La casa de Rodolfo Kusch: una escenografía de lo cotidiano
Por Felipe Melicchio | Fotos: Marcela Rodríguez
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Cuando le cuento a alguien que me radiqué definitivamente en Maimará, siempre me responde con un gesto de asombro ¿Por qué?
Rodolfo Kusch
Todo hogar desdobla a las personas en habitantes y visitantes. El visitante vive una profunda extrañeza cuando arriba a otra casa porque se encuentra frente a un orden específico e impropio. Se trata de la escenografía que el habitante (o “lxs habitantxs”, pero simplifiquemos metafóricamente tanto el concepto “habitante” como “visitante” en singular y masculino) ha acomodado en algún momento y seguirá ajustando. La escenografía de su vida cotidiana.
Aunque el visitante sea asiduo, un gran amigx, igual no dejará de sorprenderse y de encontrar nuevos pliegues. El habitante habrá olvidado que, por su culpa, la casa tiene una estética particular. Quizás no lo sepa, pero su hogar habla por él.
Para el visitante el hogar es un collage de incógnitas. Allí no se da su vida cotidiana, entonces desconoce la profundidad de los símbolos que pueblan la casa ¿Por qué este afiche cuelga aquí? ¿De dónde proviene este adorno? Son preguntas cuyas respuestas se reservan en la mente del habitante. Este, por la inercia de vivir allí, no revisa las razones, sino que tan solo anda entre sus cosas.
Aunque extremos opuestos, visitante y habitante se unifican en un punto: ambos transcurren gran parte de su vida en sus hogares. De aquí podríamos desprender un capítulo completo sobre la gente sin hogar, que lamentablemente también están despojadxs de la experiencia detallada en este artículo. Porque más allá de que tener un hogar sea un derecho constitucional, dentro se experimenta la vida de cierta manera.
En nuestras casas siempre encontramos un lugar para reinstalarnos. Vivimos el azar del afuera, sus vaivenes, su frecuente falta de hospitalidad, hasta llegar a casa, donde podemos decantar lo vivido. Caminar entre los pasillos ya recorridos y recorridos, pasar por las cosas que se disponen en su lugar de siempre y pensar desde el estar en nuestro hogar.
El habitante ha pensado en todos los recovecos de su casa y durante ese pensamiento ha dirimido las cosas más profundas y más banales de su existencia. De esa mezcla se compone un hogar: de la simpleza del inodoro y la enmarañada biblioteca; de la heladera, con comida, alguna cerveza y otras mundanidades, y la cama donde se da continuamente el mágico estreno de un nuevo sueño.
Desde la casa de Rodolfo Kusch, y desde un pequeño ejemplo, podemos desnudar una faceta oculta de todo hogar. Humildemente colgado en la zona donde yace su escritorio, su máquina de escribir y la biblioteca (ya revisada y rotulada por la Universidad Nacional de Tres de Febrero), aparece el siguiente dibujo.
Quizás calcado por él, este dibujito emerge de la profundidad de América. Se trata del presunto altar de Coricancha del Cuzco (Perú) dibujado por el indio Joan de Santa Cruz Pachacuti, en el manuscrito que le entrega al padre Ávila —cerca del año 1600— a unas cuantas leguas al sur del Cuzco. En él, Pachacuti esquematiza las cualidades de Viracocha, un dios central en la cosmovisión incaica. Es en América profunda donde Kusch produce páginas y páginas analizando este esquema, desmenuzándolo. Y es en ese mismo libro donde cuelga también el dibujito.
La coincidencia nos ofrece una información vital del habitante. Colocó tanto en la intimidad de su hogar como en una producción literaria, cuyo fin es exponerse públicamente, el mismo dibujo. Aunque en nuestro caso puede que no nos importe la escritura, ni el pensamiento latinoamericano, todas las casas expresan muchos de nuestros rasgos personales.
Como un libro inconcluso, cada casa va siendo escrita por su habitante y cada visitante puede jugar a ser lector en ella. El fenómeno cotidiano de las casas implica contener una vida dándose, existiendo, y por eso solo se convierte en un punto de atracción donde terminan instalándose dispares objetos: libros, fotografías, imanes, cuadros, afiches, de muy distintos orígenes que se mantienen congregados por el capricho del habitante.
La casa de Kusch y su libro América profunda se nos ofrecen así, como recintos por lo menos vinculados. Las palabras del mismo autor develan una comunión secreta: “una idea, un sueldo, una casa, un libro, una plataforma política, todo se engendra, madura y muere” es decir, siguen las leyes orgánicas de la vida como lo hace una manzana, que primero es semilla, madura y luego se desprende del árbol, para reintegrarse al suelo.
Visitar una casa sin habitante (sin Rodolfo, ni Elizabeth, ni sus hijxs) implica presenciar la última instancia de este proceso, donde el fruto caído ya no bebe de la vida. Se está frente a su reintegración al suelo, ya lejos del árbol. Entonces todo parece paralizado. Ser visitante en esta instancia es ser testigo de la orfandad de los objetos de la casa, que se han quedado sin el habitante, el único que conoce el porqué de sus destinos compartidos.
Gracias a Lina Mamani (encargada actualmente de la Biblioteca y Archivo Rodolfo Kusch) pude visitar la casa. Todas las salas habían madurado a una estética característica, pero estaban pausadas a la manera que solo sabe la falta de habitantes. Debía remontarme con la imaginación a aquel tiempo en que Kusch la recorría humanamente, mascando alguna idea como mascan coca los maimareños, ocupando el espacio, atrayendo “cosas” por el impulso de vivir allí, colgando el dibujito.
Si todo se engendra, madura y muere, la maduración del libro y de la casa dependían de un mismo ser que era a la vez escritor y habitante. Que al mismo tiempo maduraba por cuenta propia. El habitante así visto parecería el árbol, y los dos recintos sus manzanas en maduración que el propio fluir de la vida iba nutriendo. A pesar de ser dos maduraciones independientes, casa y libro, con funciones diametralmente opuestas (privado-público, intimidad-exposición) se vieron ocupadas por un mismo dibujo.
La repetición del dibujo de Pachacuti en la casa y en el libro confirma el puente que puede tener todo elemento hogareño con algo más allá, con algo de otro dominio: en este caso un dibujo colgado que es fundamental en la teorización de un autor, pero puede tratarse de una guitarra, de una foto o adorno que se deja en algún lugarcito de la casa e insospechadamente se conecta con los recuerdos más emotivos del habitante.
Todo hogar se desarrolla en función del habitante, madura con él; y en ese darse con la casa, el habitante deja sus huellas. Vive y el hogar sufre las consecuencias: se adapta a la necesidad humana de ser algo más que un amparo durante la lluvia, o una propiedad privada.
Sin embargo, después de todo, casa sin habitante y libro publicado son la manzana ya caída del árbol, desprendida de la rama que la hizo crecer a pulsaciones.
Diríamos entonces que ambos han concluido. Pero dado que estamos atravesadxs por lo orgánico, como bien sabe la gente de la Quebrada, esto no implica un final. Más bien cuando se publica un libro nace un lector; cuando muere un habitante, puede pasar que nazcan otrxs en la misma casa; o que nazca la Biblioteca y Archivo Rodolfo Kusch; o que nazca un artículo, gracias a una casa que, como la manzana, se reintegra al suelo y fertiliza la reflexión de algún visitante.