Buscando al Capitán Pelusa: Si yo fuera Maradona
Por Jorge Hardmeier | Fotos: Juan Guido
Ultimo sábado de agosto de 2021. Hay un médico cuya especialidad es la terapia intensiva pediátrica. Se llama Alfredo Blanco y vive en Villa Celina. Conurbano. El tipo, en plena pandemia, comenzó a dibujar caricaturas de Diego Maradona. Se va a editar un álbum con esos trabajos. Estos datos me los refiere Jorge Boido, el cazadiegos, el fotógrafo que recorre lugares registrando imágenes de murales de Pelusa, el más grande. Y no solo eso: Jorge se ofrece para llevarnos hasta la vivienda del Doctor Blanco. Un álbum de figuritas.
No puedo evitar que mi mente comience a navegar por diversas situaciones de mi infancia. Coleccioné varias figuritas: la Pantera Rosa, Meteoro pero, fundamentalmente, de fútbol. Un álbum recuerdo especialmente, ese cuyas caricaturas estaban dibujadas por el maestro Jorge De los Ríos. Eran muy interesantes porque además de las caricaturas en sí, dibujadas con sapiencia, tenían el plus de un detalle relacionado a las habilidades de cada jugador en cuestión. A modo de ejemplo, en la del Gringo Scotta, que pateaba muy fuerte, la pelota era remplazada por una bomba. Ese álbum fue emblemático y nos asociamos con Gaby, el Cabezón, un pibe del barrio un año mayor, con el que jugábamos a la pelota en uno de los potreros de la zona.
Todavía las calles eran de barro y con zanjas en los laterales. Un agua pútrida y verdosa las recorría. Una vez me caí en una de esas zanjas. Nos criamos ahí, en un barrio de Lanús que queda a veinte cuadras de donde vivía el Pelusa, Diego. En el potrero jugábamos muchas horas, luego de regresar de la escuela. Almuerzo y a jugar a la pelota hasta el anochecer. Se armaban partidos lindos y bravos. A veces se hacía pan y queso para elegir los jugadores. En ese potrero construyeron, hace unos años, la terminal de la línea 9 de colectivos, esa que une Caraza con Retiro. La cuestión es que ese álbum no lo pudimos llenar con el Cabezón. Y eso que comprábamos muchos paquetes y que ganábamos muchas figus jugando al espejito o al chupa. Pero no había caso. Las difíciles, que eran las del Ruso Ribolzi, Jota Jota López y el Lobo Carrascosa nunca aparecían. Era angustiante. Además, si llenabas el álbum te ganabas una pelota de cuero número cinco, el más lindo de los juguetes.
Acordamos con Boido, el cazamuralesdiego, encontrarnos en la boca de la Estación San Pedrito del Subte A. ¿Quién es San Pedrito? ¿El carpintero padre del Jesús niño? No. Alude a una batalla que los gauchos de Güemes libraron en ese paraje de Jujuy, el 6 de febrero de 1817. ¿No sería mejor que la avenida se llame Ubaldo Fillol, por ejemplo? O Roberto Pandolfo.
Escucho el sonido de una bocina. Es Jorge. En el trayecto hacia su auto pienso cuándo cambiarán el nombre de Iberá por el de Luis Alberto Spinetta. ¿Cuándo el nombre de calles, plazas y barrios recordarán a Diego Maradona, sus hazañas y sus dichos en lugar de militares, genocidas y batallas? Entro al auto y a escasos minutos llega Juan con su cámara. Enfilamos para Villa Celina. Nos espera Alfredo Blanco en esta mañana de sábado. Jorge conduce por un circuito de autopistas. Parece un videojuego. Desconocía, en mi impericia cartográfica, que Villa Celina era tan cercana al Riachuelo cuando Boido me comenta que hacés treinta cuadras y estás ahí, podés llegar caminando. ¿O sea que del otro lado está Fiorito, la nueva Belén? Y el barrio donde me crié. Caraza. Fiorito. Y las calles de barro del lugar donde Pelusa jugaba a la pelota. Del Riachuelo para el mundo, tarareo mentalmente y pienso en el Gordo Alorsa. Y esa zona sigue igual de empobrecida, un barrio, como decía Dieguito, privado, privado de luz, de gas y de cloacas.
