“Historias de exilio” en Bélgica: Intentar hablar en francés cuando se pensaba en castellano
Por Norman Petrich | Foto: interior del libro
“Nosotros éramos los exiliados, esos que fuimos echados o tuvimos que irnos para salvar la vida. Casi ninguno eligió su destino, no planificó su viaje, ni preparó su equipaje, ni fue despedido en aeropuertos con los clásicos buenos deseos. Nos habían convertido en perseguidos por ser opositores, o amigos o parientes de alguien y, de golpe, quedamos sin planes. Algunos éramos los poquísimos sobrevivientes de los campos de concentración, otros veníamos de largos períodos de clandestinidad, huimos de nuestra Argentina diezmada de todo principio, quedando varias decenas de miles repartidos por el mundo”.
Historias de Exilio (Editorial Último Recurso, 2018) es una colección de testimonios recopilados por Marta Ronga y Ángela Beaufays de aquellos que se vieron forzados a dejar el país, perseguidos por la Dictadura Cívico Militar de 1976 para recalar en Bélgica. Relatos que recién 30 años después pudieron sacarlos afuera. Un delicado proyecto entre los que volvieron y los que se quedaron, entre belgas y argentinos, entre adultos y jóvenes. Leerlos puede hacer que el suelo que pisamos no nos parezca tan firme.
“A nosotros nos tocó Bélgica. De golpe no sabíamos leer, escribir, hablar, salvo con algunos españoles u otros recién llegados. Habíamos cruzado el océano con nuestros pequeños equipajes y tejíamos una extraña trama sostenida entre dos continentes a 14000 Km de distancia, porque seguíamos pensando en castellano aunque intentáramos hablar en francés”, avisan las voces que van a darle vida a este libro como si fueran una, en las primeras páginas. Pero eso pasó después, antes hubo que encontrar un adentro porque afuera levantaban escenarios los salivazos del miedo.
“Abro la puerta y veo que está todo dado vuelta. Tío Raúl, el Comodoro retirado, murmuraba: los que hicieron esto no pueden ser militares. El departamento estaba prácticamente vacío, los héroes de la patria resultaron ser ladrones vergonzantes, llevaban las cortinas con cosas y decían: acá llevamos armas”, cuenta Ani Masramón, sobre el momento en que las fuerzas represivas allanan su casa. Ana es de las que todavía vive en Bruselas.
“Yo nunca desempaqué las valijas”, cuenta Tato Osorio desde su casa en El Cóndor, Río Negro, “llegué a Bélgica y me instalé, pero no hubo un solo día en que no me levantara pensando en que tenía que estar acá. Permanentemente había recuerdos y nostalgias de las cosas del país, de la gente, de los lugares”.
Pepe Bodiño (como tantos otros) tuvo que vivir largo tiempo separado de su compañera y su primogénito antes de reencontrarse en España, los cuales viajaron primero luego de que ella fuera “blanqueada” como detenida y se marchara forzosamente del país. Conciente de que su vida corría peligro, cruzó la frontera en forma clandestina vía Paraguay para luego tomarse un avión que lo llevó a Lisboa y de ahí a España. “Iba al reencuentro y en el trayecto del taxi se me ocurrió pensar ‘¿Y si no hay nadie? ¿Y si la dirección está mal?’, bajé yo y mi bolso, sin angustias de ninguna clase. Era el 7 de mayo de 1978 y llegaba a destino, o al menos eso creía yo”. Como el pasaporte de Pepe era falso y la situación en España era angustiante, decidió cruzar a Bélgica en forma clandestina, separándose nuevamente de su familia. La idea era cruzar a través de los Pirineos a Francia, tomar un tren en Montpellier, de allí a París para continuar hasta Bruselas. Luego de un primer intento fallido y a pesar de que su pasaporte le daba miedo, logra cruzar y llegar al punto acordado para la cita con un español que lo ayudaría a asentarse. “Cuando llegué a la cita, en la hora precisa, no había nadie. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Y si no venía nadie? ¿Qué hacía? No tenía ninguna forma de contactarme, ni teléfono, nada (…) De golpe, en el medio de la oscuridad, apareció una pareja que se detuvo en la vereda de enfrente. Sin más esperanzas, crucé la calle y balbuceando, me dirigí al hombre de unos 45 años y le dije: ‘¿J?’. El me dijo sí, me presenté y muy seriamente me saludaron y me dijeron que era una macana que los catalanes me hayan enviado así, que era un problema, un riesgo, que no sabían quién era yo, podía ser un policía disfrazado, etc (…) Decidieron llevarme igual. Me preguntaron si tenía hambre. Dije que sí, prepararon algo, no comí mucho y pusieron como música de fondo un disco del Tata Cedrón que jamás había escuchado, cuyas letras me conmovieron y llenaron mis ojos de lágrimas”.
