Esto significa, en un sentido muy genérico, lo siguiente: reconocer un liderazgo concreto y aumentar la cantidad de tiempo destinada a la participación. Luego del voto no positivo de Cobos, todos los consultores, y parte de la fuerza propia del kirchnerismo, recomendaban moderación. Néstor y Cristina tomaron la decisión contraria: “perdimos por no profundizar”. Y el resultado de esto fue que comenzaron a organizar un núcleo duro de enorme importancia. Ese núcleo fue la celebérrima “minoría intensa” que le permitió resistir los cuatro años de la ofensiva neoliberal, cantando “vamos a volver” y abrazando el muñeco de Zamba, lo que movía a risa a los analistas políticos… Con esta descripción escueta, resulta obvio que el macrismo ha reconocido la eficacia de la oposición kirchnerista, y que se propone imitarla. ¿Cómo? Dejando de lado el big data y los focus y haciendo lo que hizo el kirchnerismo: convocar actos masivos, sostener un liderazgo con mística, ganar territorialidad y algunas gobernaciones y municipios.
Arribamos a una conclusión parcial: tenemos un adversario inteligente, que nos imita en todo aquello que le parece útil, aunque para eso deba sacrificar algunas vacas sagradas republicanas o incluso apolíticas. Cuando Macri asumió, en diciembre de 2015, la Plaza estaba vacía. Él lo lamentó diciendo, famosamente, “una lástima el día nublado, mucha gente habrá querido venir y no pudo”. Eran los tiempos de la nueva derecha que, según los analistas políticos, iba a llevarnos al somnífero paraíso de la gestión post-ideológica… Durán Barba se jactaba de no hacer actos y las revistas digitales ponderaban la hipersegmentación de Marcos Peña, que llegaba al corazón de la gente común, cansada de las cadenas nacionales… Ahora es claro que Macri puede y quiere irse el 9 de diciembre con una Plaza llena, con banderas, vinchas y cantitos.
La estructura política
Algo es indudable: la estructura política en la que vivimos hoy es todavía la que se abrió en Argentina hace más de diez años, con la crisis de la 125. Se trata de una estructura antagónica con dos campos políticos definidos y enfrentados, primero llamada “polarización” y luego “grieta”. Suele decirse que “la grieta existe hace 200 años”, o “desde 1945”, lo que es cierto en lo relativo al plano económico, social y cultural. Pero hacía mucho tiempo que no adquiría estatuto propiamente político. Ya hemos visto que Néstor y Cristina comprendieron la dimensión estructural del conflicto y se dedicaron a ideologizar, formar y organizar a una de las partes. Así le sacaron diez años de ventaja a la derecha. Se hablaba de “la vuelta de la política” luego del oscurantismo de los 90 y la crisis del 2001. ¿Qué está ocurriendo ahora? Que “la política está volviendo”, pero también para el antiperonismo. Los saltitos de Hernán Lombardi en las movilizaciones muestran con palmaria nitidez que los sectores conservadores están haciendo hoy un descubrimiento similar al que realizaron los sectores progresistas hace una década: que “hay que interesarse en política”, que es preciso participar para cambiar las cosas. (En ese sentido, se puede decir que la crisis de representatividad del 2001 está completamente agotada: hay dos fuerzas mayoritarias, con liderazgos fuertes, capacidad de movilización, territorialidad y mística. Un 90% de la sociedad ya no dice “que se vayan todos”; basta con que se vaya el adversario.)
Los politólogos que repararon en este fenómeno suelen escribir que es deseable que los sectores conservadores tengan representación político-electoral, porque eso los vuelve más democráticos. Ya no hay riesgo de que golpeen las puertas de los cuarteles, se dice. Pero este “lado positivo de la politización conservadora” deja de serlo cuando notamos que las salidas militares son inexistentes hace mucho tiempo, de modo que no hay que temer que alguien golpee las puertas de los cuarteles: detrás de esa puerta no hay nadie, y ello se debe al gran triunfo de la democracia, que luego del genocidio anuló a los militares como sujeto político. Más bien, habría que preguntarse si no es la misma politización conservadora la que vuelve a traer a la luz la hipótesis de “salidas militares”, como lo han demostrado las arengas castrenses de Patricia Bullrich, el discurso antiderechos humanos del Gobierno y la insectificación del kirchnerismo que borbotaba de la voz oficial en forma constante, de Macri para abajo. No es cierto que la derecha golpea la puerta de los cuarteles cuando no encuentra representación electoral. Puede combinar perfectamente ambas cosas; basta mirar Brasil.
