Hay que matar a Pavlovsky
Por Silvina Gianibelli
“Me tengo que rajar, no se asusten a ustedes no va a pasarles nada”, dijo y saltó desde la ventana de su consultorio (donde estaba haciendo terapia de grupo con diez personas) hacia la terraza de al lado sobre la avenida Cabildo.
Mientras está escapando ve a dos de sus hijos tirados en el piso de la cocina, con un paramilitar encapuchado. Sólo ve uno. Pero eran once más. Lo que hasta entonces se creía una batalla librada, estaba a punto de comenzar una nueva pesadilla.
El grupo terapéutico que él coordinaba, se quedó en estado de perplejidad absoluta. No había otra forma de explicar que era un asunto de vida o muerte.
La huida era por ahora: huida. Más adelante se las iba a arreglar muy bien para que no fuera un abandono. No sin ello pasar por lo que él mismo definió como un estado de “despersonalización” en pocos metros hacia la comisaría. Solo, bajo la lluvia, habitando su orfandad.
Sabemos el número de las personas que ingresaron a la casa de Pavlovsky porque su secretario fue quién los contó. Unos minutos antes había llamado al terapeuta en medio de su sesión, advirtiéndole que había dos personas que venían a controlar el medidor y decían ser “gasistas”.
El secretario reprodujo las palabras que había escuchado, pero en contrapunto la mirada furtiva le estaba diciendo lo que Tato interpretó como “soy boleta”.
La intensidad de los segundos caían sordos, la lluvia también, a partir de ese momento todo fue una visión onírica. Así lo define él. Sin embargo había una obviedad : el engaño siniestro.
El grupo paramilitar había usado la metáfora de los gasistas en relación a un antecedente : Telarañas, una obra de teatro de su autoría en donde se plantea el microfascismo en la vida familiar. Los personajes de Telarañas habían sido nombrado como gasistas porque no se podían nombrar como represores.
Tato había visto la película en el Goethe, en donde se mostraba cómo en la familia estaba, ya, una forma autoritaria cercana a la forma de ser del torturador. Desentrañar la lógica del génesis. Intervenir el pensamiento en el huevo de la serpiente era la cuestión.
El punto de vista de la obra era mostrar lo que el autor llama “los videlitas que nacieron en las familias y brotaron por ahí”. Es decir, la génesis institucional desde donde el autoritarismo empieza a legitimarse.
En el transcurso de unos pocos metros Pavlovsky entra a la comisaría 33. Corrijo , sobrevive, diciendo que viene a hacer una denuncia acerca de unos ladrones que invadieron su casa.
Es el momento donde la mentira resulta un coágulo de expulsión de supervivencia para poder salvar a su grupo y salvarse él mismo de lo que hasta entonces había podido zafar.
Se presenta como el médico del barrio. La policía empatiza con el imaginario burgués. Logra que entren en el juego de su propio salto al vacío.
Los policías toman armas en el asunto de su denuncia falsa y se dirigen a la casa del terapeuta, en ese momento, Pavlovsky pide hacer un llamado.
En realidad llama a su hermano. Pero en la invención de ese momento y, como Raúl Alfonsín, estaba muy presente con los derechos humanos, dice: ”Raúl, vení o mándame a alguien que me saque de acá”.
Su hermano entiende la clave y va hacia la comisaría. Mientras que el oficial le pregunta a Tato si era católico, él le responde que a pesar de su apellido su educación sí era católica. Y ahí escuchó: “Vaya caminando nomás”.
Salió caminando por la calle Cabildo metiéndose en el auto de su hermano. Y no volvió más a su casa.
Los “gasistas”. La pregunta de su religiosidad remite a un antisemitismo claro. Una orden cobarde que se escondía detrás de una metáfora previsible decía : “Hay que matar a Pavlovsky”.
Sin embargo las fuerzas resistentes de su propio devenir, de su agenciamiento total con el mundo no pudieron contra todo el orden fascista establecido.
Ni aún así, ni habiéndose salido con las suyas lo hubieran podido. Porque cuando un hombre se levanta hacia el mundo con la piedad de abrazarlo. Ningún hombre, por previsible que sea puede alcanzarlo.
Porque esa voz, ya no es una, ya es la voz del mundo.
Y alguien anónimo quedó en su propia orfandad sin que las cosas se hayan podido resolver a su medida, aborrecido por el mundo quedando para siempre en el tintero: hay que matar a Pavlovsky.