Reflexiones sobre “la traición” de Carlos Menem
Por Julio Fernández Baraibar
Mientras la aristocracia financiera hacía las leyes, regenteaba la administración del Estado, disponía de todos los poderes públicos organizados y dominaba a la opinión mediante la fuerza de los hechos, y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas, desde la corte hasta el cafetín de mala nota la misma prostitución, el mismo fraude descarado, el mismo afán por enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de riqueza ajena ya creada. Y señaladamente en la cumbres de la sociedad burguesa salía a la superficie el desenfreno por la satisfacción de los apetitos más malsanos y desordenados, que a cada paso chocaban con las mismas leyes de la burguesía; desenfreno en el cual, por ley natural, va a buscar su satisfacción la riqueza procedente del juego, desenfreno por el que el placer se convierte en crápula y en el que confluyen el dinero, el lodo y la sangre. La aristocracia financiera, tanto en sus métodos de adquisición, como en sus placeres, no es más que el renacimiento del lumpen proletariado en las cumbres de la sociedad burguesa.
Carlos Marx, Las luchas de clases en Francia, 1850.
La muerte de Carlos Menem, a los 90 años de edad, ha enterrado, sin pena ni gloria, ese desalentador período que el pueblo argentino cerró, en lo político, en las históricas movilizaciones del 19 y 20 de diciembre del 2001. La cita que encabeza esta nota está puesta no tanto por el principio de autoridad que pudiera emanar de su autor, sino porque, como ninguna otra que haya encontrado, describe con mayor precisión el clima político, económico, cultural y moral que prevaleció en Argentina durante el decenio en el que Carlos Menem presidió la República.
En realidad, aquellas jornadas del principios del nuevo siglo pusieron fin a un ciclo de 25 años iniciado el 24 de marzo de 1976, que, que a su vez, había sido una continuación ampliada de la contrarrevolución del 16 de septiembre de 1955. Cuarenta y seis años se necesitaron para que la Argentina erigida entre 1943 y 1955 fuese sistemática y rigurosamente desmantelada.
La energía anticolonial surgida al finalizar la guerra había llegado a su agotamiento y ya poco y nada quedaba de aquellos movimientos que habían dado lugar a la Indonesia de Sukarno, al panislamismo de Gammal Abdel Nasser o al panafricanismo de Lumumba, Kwame Nkrumah y Jomo Kenyatta. Para 1989, todos los movimientos nacionales latinoamericanos, previos o posteriores a la Segunda Guerra Mundial, habían claudicado. Tanto el viejo APRA, creado en los años 20 por Haya de la Torre, como el PRI, heredero de la revolución mexicana, como el MNR boliviano o la Acción Democrática venezolana, se habían sometido y expresaban en sus políticas de gobierno la supremacía del capital financiero en el centro del imperialismo y el neoliberalismo friedmaniano como su expresión intelectual. Todos esos intentos de construir nacionalmente alguna forma de capitalismo autónomo, encabezados por las clases medias agrarias, en algún caso, y urbanas universitarias, en otros, habían sucumbido y los embriones de burguesías nacionales que se expresaban en su seno habían decidido convertirse en correas de transmisión del interés imperialista. En ninguno de esos casos se trataba de una traición individual o de un grupo de individuos a inamovibles y sagrados principios o a imprecisos mandatos populares. Se trataba de una transformación molecular de cada una de esas sociedades y la paulatina integración de sus burguesías y parte de sus sectores populares al orden imperialista.
El mundo en 1989
En 1989, es elegido presidente Carlos Menem, al ganarle las elecciones a Eduardo Angeloz, un turbio gobernador radical cordobés, que en su campaña había explicitado un proyecto de corte liberal. Por su parte, Menem se había cuidado muy bien de explicitar las políticas que pondría en ejecución tras un discurso eufónico pero sin ninguna precisión. Tras el resultado electoral -donde el FREJUPO obtiene el el 47, 5 % de los votos-, se desencadena en el país la primera hiperinflación que conocimos. De la noche a la mañana la gente se encuentra con que el dinero que ha ganado ya no le alcanza para las compras más básicas y necesarias. Las mujeres dedicadas al servicio doméstico cobran sus horas trabajadas y cuando llegan a su casa esa plata ya ha perdido la mitad de su capacidad de compra. La situación que se generó en esos días fue de pánico social. El conjunto del país que vivía de un salario sintió que el piso se convertía en arena movediza o en agua y que inexorablemente se hundía en el más absoluto desamparo. Los sectores más humildes de la sociedad argentina se vieron lanzados a algo que aborrecían moralmente, algo que consideraban que no se debía hacer: el saqueo, es decir, el aprovisionamiento de comestibles a como diese lugar. La incapacidad del alfonsinismo, su ineptitud en materia económica, sus idas y venidas y el aislamiento en el que había caído caía sobre los desposeídos argentinos como un castigo bíblico.
