Algunas reflexiones sobre el caso Chano: gatillo fácil, drogas y salud mental
Por Emiliano Gareca
Chano Charpentier (¿el último rockstar?), ex cantante de Tan Biónica –gran banda con grandes temas a pesar de que quedó pegada al bunker macrista y eso nos alejó un poco de su obra–, fue baleado por un policía bonaerense, lo que abrió nuevamente una serie de debates en torno a tres temas que al menos yo considero de agenda urgente e indispensable para pensarnos como sociedad: al gatillo fácil, el consumo de drogas y los problemas de salud mental.
La última dictadura cívico militar que llevó adelante un genocidio con desapariciones, robos de bebés, abusos sexuales, destrucción del empleo y un endeudamiento brutal, entre otros tantos estragos, dejó también un oscuro legado que todavía hoy subsiste en nuestra democracia: las lógicas represivas en las fuerzas de seguridad. Los mecanismos de tortura, los códigos mafiosos corporativos, las redes territoriales que administran el delito y los pactos de silencio son apenas algunas de las características subterráneas que alimentan el funcionamiento de las agencias policiales y permiten la existencia del gatillo fácil. Los resultados están a la vista. Por supuesto que la herencia simbólica y estructural de la dictadura no explica por sí sola el fenómeno complejo de las ilicitudes que gestionan las policías que, además, es un problema global y no solo local o tercermundista. Basta con mirar al norte.
Digamos las cosas como son. Las agencias policiales son un ariete disciplinador de las clases populares que el neoliberalismo utiliza para mantener a raya las masas de trabajadores precarizados y desocupados, convirtiendo a las cárceles en depósitos de quienes son expulsados (descartados) del sistema productivo. Ahora bien, más allá de las causas y los orígenes del problema, la realidad nos demuestra que es necesario repensar el funcionamiento de las agencias policiales de manera estructural, ya que no solo no resuelven el problema de la inseguridad, sino todo lo contrario, son una de las principales causas del crimen organizado y de la violencia institucional.
¿Acaso alguien cree que la trata de personas, el narcotráfico, las redes de robos en las villas o las redes delictivas en los establecimientos carcelarios podrían existir sin la complicidad de sectores de las fuerzas de seguridad? Quienes venimos trabajando y militando en las villas y lidiando con la violencia policial hace mucho tiempo, conocemos bien como la policía administra el territorio mediante el reclutamiento de pibes y pibas o mediante la extorsión de feriantes o directamente mediante la amenaza y el uso de la fuerza física. Respecto al reclutamiento de jóvenes para cometer delitos, un fenómeno absolutamente invisibilizado, que habla de adolescentes considerados como delincuentes y no como víctimas del delito de trata de personas, recomiendo leer la nota de Julián Axat: “Deriva y reclutamiento. cuando el delito juvenil esconde la trata de personas”.
Un Estado democrático y con una orientación popular no puede tolerar ni un tantito así esta situación por parte de una de sus estructuras institucionales. Una policía con estas características es inadmisible y para eso debemos tomar medidas contundentes. ¿No será tiempo de pensar en nuevas estructuras legales e institucionales para la gestión de los conflictos? ¿No es un buen momento para pensar nuevas leyes orgánicas que regulen el uso de la fuerza por parte del Estado? ¿No es tiempo de modificar los planes de estudio de las policías de manera radical para dejar atrás la herencia nefasta de la dictadura?
Es tiempo de pensar nuevos modelos de gestión del conflicto, más democráticos, menos violentos. Es hora de romper con las redes criminales que la policía administra, es hora de cambiar los planes de estudio y las leyes orgánicas, es hora de terminar con los regímenes militarizados y jerárquicos, es hora de mejorar las condiciones laborales y permitir la sindicalización policial, es hora de amigar a las agencias policiales con el pueblo en vez de convertirlas en su enemiga. Quizá es hora de cambiar todo un sistema económico y social de raíz si eso evita que maten a los pibes en los barrios o que le peguen un tiro a una persona con problemas de salud mental o adicto porque puede ser “peligroso” (la cantidad de “por algo será” o “algo habrá hecho” que escuché en estos días me dio escalofríos).
Pero el caso Chano no nos habla solo del gatillo fácil. Aparecen otras dimensiones que el Estado debe mirar con atención. Por un lado, el problema del consumo de drogas y su abordaje por parte de las políticas públicas. Desde hace mucho tiempo que el neoliberalismo instaló un paradigma tramposo desde su poderoso aparato cultural: la guerra contra las drogas. EEUU logró instalar que la guerra contra las drogas se transforme en el eje con el que el neoliberalismo busca criminalizar a los colectivos que estaban sacudiendo las estructuras del poder norteamericano: el movimiento por los derechos civiles y su brazo radicalizado, las Panteras Negras y el movimiento hippie en contra de la Guerra de Vietnam. A partir de entonces, el aparato cultural hegemónico de la principal potencia mundial se puso en marcha para consolidar un sistema cultural-jurídico global al cual todos los demás países debían alinearse para hacer lo mismo con sus enemigos internos. La guerra contra las drogas se convirtió en el paradigma neoliberal por excelencia.
