A 34 años de la Masacre de Budge: “Es necesario avanzar en políticas contra la violencia institucional”
Por Juan Borges | Ilustración Silvia Lucero
El 8 de mayo de 1987, la Policía Bonaerense fusiló a Agustín “El Negro” Olivera (26 años), Oscar Aredes (19 años) y Roberto “Willy” Argañaraz (24 años) en una esquina de su barrio en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora. Los jóvenes se habían juntado en la esquina de Figueredo y Guaminí, tal como era costumbre en el barrio, cuando el suboficial Juan Ramón Balmaceda, el cabo Juan Alberto Miño y el sargento Isidro Rito Romero bajaron de una camioneta de la Policía Bonaerense y dispararon contra ellos. Olivera recibió doce disparos, Aredes siete y Argañaraz, con un disparo en una de sus piernas, fue subido a la camioneta, para más tarde aparecer en el hospital con un impacto de bala en la cabeza. A las víctimas se les plantaron armas en un intento de hacer pasar el caso como un enfrentamiento con supuestos delincuentes.
La reacción del barrio no se hizo esperar ante la impunidad de la Masacre de Budge. Los vecinos rápidamente se movilizaron para pelear contra la violencia policial y reclamar por justicia contra el caso de gatillo fácil. El 24 de mayo de 1990 se condenó a Romero a doce años de prisión por homicidio simple mientras que Balmaceda y Miño recibieron la pena de cinco años por homicidio en riña. Ese juicio fue anulado por la Suprema Corte de Justicia bonaerense por errores procesales. En un nuevo juicio, el 24 de junio de 1994 los policías fueron sentenciados a once años de cárcel por homicidio simple; pero los acusados, que permanecían en libertad, se fugaron tras el fallo. Con la complicidad de la Policía Bonaerense, los asesinos estuvieron prófugos: Romero fue apresado en 1998, Balmaceda y Miño recién en 2006.
Amplios sectores de la sociedad se sumaron a los reclamos de los vecinos. La comunidad de Ingeniero Budge comenzó a organizarse formando la “Comisión de amigos y vecinos”. A mediados de 1992, un grupo de familiares de víctimas conformó la Comisión de Familiares de Víctimas Inocentes (Cofavi). Sus miembros más activos eran, en su mayoría, mujeres que encontraron en otras madres nuevos lazos de solidaridad. No se resignaron ante la muerte de sus hijos; obligaron a las instituciones a rendir cuentas exigiendo una mayor transparencia en la actuación judicial y cuestionando su desempeño en el reclamo de plazos y medidas concretas.
El recuerdo vivo de la Masacre de Budge, conmemorada el pasado 8 de mayo en el Día Nacional de lucha contra la Violencia Institucional, contiene la vigencia de un debate pendiente de nuestra democracia que demanda una transformación estructural en las fuerzas de seguridad y en el Poder Judicial de nuestro país.
Es allí, donde señalamos la importancia fundamental de instalar un debate ideológico y cultural concerniente a la “otredad” para poder avanzar en políticas contra la violencia institucional. La nueva ley que se encuentra en el Congreso es un camino posible. En este marco es primordial que estas políticas integren a sectores populares en su diseño y planificación. Es necesario una mirada amplia y complejizante respecto al Estado. Entendiendo que aquellas lecturas facilistas y lineales que sentencian “El Estado es responsable” no aportan soluciones al campo popular ni tampoco a la discusión colectiva que nos permita establecer una agenda para salir de ese vacío organizativo. Pensar al Estado como un lugar de disputa y tensión, es señalar un camino posible de transformación. Solamente en la compresión y en la coexistencia de esas contradicciones internas del Estado podremos seguir proponiendo un camino en la erradicación de la violencia institucional.