La crisis teórica del presente, por Damián Selci

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La crisis teórica del presente, por Damián Selci

02 Diciembre 2020

Por Damián Selci

Es generalmente aceptada la frase de Frederic Jameson: “Hoy resulta más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. En un libro reciente, Cómo terminará el capitalismo, Wolfgang Streeck (un discípulo de la Escuela de Frankfurt) le da carnadura sociológica a la frase de Jameson de manera bastante fiel; podría protagonizar uno de esos chistes negros de médicos, en los que hay que transmitirle a un enfermo que su situación es terminal de la manera más benevolente posible –lo que termina siendo imposible, y en alguna medida cómico. Streeck, digamos, trae dos noticias a la humanidad, una buena y una mala. La buena es que el capitalismo está llegando a su fin. La mala es que no viene ningún futuro mejor, sino un “interregno” gramsciano rebosante de putrefacción y caos, un auténtico poscapitalismo zombie:

Así pues, antes de que el capitalismo se vaya al infierno, durante un tiempo previsiblemente largo permanecerá en el limbo, muerto o agonizante por una sobredosis de sí mismo, pero todavía muy presente porque nadie tendrá el poder suficiente de apartar del camino su cuerpo en descomposición (…) El orden social del capitalismo daría lugar entonces, no a otro orden, sino a un desorden o estado entrópico; una época histórica de duración incierta en la que, en palabras de Antonio Gramsci, “lo viejo agoniza, pero lo nuevo no puede nacer todavía; durante ese interregno se pueden dar fenómenos patológicos de la más diversa índole”. Se trataría pues de una sociedad desprovista de las instituciones razonablemente coherentes y mínimamente estables capaces de normalizar la vida de sus miembros y de protegerlos frente a accidentes y monstruosidades de todo tipo. La vida en una sociedad de este tipo exige una constante improvisación y obliga a los individuos a sustituir la estructura por la estrategia, al tiempo que ofrece grandes oportunidades a los oligarcas y señores de la guerra, imponiendo incertidumbre e inseguridad a todos los demás; en cierto modo, se parecería al largo interregno iniciado en el siglo V de nuestra era y que conocemos como primera Edad Media o edad oscura. (p. 54)

El panorama que traza Streeck es totalmente plausible, totalmente espeluznante. Sin embargo, la credibilidad de esta visión sombría depende de un hecho perentorio y terminal: la ausencia de salidas no ya políticas, sino incluso teóricas, al interregno monstruoso. Lo que no aparece en ninguna página de Cómo terminará el capitalismo es una palabra o una propuesta, por “idealista” y “utópica” que fuera, que pueda blandirse contra la inminencia de la descomposición. En otras palabras: Streeck ya no puede interpretar, como Lenin o Mao, que las guerras mundiales constituyen una excelente oportunidad para internacionalizar la lucha de clases. Crisis no es oportunidad. El capitalismo no tendrá sepulturero y pudrirá su osamenta a cielo abierto, envenenando todo el planeta. Lo que venga después, no cuesta advertirlo, a duras penas podrá llamarse futuro.

¿Qué es lo que falta para que un tremendo traspié en el sistema de poder financiero mundial (como el que aconteció con la crisis de las sub-prime en 2008, o la pandemia de coronavirus) pueda ser capitalizado por quienes militan la igualdad y la justicia? Parece evidente: lo que falta es un objetivo utópico para la militancia. ¿Para qué hacemos política? ¿Cuál es el sentido de la praxis? Todo el mundo sabe que no se puede responder, como durante el siglo XX: deseamos el comunismo, gran meta de la humanidad. Pero este diagnóstico no tiene nada de nuevo. Nuestro problema no es que vivamos en la era de la “crisis del marxismo” y que, por consiguiente, nos encontremos impotentes para agrupar las fuerzas progresistas tras un programa de corte revolucionario. Esta situación ya fue caracterizada hace cuarenta años por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en su clásico Hegemonía y estrategia socialista. Ya entonces había que trastocar decisivamente las premisas del materialismo histórico para intentar dar un paso certero hacia la acción, empezando por la crítica del “esencialismo” del sujeto revolucionario (la clase obrera) y emprendiendo la demolición concomitante del evolucionismo, el economicismo y el hegelianismo que prevalecían en la izquierda… No, el problema hoy no es la crisis del marxismo: es la crisis del posmarxismo, del posestructuralismo de izquierda y, por consiguiente, de la política popular o democrática en general. ¿Por qué?

