La palabra encarnada: un libro imprescindible sobre el legado de Horacio González
El Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales editó el libro La palabra encarnada: ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019), que contiene parte de la obra ensayística del intelectual peronista que falleció este año, después de una destacada trayectoria en la cultura argentina. A continuación, AGENCIA PACO URONDO comparte "Elogio del ensayo", uno de los textos que forman parte de la publicación. Para acceder a la versión online: https://bit.ly/3BvXOq8
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Elogio del ensayo, por Horacio González
Defensas del ensayo como género apropiado para las ciencias sociales conocemos muchas. Algunas de ellas constituyen también grandes ensayos. Es lógico. Este género muestra su validez hablando en primer lugar de sí mismo. Desde luego, este “autismo” incomoda a los espíritus que juzgan que el conocimiento es un “lanzarse al exterior”. Es precisamente en el ensayo donde lo que predomina es la actitud de volcarse hacia adentro: no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en problema.
Volcarse hacia adentro. Ocurre que el ensayismo es una pócima que une conocimiento y escritura, en la línea que recoge aquel aullido clásico, el conócete a ti mismo.
Demás está decir (aunque siempre hay que buscar un decir que sobre, que sea además) que las carreras universitarias vinculadas a las ciencias sociales han proscripto el conocimiento de sí. No solo las de ciencias sociales, sino también las de filosofía y las de letras. Ellas son ámbitos donde ha triunfado la escisión entre conocimiento y escritura, lo que es decir entre escritura y autoinspección del sujeto.
Muy otra fue la actitud de Michel Foucault. Esto es necesario resaltarlo, porque también es Foucault el que deja la impresión, demasiadas veces, de que estamos ante una suerte de director de diario que nos amonesta: “En cada párrafo una información”. Y bien, en Foucault el dominio del dato adquiere una inocencia terrible, pues era necesario que no perdiera extrañeza sin que eso evitara familiarizarnos con él. El dato, de este modo, invita a perderse. El investigador querría recortar con rigor un “trozo de realidad” para “separarse de sí mismo”. ¿Pero qué es ese separarse? ¿Acaso la verdadera garantía de comunicación y texto, garantía –entiéndase– de que el escribir, el pensar o el comunicar están allí para frustrar el asalto de un Yo que renegaría de la necesaria neutralidad de la lengua?
Debemos decir que, en Foucault, “separar” el mundo de los datos del mundo ensimismado solo debía servir para responder una pregunta crucial, para la cual el dato es el yo. La pregunta es, entonces, para qué hago lo que hago. O, recogiendo la expresión del propio Foucault, que sitúa esta pregunta como fatalidad de “algún momento de la vida”, la cuestión es “saber si se puede pensar diferente de lo que se piensa y percibir diferente de lo que se ve”. Sin internamos en esa pregunta, no podríamos contener al mismo tiempo la realidad exterior de la vida y la insatisfacción del sí mismo. El ensayo es un “escribir para conocer” y “un conocimiento de sí”, porque nunca nadie le hará confesar, como género, que busca construir una lengua comunicante al margen de la crítica situación del escritor respecto de lo que escribe. ¿Pero es eso solamente?
Todo esto lo estamos leyendo en El uso de los placeres. Puede no tener gracia recordarlo nuevamente, pero allí Foucault propone una idea sobre el ensayo que nos viene como anillo al dedo. El ensayo dice, y pone esa palabra entre comillas (no es nuestro caso), el ensayo es necesario entenderlo como experiencia modificadora de sí. Quiere decir que el ensayo tiene su punto de partida en lo que alguien puede sentir cuando está en situación aseverativa. Afirmo porque creo y creo cuando elaboro un esquivo espejo con escrituras mías. En ellas trato de observarme sin ilusiones. Siento lo frágil y lo inevitable que es afirmarme en esos párrafos que recubro de “informaciones”. Pero nadie puede sacarme el sentimiento de que ese ejercicio no está hecho para homologarme al “lector, mi semejante”, sino para poner frente a él un abismo. Quiero la verdad y la escribo. Y como la escribo, nunca sabré si la tengo.