Simultáneamente, ocurre en el mundo el hecho más importante y trascendente del siglo XX después de la Revolución Rusa: el desmoronamiento, la implosión y caída de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS). De pronto, el mundo tal como estaba conformado desde 1945, desde los acuerdos de Yalta, con el reparto de esferas de influencia, Guerra Fría, coexistencia pacífica, carrera espacial, armamentismo nucleas y balance entre dos grandes superpotencias, había desaparecido. El mundo tenía una sola superpotencia, EE.UU., y la base fáctica de la Tercera Posición -la existencia de dos campos, sobre los cuales negociar- era un recuerdo.
En esas condiciones, con un presidente que ya no es un “pato rengo”, sino un “pato sin patas”, Menem debe asumir la presidencia antes de tiempo.
Todo esto determinó el inicio del ciclo menemista. Y en esas condiciones, Carlos Menem, a poco de comenzar a gobernar y después de varios intentos fallidos, decidió abierta y decididamente jugar la carta que le proporcionaba el imperialismo y un importante y representativo sector de la burguesía nacional. Y la casi totalidad de la conducción del justicialismo, que lo había llevado al triunfo, lo acompañó en su política.
La falsa idea de la “traición”
En estos días se ha podido leer hasta el cansancio la idea de “la traición” de Menem. Estoy convencido que esta caracterización es absolutamente irrelevante para el análisis político. Se basa en el peso que la virtud de “la lealtad” tiene en el imaginario colectivo y el repudio que “la traición” genera en el mismo imaginario. Pero la política no es cuestión de virtudes morales, sino de resultados y, sobre todo, de resultados a largo plazo.
Menem fue el gobernante más nefasto del período democrático porque en 1989, gran parte de la burguesía nacional que, de una u otra manera, se sentía representada en el justicialismo y sus aliados, había perdido vitalidad y energía para enfrentar al establishment imperialista-oligárquico y la clase obrera había sido debilitada estructuralmente por las políticas de Martínez de Hoz y los desaguisados radicales. La idea de una alianza con la potencia supérstite, la apertura del país al capital financiero y un proceso de modernización de la mano de las privatizaciones y el desguace del estado se convirtió en la utopía reaccionaria que, en 1995, le permitiría volver a ganar las elecciones, ahora por el 49,94% de los votos.
En cierta medida -medida que solo podría apreciarse 12 o 13 años después- el peronismo comenzaba a vivir el mismo recorrido entrópico que habían experimentado las corrientes políticas similares en el continente. La paridad con el dólar, la entrada masiva de dólares a través de las privatizaciones -brutales y salvajes-, la aparición de la telefonía celular, la explosión de los instrumentos digitales -computadora, internet, etc.- generaron una ilusión que arrastró, no solo a una mayoría de dirigentes, sino a una mayoría del pueblo argentino que creía haber entrado en la modernidad que, hasta ese momento, se le había negado.
David Ricardo había observado, unos 150 años antes que: “La misma causa que puede acrecentar el rédito neto del país, puede al mismo tiempo hacer que la población se vuelva sobrante y deteriorar la condición del trabajador”. Solo a partir del nuevo siglo ese fenómeno comenzó a perforar la euforia que los viajes a Miami habían producido en amplios sectores, hasta entonces populares en cuanto a su definición política.
La caracterización de “traidor” a Menem hace perder toda la complejidad social de lo ocurrido en aquellos años y tranquiliza, en cierto sentido, la conciencia del observador, al convertirlo en un pecado moral individual. La realidad fue otra y ahí es donde, de alguna manera, nos salpica a todos. Durante unos quince años, la sociedad argentina, presidida por un aprendiz de brujo que ignoraba las fuerzas que pretendía manejar, se ilusionó con la posibilidad de “enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de riqueza ajena ya creada”.
La soledad que acompañó los restos de Menem, camino a la tumba, deja la sensación de que, conciente o inconcientemente, los argentinos queremos desandar esos errores que nos signaron duramente el presente y el futuro.