Julieta Lopérgolo o cómo encontrar poesía en ese lugar a la vista
Por Norman Petrich
La pregunta que subsiste al leer Pero en el aire (Postales japonesas, 2020) es si las cosas pequeñas podrán seguir sosteniendo, soportar el peso de lo que no se ve pero uno sabe que están ahí, en lo que no se dice. Porque la poesía de Julieta Lopérgolo transcurre por estas páginas como un eterno relámpago que cruza fugaz haciendo equilibrio en los mínimos detalles, esos que “maduran en la quietud”.
Va trabajando sobre las señales que recoge del paisaje que la rodea o piensa, imagina que la rodea, donde lo dicho hace pie sobre lo que parece insignificante, en el detalle, y deja al lector el trabajo de construir el resto.
Antes de que el cielo se parta en dos
o en tres
o en cientos de pedazos
atravesamos el tacuruzal rezando
para que las hormigas no se despierten.
Les damos nuestro olor disfrazado de miedo
de animales mayores.
Lejos, el alambrado brilla
como un esqueleto
de púas florecidas.
Son las sensaciones las que se comportan como hilo conductor, lo que consigue que la densidad que se huele en el aire se sostenga. Este tremendo poema es un ejemplo. Uno sospecha ahí una aventura, pero qué clase de aventura. ¿Son soldados atravesando el campo enemigo, intentando llegar al objetivo antes de que los descubran? ¿Son niños en plena travesura bajo una tormenta que acecha o jóvenes cumpliendo el desafío de llegar a camposanto? ¿Importa? Como decía, esa es tarea para el lector, la poeta traza una recta directa a través del miedo, del tiempo suspendido a punto de explotar, del punto de referencia en el horizonte que es común a cualquiera de ellas. Y por esa línea nos invita a transitar.
De esta manera una tormenta en el campo puede ser un “desconcierto en el cielo” donde “yo veo a los míos, / los veo morir de nuevo/ con la noche”. O la siesta es el lugar donde “el campo retacea la sombra, la amontona cerca de los animales que la rodean”. El paso de la tormenta deja rastros en los fantasmas que despierta, en “la imagen del pichón tumbándose” marcando “la terminación de un mundo”.
Es que en Pero en el aire, lo que se piensa tiene cuerpo y es uno lleno de memoria generada por la contradicción de ser:
Nos desacostumbramos a los sonidos del monte,
al poco cuerpo de la oscuridad,
clavamos nuestros sollozos como espinas
en los pliegues de un idioma que no conocemos
para marcar un camino,
nosotros,
los que no sabemos llorar.
“Julieta Lopérgolo (escribo tu apellido para sostenerte) te veo pesando las palabras, su significado, sus sílabas, su acento. Aliviándolas o hundiéndolas con sus proximidades, probando las huellas que dejan en el aire las dos juntas”, dice certeramente Liliana Ancalao en la contratapa del libro, para agregar que queda “una luz que pesa en el estómago y en los ojos de la niña que fui, de la lectora que soy, del animal que soñaré”.
Respiración angustiada y entrecortada traída por el “desasosiego del sueño, oscuridad al cuerpo que le sirve de casa”, trastoca esa línea que divide lo que es de lo que no, llega repleta de ausencias y uno sólo puede evitar saciarlas buscando no dormir. Ese parece ser el derrotero de la segunda mitad del libro, donde se “puede catar el miedo con el alma de sus fantasmas,/ no con la suya”. Los sueños mezclándose con el miedo que nos deja niños otra vez, con esos “monstruos mañosos” acechando y para impedir “destruirse por la noche” sólo preguntas a una madre que no sabemos si podrá contestar.
Mi infancia es una cicatriz que viaja
quieta como una sospecha.
Todavía arde.
Como una palabra
en la lengua materna del viajero.
Como podemos ver, también en esta sección la memoria es algo que insiste, que se queja “de la poca profundidad de lo que tiembla”, como si nada fuera a tener un final.
Se ha perdido el cielo tantas veces.
Se ha perdido intemperie,
se ha enfriado la casa
más de la cuenta.
Se ha sido ingrato con la noche,
inclemente con la oscuridad,
como con un desconocido.
Se ha fallado en la espera, se ha convivido con la muerte
como si todo fuera pasado.
Alguna vez, Paul Eluard, escribió una pregunta y su respuesta que fueron bisagra en mis lecturas: “Qué ha venido a buscar/ en este lugar a la vista./ Lo que ven los ciegos”. Eso es lo que hace exactamente la escritora de Pero en el aire, no se distrae con lo que se mueve, apunta directo a lo más difícil: encontrar eso que está ahí, antes de que se disuelva, como en un sueño.
Julieta Lopérgolo nació en Rosario en 1973. Licenciada en Letras y en Psicología. Trabajó como docente e investigadora en la Universidad Nacional de Rosario, Universidad de Belgrano, y la Universidad de Ciencias Sociales en la ciudad de Buenos Aires. Publicó los libros de poemas Para que exista esa isla (2018) y Más lento que la noche (2019), editados por Postales Japonesas (Córdoba). En 2020 publicó Agua de pozo (Ediciones Arroyo) y ahora aparece Pero en el aire, que obtuvo el tercer premio en la categoría Poesía del Concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes. Ha escrito artículos de crítica literaria y psicoanálisis en revistas académicas y culturales. Desde 2017 vive en Montevideo donde trabaja como psicoanalista y coordina el Taller Experimental de Escrituras Psicoanalíticas.