La idea es simple: la derecha está avanzando en la comprensión de que, para hacer política en la Argentina, es preciso tener: a) liderazgo político fuerte y con mística; b) capacidad de movilización; c) discurso ideológico, d) poder municipal. Lo cual representa una amenaza sensible, porque estos eran precisamente los rasgos que nos distinguían y que, en ocasiones, permitían sacar ventajas en la disputa cotidiana. Sólo falta que se lancen a armar e) organizaciones territoriales, y entonces no habrá grandes diferencias en cuanto al desarrollo, lo que no sería terminal si la derecha no contara además con el poder económico y mediático. Por cierto, la derecha encuentra dos déficits de enorme gravedad en su proyecto: el primero es que no tiene la menor idea de cómo gobernar el país (el fracaso de Macri en esta materia ha sido mayúsculo, en diferencia frontal con el gobierno de Cristina), y el segundo es que no interpela a los jóvenes (lo que pone un techo muy bajo a la politización: es inimaginable que las damas y los caballeros de 70 años que movilizan con Macri puedan convertirse en cuadros políticos de la próxima década –de hecho, Pichetto y Carrió anunciaron su retiro). Además, queda ver cómo es realmente Mauricio Macri en el llano, cuando su poder institucional baje al mínimo y carezca de cualquier capacidad de daño inmediato. Éste es el dato faltante en el escenario de hoy: si Macri se quedará a liderar la oposición, con el terrible desgaste que eso implica, o si (como sugirió Horacio Verbitsky en alguna oportunidad) se mudará a Roma para gozar de una vida despreocupada, la que siempre pudo tener.
Hacia un nuevo salto de pantalla: el 40% es menos que el 50%
¿Y nosotros? Por estas horas circula la preocupación de “qué haremos con ese 40% de argentinos que sostiene al neoliberalismo y al discurso del odio aun en las peores circunstancias”. Algunos analistas políticos (como siempre) aducen que hay que moderar al kirchnerismo para que el 40% se desinfle. Es una teoría rara, sobre todo porque… ¡la fórmula ganadora es Alberto-Cristina! Clarín y todos los medios hegemónicos aseguraron que Alberto era “el candidato k”. Ganó en primera vuelta. Y en la provincia se impuso Axel contra Vidal, que era la promesa fulgurante del neo-neoliberalismo, con 18 puntos de diferencia. Los analistas quieren resolver una cuestión de estructura con un par de gestos y señales, diciendo “el Frente de Todos es más que el kirchnerismo”. También el Frente para la Victoria era más que el kirchnerismo. Son aseveraciones que no resuelven el problema porque lo caracterizan mal. Cristina y Axel estaban muy visibles en la boleta… De manera que la cuestión podría no ser “cuánto debemos moderarnos para poder convencer a ese 40%”. Podríamos preguntarnos, de manera estrictamente militante, qué haremos con el casi 50% que sí nos votó. ¿No deberíamos enfocarnos en esa mitad de la sociedad que acompaña firmemente nuestra política, contra todo el bombardeo mediático? ¿No habrá, tal vez, una tarea que darse con ellos? En definitiva, son los que definen la elección, los que resolvieron aquí y ahora la cuestión del poder estatal en nuestro país. En definitiva, y más allá de cómo termine el recuento, 48% es más que 40%. Alcanzaron para ganar en primera vuelta de manera holgada contra el Estado nacional y provincial, todos los medios hegemónicos, la Embajada y el poder económico concentrado. Y podría ser que la mejor manera de “desinflar” el 40% sea “inflando” nuestro 48%, esto es, haciéndolo rendir más en términos cualitativos. ¿Qué significaría esto?