Esto último no lo dice Focault ni lo sugiere, pero parece necesario extremar la situación del escritor con su texto. Lo vemos entonces haciendo sus abluciones. Queremos decir: no soportando sus propios pensamientos. Sería este un intento radical de burlar toda comunicabilidad. ¿Esta extremación que inhibe lo comunicable puede ser seriamente defendida desde la escritura? Resulta sorprendente tener que responder una pregunta de este tipo, hecha por un interlocutor que en este caso imaginamos indignado. ¿Si no es para comunicar, para qué se investiga o se escribe? Es que el autor de la pregunta no ha tenido en cuenta el simple requisito de separar comunicabilidad de inteligibilidad. Con la primera, aceptamos fácilmente las sonoridades ya preparadas. Nuestras escrituras serán adaptativas, adosadoras, repitientes. No se crea que no hay placer en ello. Pero generalmente no es al que aspiran sus cultores. Con la segunda, aceptamos que lo que se entiende de un texto no es lo que este ofrece en su primera lectura, en su primera estribación, en sus morisquetas didácticas, o en sus trazos autoevidentes. Las ciencias sociales han privilegiado la comunicabilidad suponiendo que era sinónimo de inteligibilidad. Como resultado de ello, las ciencias sociales que se escriben en nuestras sucintas universidades e instituciones de récherche, comunican. Eso es cierto, pero también lo es que, en la última napa movilizadora del entendimiento, ellas realmente no se entienden. Se lo impide su “claridad ya calculada”. Cientos de “investigaciones” están haciéndose en este mismo momento bajo la norma de la espera. Es la espera de una estructura lingüística respecto del dato que camina hacia ella. En la confianza de esa reunión de las categorías con la empiria, prepara el tribunal de la ciencia su apología de la paciencia.
Pero, en vez de una comunicación sin comprensión, preferimos nosotros una inteligibilidad sin comunicación. Esto último significa que lo que hay que “construir” no es necesariamente el dato, sino nuestra propia comprensión impaciente de un texto que se complace en atravesar sus propios obstáculos.
Obstáculos legítimos, agrego, obstáculos que le pertenecen como resultado de un modo de escribir que debe dejar el resuello del pensamiento sobre el lenguaje.
No hay por qué festejar el skotéinos, el texto oscuro a la espera de su dorado cabalista. Además, es necesario siempre distinguir la frontera entre lo oscuro y lo mal resuelto. Eso no siempre es fácil. Por otra parte, la tesis del último Foucault, de tintineo tan argentino, –“escribo para aclararme las cosas a mí mismo”– dio como resultado un estilo que podríamos llamar moralista. Quien se “aclara a sí mismo” no tiene por qué evitar un tejido de afirmaciones que formarían parte de un catecismo. Involuntariamente, recomienda conductas con arreglo al canon de la “vida buena”. Si no teme quedar como un pastor prejuicioso, lo mejor que debe hacer un ensayista que trabaja “en el esclarecimiento exclusivo de sí” es empeñarse en ese tipo de enunciados concluyentes. Meras generalizaciones de un ingenuo que no acudió a los “casos” validadores sino a la propia verosimilitud de su argumento escrito, babosamente extendido sobre los renglones del papel. ¿No dijimos que se trataba de un moralista?
Ahora bien, ese moralista tiene en el ensayo su aliado principal. Porque es justamente el ensayo lo que convierte legítimamente una actitud del tipo “cuidado de sí” en un texto público socialmente legible. El ensayo de esa tenue membrana que hay que escribir para sí, en aptitud precomunicativa. Entonces, el resultado será una inteligibilidad pública. No es una simple paradoja. Es el hilo de sentido que une la imposible omisión de quién escribe, con un sistema de lecturas públicamente disponibles. Si puedo terminar con una fórmula, debería decir que ni el placer del texto ni la ansiedad por la comunicación son estaciones atractivas para un posible nuevo recorrido del ensayo, de entonación socialmente crítica. Quizá pueda afirmarse ahora que no hay placer en escribir lo que parecen confesiones. Si ellas se convierten en prosa de ensayo es porque en algún lugar es necesario declarar la soberanía del pudor. El ensayo social es un género de pasaje. Del “escribo para mí” al pudor trascendental. En algún lugar está el límite entre el placer yoísta y un texto que busca ávidamente lectores que lo adoptarán o lo abandonarán. Solo entonces comprenderemos la suprema ironía. Quien escribió para sí será realmente entendido en el anonimato de esos días sin autor ni tiempo. Y si se siente moralista, tendrá derecho a realizar el justo reclamo de que suspendan esa palabra dos hermosos pares de comillas.