Sucede que, hoy por hoy, todos somos posestructuralistas. No creemos en las esencias puras. La clase obrera no está predestinada a hacer la Revolución. La humanidad no tiene un destino prefijado. Las cosas bien pueden tender a ser menos racionales y más caóticas cada vez. Nada de lo que ocurra, ni lo bueno ni lo terrible, sucederá por sí mismo. No hay evolución social ni necesidad histórica. El capitalismo, como describe Streeck, puede terminar sin que eso dé lugar a un mundo mejor. Nada tiene razón de ser; por lo tanto, todo es político… Este conjunto de dudas y certezas epocales son sin duda eficientes para terminar con los aspectos metafísicos del pensamiento marxista, y ampliar en consecuencia el campo y los criterios de las luchas populares. Pero no han producido –y esto también es indudable– un horizonte emancipatorio tan poderoso y convocante como lo fue la Revolución, el Comunismo, la Patria Liberada. Tales son las condiciones del problema.

¿Cómo formular un sentido para la palabra “emancipación”? Esto puede no ser un problema para “la crítica”, es decir, para los intelectuales críticos deconstruccionistas, pero constituye una inquietud básica, fundamental, para la militancia. ¿Cuál es el sentido de nuestra praxis? No buscamos el Paraíso en la Tierra, perfecto, pero, ¿entonces, qué?

La crítica posmarxista concluye su operatoria en la deconstrucción de la metafísica. Y luego calla. Pero la militancia debe continuar. Está, digamos así, sola en el pensamiento. El vasto reino de la contingencia se abre ante sus pies. No hay ninguna naturaleza, ninguna ousía. Todo ser se desvanece en el aire. Y, sin embargo, algún objetivo político de fondo, realmente transformador, tiene que poder formularse.

El ethos posestructuralista

Antes será preciso saber cómo pensamos en este momento de la historia. No somos sustancialistas, no somos aristotélicos ni rousseaunianos, ¿qué somos? Posestructuralistas, por defecto. Tal es nuestro ethos. Para entender qué estamos designando con este sintagma, quizá lo más clarificador sea referirse a un posestructuralista convencido, quien ha desarrollado una sofisticada discusión con el marxismo: el siempre ejemplar Ernesto Laclau. Veamos, en su obra, cómo se produce la interacción de dos conceptos clave: el de totalidad y el de antagonismo.

Empecemos rápido: con el hachazo del antagonismo, Laclau cortó las cadenas que ataban a la política con la metafísica –lo que equivale a decir: con la categoría de totalidad. Si algo como una “totalidad” realmente existiese, sería un Todo social que podría contener armónicamente a sus partes, entre las cuales no habría conflictos abismales, sino sólo diferencias; por lo tanto, siempre sería posible comunicar una parte con otra. Y esto sería la felicidad, porque no habría contradicciones, o serían pasajeras. La función de la política se deduce con limpidez: sería restaurar o producir una sociedad armónica, superando definitivamente las disputas en una totalidad integral.

Para ello es preciso, por cierto, provocar un último gran conflicto: la Revolución, que se hace para terminar con la lucha de clases, el combate entre los hombres, etc.

¿Cómo funciona, en estas condiciones, la categoría de antagonismo de Laclau? Dicho en una fórmula básica, el antagonismo es lo que marca la totalidad con el sello de lo imposible. La sociedad nunca puede ser armónica. Los intentos por terminar para siempre con los conflictos son vanos, porque la esencia de la sociedad no es la concordia (lo que permitiría lograr algún día la totalidad), sino el antagonismo. Esto no tiene que ver con la maldad innata del hombre ni ningún pesimismo antropológico. El antagonismo tiene naturaleza lógica: consiste en la imposibilidad de deducir “naturalmente” una parte de otra parte, una causa de su efecto. Entre un hecho social y otro no hay tránsito conceptual, comunicación transparente, totalidad compartida, “determinación en última instancia”, sino un abismo, que debe ser saltado, sin garantía alguna de éxito por la completa falta de razón en el paso. Y como no hay razón natural, la discordia es siempre legítima, y a la larga una cuestión de fuerza, de poder. Laclau suministra el siguiente ejemplo de antagonismo, que es a la vez cristalino y problemático:

Lo mismo ocurre con el antagonismo: el momento estricto del corte –el momento antagónico en cuanto tal– escapa a la aprehensión conceptual. Veamos un simple ejemplo. Imaginemos una explicación histórica que proceda de acuerdo con la siguiente secuencia: (1) existe en el mercado mundial una expansión de la demanda que hace subir los precios del trigo; (2) de este modo, los productores de trigo del país X tienen un incentivo para incrementar la producción; (3) como resultado, comienzan a ocupar nuevas tierras y para ello deben expropiar comunidades campesinas tradicionales; (4) por lo tanto, los campesinos no tienen otra alternativa que resistir esta expropiación, etcétera. Existe una clara interrupción en la explicación: los primeros tres puntos se siguen naturalmente uno del otro como parte de una secuencia objetiva; pero el cuarto es de una naturaleza completamente diferente: es un llamado a nuestro sentido común o a nuestro conocimiento de la “naturaleza humana” a añadir un eslabón en la secuencia que la explicación objetiva es incapaz de proveer. Tenemos un discurso que de hecho incorpora ese eslabón, pero esa incorporación no tiene lugar a través de la aprehensión conceptual.

No se puede ser más claro. Laclau dice que los primeros tres enunciados se siguen uno a otro causalmente, “como parte de una secuencia objetiva”, pero el cuarto ya no; la resistencia campesina no es “natural”, no se sigue naturalmente de las premisas: estrictamente, “escapa a la aprehensión conceptual”. La resistencia campesina no se deduce de la expropiación de la tierra por parte de los terratenientes. ¿Por qué? Es obvio: los campesinos bien habrían podido no resistirse. El argumento de Laclau es muy nítido: el antagonismo es la imposibilidad de que la cadena de los enunciados constituya de por sí una totalidad racional. La resistencia podría no haber ocurrido. Si hubiera totalidad, la resistencia sería inevitable (el cuarto punto sería tan natural como los precedentes); pero no la hay, porque hay antagonismo; entonces la resistencia es sólo contingente, y por ello se vuelve política en un sentido muy específico. El antagonismo es, entonces, la pura brecha en las explicaciones, el hecho de que no podemos deducir racionalmente un efecto de su causa.

Pero con esta definición salta a la vista de inmediato que, a la inversa de lo que dice Laclau, tampoco los otros tres puntos de este ejemplo son deducibles racionalmente. En rigor, de la expansión de la demanda de trigo no se sigue (ni naturalmente ni de otra forma) que haya un incentivo para producir más. Con la misma expansión, los productores podrían tener el incentivo de aumentar el precio, no la producción… o de regalar el trigo a los pobres. Y el paso del punto 2 al 3 es más chocante: del incentivo para producir más no se sigue en absoluto la expropiación violenta de tierras… Con esto no pretendemos anular el ejemplo de Laclau, ni reprochar su aparente descuido, sino extremar su alcance: el antagonismo no se sitúa en un punto de la cadena de enunciados, sino que “es” la brecha que yace entre todos los enunciados (o entre todas las partes). No hay ninguna manera de pasar racionalmente de una parte a ninguna parte, de ningún enunciado a ningún enunciado. El antagonismo está literalmente “por todas partes”. La totalidad es imposible a cada momento, en cada relación/razón (que no hay) entre partes. Lacan dice esto con la fórmula “no hay relación sexual”: el Dos no se puede fusionar en el Uno, porque no se deriva del Uno.
El antagonismo funciona entonces como un anti-determinismo absoluto. Su eficacia no implica la desaparición de la categoría de totalidad, aunque sí una completa transformación. ¿Qué estamos diciendo? La totalidad que se vuelve imposible es la totalidad racional; pero hay una totalidad aún posible, que es la totalidad hegemónica. Llegamos así al gran concepto de Laclau. La hegemonía se deja definir de modo análogo a como Zizek presenta el concepto de ideología: como “una totalidad que borra las huellas de su propia imposibilidad”, es decir, que borra las huellas del antagonismo. Estamos en la hegemonía cuando el antagonismo se oculta y parece “natural” pasar de un enunciado a otro; digamos, cuando parece haber determinismo. A este “pase”, no racional pero “sedimentado”, Laclau lo denomina metáfora. El ejemplo que suele brindar Laclau es el del sindicato que un día deja de ocuparse sólo de temas laborales e incorpora una tarea diferente, por ejemplo, luchar contra el racismo. Al principio, esta ampliación de funciones (que se da por mera contigüidad, es decir, por metonimia) será vista como una novedad; luego de una cierta cantidad de repeticiones, parecerá “natural” y “racional” que el sindicato se ocupe de luchar contra el racismo (digamos, la lucha contra el racismo se incorporará a su concepto). Este movimiento de “equivalencia por contigüidad” es metonímico; cuando se sedimenta, cuando se vuelve metáfora, expresa el rasgo mínimo de la totalidad, o mejor, de la totalización hegemónica: de manera sucinta, la hegemonía es “el movimiento de la metonimia hacia la metáfora, de la articulación contingente a la pertenencia esencial”. Tal es, en suma, la única manera de compatibilizar las categorías de totalidad y antagonismo: concibiendo a la totalidad meramente como la operatoria de la totalización, es decir, como hegemonía…