Nuestra fuerza política está en condiciones de proponerse un salto de pantalla. Una buena noticia de estos cuatro años es que la circunstancia opositora hizo circular con mayor facilidad y menos remilgos la palabra clave de la política popular: militancia. El mote despectivo de “militontos” desapareció del lenguaje. Posiblemente a causa de las repetidas ofensas del macrismo, posiblemente a causa del feminismo, posiblemente a causa del kirchnerismo, la condición militante ganó prestigio: donde hubo una agresión neoliberal, hubo una respuesta de la militancia. Además, la derrota de 2015 evidenció que el buen gobierno no se basta a sí mismo, porque enfrenta enemigos poderosos que no se rinden ante los datos del crecimiento económico y se proponen activamente empobrecer a la sociedad. Hace falta más que el voto, más que la simpatía. ¿No es un poco exagerado decirlo así? Pero la influencia norteamericana ha vuelto a ser determinante en la región. La administración Trump ha puesto a América Latina en una situación crítica. Venezuela antes, Bolivia ahora… Basta con pensar que la militancia evitó que Cristina fuera presa, de manera que aun sufriendo una grosera persecución judicial tuvo margen para armar el Frente de Todos y darle una salida política al desastre neoliberal. Esta salida brilló por su ausencia en la gran crisis de Ecuador, donde Rafael Correa está proscripto y exiliado, y en la gigantesca crisis chilena, donde el pueblo generó un 2001 al que (tal como fue nuestro caso en su momento) le falta una salida política popular –y esto para no hablar de Brasil, que fue a elecciones con Lula preso y está siendo gobernado por un fascista. No caben dudas que el salto de pantalla, entonces, radica en dar un paso organizativo más: la militancia organizada concebida como un rasgo de nuestra ciudadanía. Es directamente imposible evitar que los neoliberales vuelvan al poder si la participación de los ciudadanos peronistas, kirchneristas, progresistas, decrece respecto de los niveles altos que tuvimos en el último tiempo. ¿No es esto excesivamente desgastante? Sin dudas: por eso se trata de participar de manera organizada. De ahí que el “contrato social de ciudadanía responsable” constituya una propuesta novedosa de Cristina, que debe ser considerada hasta las últimas consecuencias. Por ejemplo: si el Estado va a inaugurar un hospital, ¿basta con hacer un acto de inauguración y dar un discurso que politice el hecho? ¿No habría que buscar la manera de que la politización sea permanente, de manera que la comunidad no experimente simplemente que el hospital “es su derecho”, sino que se comprometa de alguna manera con su funcionamiento –y por añadidura, sea la sociedad misma la que “defienda la salud pública”? Suena a mucho, claro. Pero, ¿basta con abrir una escuela sin involucrar a todo el barrio en algún formato participativo que le brinde pretextos al pueblo para re-unirse? ¿No debería tener toda iniciativa de gestión una pregunta por el saldo organizativo popular que deja o habilita? Por supuesto, la gente no quiere, no puede, no tiene tiempo. Las urgencias son otras. Hay muchas demandas insatisfechas. Pero, ¿hay alguna tarea política más importante que dedicarnos a organizar el 50% del electorado? ¿No tenemos de nuevo la oportunidad única de resolver los desastres macristas, pero generando organización y conciencia a cada paso? Nos desorganizaron la vida, decía Cristina. Hay que organizarla. ¿Qué mejor manera de luchar contra la cultura neoliberal, que tanto nos preocupa porque mantiene cautivo a un 40% de la población? Y esto no se puede hacer simplemente desde una cadena nacional. No puede ser una tarea sólo de los dirigentes. Es precisa la militancia en el territorio, en el trabajo, en la escuela. La cercanía es la base del prestigio político. Cada militante es irreemplazable en la célula social en que está inmerso.
Organización popular –esa expresión tan mágica, tan evanescente: parece lógico que levante suspicacias. ¿Habrá que conformarse con una “ciudadanía no responsable” de Durán Barba? ¿La gente es como es? ¿Hay que limitarse a garantizar los derechos básicos, el trabajo digno, las vacaciones pagas, algún consumo extra? Pero, entonces, ¿qué sería el poder popular? En general, ¿podemos pensar a fondo cuál es el horizonte de nuestra práctica, llevar al máximo el pensamiento de qué es lo que queremos hacer? El salto de pantalla consiste en generar de manera colectiva un marco teórico para la militancia, que permita orientar la praxis más allá de la coyuntura y apuntar realmente a la estructura… Antes incluso de “qué hacer”, la pregunta es “qué pensar”. Hay que atreverse a ir más lejos en el pensamiento, para que nuestra política no se detenga. Y para esto hay que hacerse preguntas. ¿Qué es gobernar un país, un municipio? ¿Satisfacer demandas, garantizar derechos, ser el primer mostrador del Estado, o algo más? No estamos en 2003. No se trata sólo de sacar al país del infierno. Ahora que ganamos, hay que reconstruir el país de punta a punta, y también repensar todo, de punta a punta.