Un álbum de figuritas de Diego. Quiero coleccionarlas, pienso. Tener el vértigo que tenía de pibe cuando abría un sobre de figuritas para ver cuál me tocaba. Pegarlas después en el álbum, prolijamente y constatar cómo se iba llenando y cuántas faltaban para completarlo. Me gustaría que me pasara lo mismo con esta colección de figuritas de Diego. Supongo que esto puede suceder aunque ya no sea un niño. El Conurbano es un estado de la mente. Llegamos a la casa de Alfredo Blanco, en Celina. Nos recibe y nos sentamos en derredor de la mesa en la cual hace sus dibujos, Jorge Boido, Juan que comienza a sacar fotos, el mismo Alfredo y yo. Aparece Tini, una perrita negra que es parte de la familia Blanco. Me ladra. Le hablo pero la negociación parece imposible. Sigue ladrando. Con Alfredo, contemporáneos, intercambiamos sensaciones sobre esa adrenalina de las figuritas. Esa de El Lobo Carrascosa que no aparecía jamás y, por esas cuestiones y devenires, Alfredo realizó, en un tiempo tan lejano a su niñez y logró tenerla. No solamente eso: lo conoció. El Lobo Carrascosa, ese capitán que, a puro código, renunció a jugar un mundial. Tini sigue ladrando pero ahora trae un cierto juguetito de su pertenencia. Alfredo cuenta que dibuja desde chico, les dibujaba posters a sus amigos y los cambiaba por figuritas. Sus referentes son Ordoñez, Garaycochea, pero especialmente Jorge de Los Ríos, humorista gráfico y caricaturista que trabajó en diversos medios, entre ellos la revista Anteojito.
Blanco comienza a desplegar su obra sobre la mesa en la cual comenzó este trabajo de dibujos de Diego, Pelusa, el más grande. Tini ladra y me deja su juguetito a los pies. Vemos las figuritas, prolijamente guardadas en folios y carpetas. Diego con todas las camisetas que vistió. Alfredo muestra el álbum, los sobrecitos de las figuritas, los diversos elementos del emprendimiento, como la guillotina. La plancha de figuritas se guillotina en la mesa en la cual estamos charlando. Lo único que se realiza fuera del hogar es la impresión. Corte y troquelado se dan en el seno familiar. También hay figuritas redondas que se cortan a mano con un sacabocados. Recordamos las antiguas figuritas circulares de chapa. El Doctor no realiza este emprendimiento por cuestiones económicos, lo moviliza el amor y el deseo. Pero en ciertas circunstancias los mercaderes sobrevuelan. Alfredo, pensá en lo que le pasó al mismo Diego, suplico interiormente. Para Alfredo nunca es la economía lo movilizante, estimo que ni siquiera en su profesión de médico. Eso es existencialismo maradoneano en estado puro. Hablamos de Diego, de su actitud con el Pato Fillol cuando su hija tuvo problemas de conducta alimentaria. Blanco ama a Fillol. ¿Y cómo no?
Mi cuarto de pibe estaba plagado de fotos de Bochini, de Spinetta y del Pato. Unos años después Diego comenzó a acaparar las superficies de las paredes. Entre las figus de camisetas del álbum del Diego, está la del Club Social y Deportivo Parque, de donde salieron Román, el Cuchu Cambiasso, Redondo. Ahí, el caricaturista maradoneano conoció a Maddoni, el técnico que puso el primer ojo en todos esos pibes que después devinieron en leyenda. Nos despedimos. Es un mediodía típicamente conurbanero. Subimos al auto de Jorge Boido. Que si lo acompañamos hasta Las Achiras, indica, va a tomar unas fotos de un mural Diego. Y sí, dale. Hay un encuentro popular con juegos para niños y niñas, puestos de venta de comidas, fútbol. Vamos hacia el muro donde está retratado un Diego pero los banderines tendidos para la actividad de este sábado hacen sombra sobre el mural y eso no es fotográficamente positivo. Las nenas y los nenes corren. Una agrupación barrial se hace cargo del cuidado de la plaza. La Matanza. Cruzamos una calle y las bolsas de basura atiborran una plazoleta. La escenografía se modifica en unos pocos metros. A Diego esto no le caería en gracia, lo enojaría como se enojaba con Havelange, Blatter y la FIFA. Subimos al auto de Jorge. Me tengo que poner el cinturón porque si no comienza a sonar una chicarra muy molesta.
Alfredo Blanco nos regaló figuritas de Diego, imanes para pegar en la heladera con dibujos de El Diez y una charla. Tengo todo guardado en mi bolso. Juan también, junto a su cámara. Llegamos después de los vericuetos de las autopistas hasta Estación San Pedrito. Subte A. Mediodía de sol. Un Diego te espera.