Y así se puede resumir nuestro marco histórico-filosófico, nuestro ethos posestructuralista. La totalidad dejó de ser el telos de lo social y se convirtió en una operación hegemónica; Aristóteles cedió su lugar a John Austin, la oscuridad metafísica se desgarró con las antorchas de la retórica performativa. Y de este gran debate con Marx, con Engels, con Gramsci y con Althusser, Laclau extrajo un sinnúmero de ideas estratégicas de importancia, de las cuales la más osada y poderosa ha sido seguramente su teoría del populismo. Hemos ofrecido en otro lugar una lectura de La razón populista, por lo que no redundaremos en sus ventajas: quizá baste con señalar que la “desustancialización” del sujeto político tuvo como consecuencia una verdadera “ampliación del campo de batalla” para las luchas emancipatorias, ya que opresiones diversas a la explotación de clase pudieron volverse objeto, también ellas, de la política popular.

Sin embargo, los problemas de la política posestructuralista tampoco tardaron en emerger. Su impronta fuertemente formalista y lingüística logró eludir los defectos del planteo marxista tradicional, pero devino en una pura política sin horizonte utópico formulable o simplemente pensable, fuera de la prevención automática contra el esencialismo… ¿Qué estamos diciendo? Que la caída de la categoría de “totalidad racional” amplió sin dudas la estrategia política, pero inhibió en igual medida su fuerza. Examinemos brevemente la noción de utopía, un sinónimo clásico de la “totalidad racional” en el campo político. En Hegemonía y estrategia socialista, Laclau y Mouffe reconocen la importancia de la utopía como elemento impulsor de la praxis emancipatoria: “sin ‘utopía’, sin posibilidad de negar a un cierto orden más allá de lo que es posible cuestionarlo en los hechos, no hay posibilidad alguna de constitución de un imaginario social democrático o de ningún otro tipo” (p. 237). El planteo es claro: sin una utopía que funcione, según dicen estos autores a continuación, como “conjunto de significaciones simbólicas que totalizan en tanto negatividad un cierto orden social”, el pensamiento de izquierda no puede ni siquiera formarse. Tal sería el movimiento utópico: a la realidad antagónica le contraponemos la utopía de una totalidad no antagónica (o sea, racional), y eso nos moviliza a actuar. Muy bien, pero cuidado: la utopía no tiene permitido ser más que esto, un horizonte imposible. Alcanzarla efectivamente ya equivaldría a caer en el totalitarismo: “Toda política democrática radical debe evitar los dos extremos representados por el mito totalitario de una Ciudad Ideal, o el pragmatismo positivista de los reformistas sin proyecto” (p. 237, subrayado nuestro). Un lector receloso podría pensar: curiosa “radicalidad” la de una política que se define por evitar los extremos… Pero resulta obvio el significado de esta advertencia: necesitamos una utopía para caminar, pero sólo para caminar. Nos está prohibido alcanzarla, porque una totalización completamente exitosa ya sería totalitarismo.

Así es como Laclau y Mouffe han ofrecido una decepcionante concepción de la utopía: ella es el impulso originario, pero totalitario, del pensamiento democrático. Por cierto, suena un poco morboso que la democracia radical se ponga en marcha sólo con ayuda de una fantasía totalitaria –o sea, con su contrario exacto. Sin gran injusticia podríamos decir que “la utopía es inalcanzable, pero sirve para caminar (ortopédicamente)” y concluir finalmente así en el tedio. Pero semejante utopía no es el auténtico objetivo político de Laclau y de Mouffe. Tienen otro, al que llaman proyecto.