En Argentina, la influencia estadounidense penetró fuertemente durante la década del 70, de la mano de la doctrina de la Seguridad Nacional, que equiparaba al consumidor de drogas con la llamada “subversión”. El enemigo estaba adentro, no afuera. Así nació la ley 20.771, en 1974, que penalizaba la tenencia de drogas para uso personal. El proyecto nació en el Ministerio de Bienestar Social de la Nación a cargo del “brujo” José López Rega, fundador de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A). Al recuperar la democracia, lejos de discutir esta doctrina, el paradigma de “la guerra contra las drogas” se consolidó de tal manera que todavía hoy se encuentra vigente, por medio de la ley 23.737 sobre estupefacientes, sancionada en 1989. Esta guerra contra las drogas solo trajo muerte, encarcelamiento masivo, mafia policial y financiera, pobreza y crisis económica. Lo primero que debemos entender es que el prohibicionismo es funcional al narcotráfico, a pesar de que el sentido común y el imaginario social nos hagan pensar lo contrario. El narcotráfico es un conflicto multicausal, pero antes que nada es un asunto económico, y como tal debe resolverse en ese ámbito. Alberto Fernández, en una entrevista para Infobae con el periodista Diego Iglesias, dio en la tecla: “La lógica represiva hacia las drogas no ha servido. Entonces tenemos que buscar otras alternativas, como aquello que decía Milton Friedman, cuando planteaba “despenalicemos la droga porque así terminamos con un mercado negro”. Milton Friedman tiene razón. Cuando el Estado se retira, el mercado ocupa su lugar y el mercado solo tiene un interés: la rentabilidad. Para el capitalismo, donde hay una necesidad, hay un negocio (en este caso uno mega multimillonario).
Una de las tantas muestras de la escasa o nula efectividad de la represión como receta para controlar las drogas es la experiencia de Afganistán, un país que estuvo ocupado con más de setenta mil efectivos de las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Antes de esa ocupación, en 2001, durante el gobierno Talibán, la heroína producida por este país era de 74 toneladas. En 2006, en el quinto año de la ocupación liderada por EEUU, la producción de heroína fue de 6100 toneladas. Y en 2008 producía 87% de la heroína del mundo.
Por último, pero no menos importante, está la cuestión de salud mental y el tratamiento que se la brinda a las personas desde el Estado. Si bien se avanzó muchísimo con la promulgación de la Ley de Salud Mental (ley 26.657 de 2010), que, entre otras cosas, prevé un cuerpo de abogados de la Defensoría General de la Nación que están en alerta permanente y confrontado con muchos de los médicos que intentan sostener los viejos paradigmas, el problema está lejos de resolverse.
Los problemas de salud mental, al igual que la policía y que la guerra contra las drogas, no son locales, tiene características globales y están íntimamente vinculados al neoliberalismo. Es decir, estamos frente a un problema político y social más que a uno individual o psicológico. Al respecto, la escritora Alumeda Sánchez en su nuevo libro, Fármaco, plantea que en la prepandemia la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya contabilizaba casi 400 millones de personas con depresión en el mundo, y ubicaba a los jóvenes de entre 15 y 29 años como el epicentro de ese malestar.
Se nos viene el cambio climático, la pandemia, la crisis económica de hace años y nos ha engullido: no sabemos cómo tirar hacia adelante, construir una familia, tener un trabajo y estar satisfechos con eso. Todo eso nos ha afectado. Además, se duplica el consumo de fármacos. Todo eso está ligado: el mundo está roto y lo tenemos que arreglar. Al final todo este mundo está hecho para consumir: estás triste y te compras una camiseta. La tristeza es un delirio y la tapás porque le temés. Y se impone ser feliz porque el sistema capitalista no acepta la tristeza. Un deprimido no entra en el sistema capitalista: no consumes, no trabajas, no socializas, no vas a sitios. Una persona deprimida no interesa. Una persona que no arranca, que no funciona en el engranaje, se desecha. Y en algún momento eso estallará.
Por su parte, Mark Fisher entiende que la depresión y los problemas de salud mental son colectivos y están atados a las fuerzas sociales, no tanto a la “voz interior” de cada sujeto. Es decir, son problemas políticos y no individuales. Los individuos se culparán así mismos más que a las estructuras sociales, que igualmente han sido inducidos a creer que realmente no existe (solo son excusas, esgrimidas por los débiles). Lo que David Smail, en su libro Los orígenes de la infelicidad, llama “voluntarismo mágico” – la creencia de que está en poder de cada individuo la posibilidad de ser lo que quiera– es la ideología dominante y la religión no oficial de la sociedad capitalista contemporánea, impulsada por los “expertos” de los realities y los gurús corporativos, así como también algunos sectores políticos. El voluntarismo mágico es la contracara de la depresión, cuya convicción subyacente es que somos los únicos responsables de nuestra propia miseria y que, por lo tanto, la merecemos.
No sé qué le pasó al Chano, pero no tengo dudas de que es una víctima de estas tres dimensiones que intenté describir. Las tres dimensiones son políticas y por lo tanto no lo afectan solo a él, sino al colectivo, es decir a todos. Sí, Chano seguro estaba mal, y era adicto y peligroso. Seguro estaba sufriendo y no supo cómo manejarlo. Pero, ¿a quién no le pasó en algún punto? ¿No somos todos un poco Chano? Seguro yo sí, y si algún día no puedo más y se me sale la chaveta, no quisiera que la respuesta de mi Estado sea un balazo en el estómago.
“Estoy un poco ansioso y se termina el día
Ando buscando un poquitito de tu adrenalina
Y en mi cabeza encuentro sólo resignaciones
Estoy pagando el precio de mis buenas intenciones
En qué estaba pensando cuando me vine acá
Tiene que haber alguna buena forma de escapar
Si bien algunas cosas pudieron mejorar
Me está aburriendo esta mentira de la libertad”