Ideas sobre la inflación: para comer en paz
Por Enrique M. Martínez*
El hecho que la inflación en el precio de los alimentos se haya convertido en una cuestión central, por encima del miedo al Covid, la desocupación, la caída general de la actividad o cualquier otro parámetro económico o social, muestra que estamos tocando fondo.
En efecto, en una situación mundial y nacional de caída de la calidad de vida general, no debería suceder que los precios de los alimentos aumenten más que el promedio general.
Que tal cosa suceda nos obliga a encontrar explicaciones que van más allá de los manejos macroeconómicos, que se encontrarán si entendemos a fondo las relaciones de producción y comercialización habituales en el país.
Primero: quien y cómo se deciden los precios de los alimentos
La cadena desde la tierra a la mesa tiene varios actores.
El agricultor; luego el industrial o el mayorista de un mercado concentrador, si es un producto como verdura fresca; otro mayorista comercial que distribuye; el hipermercado o el comercio de proximidad, sea un chino, un almacén, carnicería o verdulería; finalmente cada uno de nosotros con el changuito.
El agricultor es habitualmente tomador de precios. Cobra lo que le ofrece un interlocutor que tiene más poder económico o conocimiento del mercado que él y que además opera sobre la dificultad que tiene quien cosecha para conservar su mercadería.
Las etapas intermedias subsiguientes, desde el industrial al hipermercado, trabajan en función de su poder relativo para conservar el producto, para concentrar su oferta e incluso para regularla conociendo las variaciones estacionales que se producen. No cabe duda que una empresa láctea que produce toda la gama de derivados, tiene más influencia en el mercado y en sus precios que una pequeñas empresa familiar de quesos.
Los comercios minoristas familiares, finalmente, también son en buena medida tomadores de precios, ya que tienen una sola forma de aprovisionarse de lo que venden o pueden ir a un número reducido de mayoristas. Agregan, sin embargo, un componente importante a considerar. El objeto de esos eslabones de la cadena no es hacer un negocio, entendido como un lugar donde un empresario coloca capital y organiza un conjunto de trabajadores a los cuales supervisa. El objeto debería ser mejor definido como asegurar el ingreso familiar, con participación central en el trabajo.
Deberíamos tener muy presentes, que es enteramente habitual en las barriadas más humildes, que haya familias que convierten una habitación de la casa en almacén, como podrían transformarla en lugar de prestación de un servicio personal como una peluquería.
¿Por qué es importante tomar esto en cuenta?
Porque un emprendimiento de esa naturaleza aplica márgenes sobre lo que vende que están vinculados a su necesidad de cubrir el ingreso doméstico, más que a la lógica capitalista. En ese intento, recorre un camino inverso a la racionalidad empresaria que sugieren los manuales: es común que si le cae la demanda, aumente los precios, para mejorar su margen. Obviamente, eso no hace más que empeorar su situación, pero es un comportamiento reiterado.
¿Esto decide la inflación? Ayuda, de modo indirecto y penoso. Los grandes comercializadores, que compran directamente a industriales e incluso a productores de frutas y hortalizas en origen, utilizan los precios del menudeo – y del menudeo más pobre – como escudo de imagen, de manera sistemática. Al hipermercado le basta colocar su precio 10 o 15% más barato que el comercio de proximidad para conseguir imagen de menor precio, aunque su margen real sea mucho mayor que el de la pequeña unidad. También lo hacen, en una dimensión menos visible, las cadenas de autoservicio de frutas y verduras, que se están difundiendo, o carnicerías vinculadas directamente a los matarifes.
En definitiva: allí está una parte importante de la explicación por la cual a la par que los consumidores pierden capacidad de compra de lo básico, los precios de éstos aumentan por encima del promedio.
Por supuesto a esto se debe agregar cierta perversa displicencia entre privada y pública, que permite que se vincule el mercado internacional con el interno, a pesar de que la gran mayoría de los productores de harina o de pollos o de lácteos o de carne vacuna, nunca exportó un dólar. La resistencia de los gobiernos populares a pensar una política de producción para el mercado interno, basada en actores nuevos, de la más variada dimensión, que puede perfectamente convivir con un complejo exportador potente como el que Argentina puede exhibir, está claramente explicando estos cimbronazos donde hay que terminar negociando esquemas de precios con los mismos que causaron el problema, lo cual permite predecir resultados pobres.
Entre la ineficiencia global de nuestros sistemas de abastecimiento y la resignación a discutir solo con un puñado de poderosos, está el origen de nuestra inflación, que es muy peligrosa, porque termina siendo depresión e inflación simultáneas.
Hemos discurrido largamente desde hace tiempo sobre estas cuestiones. Los términos no parecen variar.
Habrá que probar nuevos métodos para convocar a pensar. En buena medida nuestro intento de construir un trabajo práctico, de un contacto muy cercano entre productores pequeños y consumidores a través de comercio electrónico, como es nuestro programa Tod@s Comen, puede ayudar a pensar cómo podrían ser las cosas si iniciativas como ésta formaran parte de un damero de políticas públicas innovadoras.
Seguimos en la brecha.
* El autor es el presidente del Instituto para la Producción Popular