La transacción, el carácter precario de todo arreglo, el antagonismo, son los hechos primarios, y es sólo en el interior de esta inestabilidad que el momento de la positividad y la gestión tiene su lugar. Hacer avanzar el proyecto de una democracia radicalizada significa, por lo tanto, hacer retirarse progresivamente al horizonte de lo social el mito de la sociedad racional y autotransparente
(p. 238, subrayado nuestro).

De manera que la democracia radicalizada sí tiene su “utopía en serio”, o una instancia proyectual que ocupa su lugar: es el retiro del mito de la sociedad autotransparente, o sea, el mito impulsor de la totalidad (a la que en un principio aspirábamos de manera utópica). Y así desembocamos en una gran paradoja que Laclau y Mouffe no analizan ni señalan: la utopía totalitaria es indispensable como mito impulsor del proyecto democrático, ¡pero claramente el proyecto democrático consiste en alejarse de la utopía totalitaria! El enredo es mayúsculo. No hay democracia radical sin apoyo en un espectro de totalidad no antagónica, es decir, sin utopía; pero el proyecto de la democracia radical estriba en ahuyentar progresivamente el espectro de la totalidad…

Se trata, sin dudas, de un conocido tema derrideano. Tanto que, tal vez, Laclau y Mouffe no tendrían elementos para rechazar una deconstrucción de las últimas páginas de Hegemonía y estrategia socialista. El proyecto democrático resulta ser lo contrario de la utopía democrática. ¿Cuál es nuestro problema, entonces? Llegamos a lo importante. En la medida en que el dispositivo estratégico de Laclau y Mouffe funciona trabándose, en la medida que necesita creer en el enemigo (la totalidad reconciliada) para dejar de creer en él, el saldo concluye en que la utopía pierde fuerza y comienza a carecer incluso de los efectos prácticos que le habían reconocido Laclau y Mouffe. Digámoslo así: no es estimulante que la utopía que nos mueve a la acción democrática radical sea una antigualla metafísica que nadie con dos dedos de frente puede tomarse en serio. Una utopía que la teoría considera meramente útil, pero carente de verdad y conceptualmente irrisoria, pierde incluso su valor pragmático. No se trata sólo de que la utopía sea inalcanzable pero deseable. Tampoco es realmente deseable. Más bien, todo lo contrario de algo deseable, ya que querer una totalidad es querer el totalitarismo (que es, según nos ha mostrado el siglo XX, el régimen más execrable de todos). Así que no la queremos. Pero entonces, ¿no terminamos cayendo en “el otro extremo” denunciado por Laclau y Mouffe: ser reformistas sin proyecto? Todo lo indica; parece que la utopía de la democracia radical es, con todo rigor, impensable.

Y el llamado proyecto de la democracia radical es tanto o más desmovilizante. Si todo el propósito se limita a conjurar el peligro totalitario… ¿no suena esto a poco? ¿No estamos siendo, de nuevo, reformistas sin proyecto? ¿Deberemos sentirnos inspirados la tenue interpelación a “alejar la totalidad”? ¿No es todo demasiado cauto, demasiado defensivo? ¡Qué lejos estamos de las grandes epopeyas, las grandes emociones del siglo XX! ¡Cuánto miedo! Aun considerando la magnificencia de los fracasos socialistas, frente a la humildad programática de la “democracia radicalizada” sigue pareciendo tentador ahogarse en la nostalgia de Marx.

Comenzamos a vislumbrar el punto focal de nuestra problemática: la aceptación de que la utopía de la Reconciliación Final no es posible ni deseable fortalece, por defecto, al orden vigente; y el proyecto de alejamiento del “peligro totalitario” no interpela políticamente a nadie. Y esta no es una circunstancia que habría podido evitarse cerrando los ojos al antagonismo y volviendo a creer en el mito de la totalidad. Ya es demasiado tarde. No habrá totalidad recuperada. El antagonismo es imposible de erradicar. En cuanto sabemos que la Reconciliación representa un mito con ventajas solamente prácticas, deja de poseer estas mismas ventajas. Nadie estará dispuesto a arriesgar gran cosa por una utopía que la filosofía declara no solamente falaz, ¡sino precisamente el enemigo político! Por otro lado, “alejar el mito de totalidad” no parece una de las causas por las que valga la pena asumir algún riesgo. El resultado entonces no es la tarea infinita de la democracia, sino la debilitación de la militancia.