Marta Ronga, su compañera, cuenta que cuando volvieron, en aquel pasaporte con el que había salido fueron inscriptos dos niños como extranjeros (tienen 4 hijos con Pepe) “Ellos no eran ni belgas ni argentinos, ellos no tenían nacionalidad ni, por tanto, documentos, ellos no eran de ningún lugar; ellos, más allá de mi deseo, no quedaron indemnes, ellos eran apátridas”.
Porque esa es una parte desgarradora de estas historias que muy pocas veces tenemos en cuenta. Esos chicos que se vieron obligados a salir del país, en el mejor de los casos junto a sus padres, o aquellos que nacieron en el extranjero, se encontraron en la situación de volver a hacer un corte al tener que regresar abandonando el lugar en que crecieron, los que los convierte en doblemente exiliados. Laura Gaud y Natalia Hernández describen a Bruselas como “gris y triste”, a pesar de ser el lugar que las cobijó. Es la misma Natalia la que narra que cuando la madre les contó que volverían a la Argentina, ella tenía 8 años y se había adaptado a la rutina en Bruselas. “Y así pasaron las semanas, haciendo cajas y valijas, me mandó a separar todos los juguetes explicando que no los podíamos llevar con nosotras por falta de espacio, y que se lo íbamos a dar a nuestros amigos “¡Así aprendí que sólo poseía aquello que podía llevarme conmigo!”.
Juliana Osorio cuenta que el exilio fue "como un empujón a la marginalidad, quedé al margen de mi infancia, de mi entorno social, de lo que con 11 años ya era una vida loca, con nombres cambiados. Desde el exilio tuve que entender que estaba perdiendo mi cultura y tuve que hacer el duelo por mi hermano Ernesto, que sólo Dios sabe cómo y quién lo mató, ese asesino jamás pagó por lo que le hizo a mi hermano y esa realidad sí nos dividió".
El listado completo de los que escriben o relatan es: Herminia (Mimí) Rodríguez, Ana Fernández, Ana María Masramon, Norma Vainberg, Patricio Sackman, Hernán (Tato) Osorio, Pepe Bodiño, Marta Ronga, Felipe Favazza, Alicia Jardel, Norma Gladys Luque, Guillermo Almarza, Ángela Beaufays, Marta Ruiz, Ramón Aguirre, Laura Gaud, Natalia Hernández, María Laura Musso, Mariano Bodiño, Juliana Osorio, Meis Bockaert, Nicole Staes, Bruno Van Humbeeck, Guy Van Beeck, , María del Carmen Marini, Luis María Mercado, Marta Lockhart, y los poemas de Cristina Safranchick y Miguel Páez.
La salida de esta publicación hizo que muchos exiliados que no participaran de esta primera experiencia, sintieran la necesidad de contar sus historias. La pandemia interrumpió lo que empezó a generarse en todo el 2019. Pero seguimos con la esperanza de encontrarnos pronto con una segunda parte.
Porque, como dice María del Carmen Marini, “los compañeros se planteaban cómo restaurar la vida. Y me pregunto ¿en cuánto fueron los compañeros del exilio quienes ayudaron a reparar, completar, dar sentido?”.
“¿En cuánto esos tíos, primos, hermanos, que la historia había convocado a constituirse como tales, apaciguaron el dolor y permitieron preservar la cordura? ¿Cuán necesarios fueron los unos a los otros?”
“¿Qué protección en el desamparo, qué bálsamo en el dolor, qué acompañamiento para tanta soledad? Tal vez en este encuentro, tantos años después, esté la respuesta. La alquimia de la pena en alegría, el anhelo de la justa reparación, la soledad saturada al fin, la espera de tanto tiempo, la perseverancia en la búsqueda de sentidos, como facetas de una gama de afectos que todos/as ellos/as relatan. Que cuentan cómo pudo cada quien, llevar adelante su vida y sostenerse en la lucha indeclinable”.