Yo no me quiero curar: "¿Cuál es el malestar permanente que queremos suprimir?"
Por Sofía Guggiari | Ilustración: Gabriela Canteros
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Hace poco vi una calcomanía pegada en los azulejos del baño de un bar. La imagen era el dibujo de una pastilla y una frase debajo que decía: "no queremos más pastillas, queremos la cura ya."
Me llamó mucho la atención ese enunciado a modo de proclama política: "no queremos más la pastilla que calme, modo de parche, sea cual fuere ese malestar, no queremos taparlo, queremos no tenerlo más.¿Cuál es ese malestar permanente que queremos suprimir? ¿Qué es aquello que nos queremos sacar de encima, o huir desesperadxs como si fuese la peste? ¿No es acaso de eso de lo que estamos hechos todxs de lo que no nos podemos curar?
¡Cuánto malestar que trae vivir en un mundo tan desigual e injusto! ¡Eso sí! De ese malestar más que pastilla para calmar el sufrimiento, más que no sentirlo más, necesitamos hacer política. Y es de eso de lo que hablaba esa calcomanía. De esa división y esa juntura tan en pugna. Esa división a veces tan caprichosa y esa juntura tan éticamente necesaria entre lo político y la salud. Pero incluso ahí la pregunta por el dolor psíquico sigue insistiendo. ¿De qué nos queremos curar?
Una vez mi propia analista me dijo "de ese mal de amores que sufrís vos, eso que crees tuyo y de nadie más, de eso es de lo que estamos hecho todxs". Su intervención me alivió. Y me alivió poder autorizarme a una tristeza, sin significarla más allá de nada. Sin tener que explicarla a modo neurótico o individual; sin tener que cerrarla o darle alguna razón. "De eso es de lo que estamos hecho todxs", dijo ella y me conquistó.
El hecho de que la vida implique el infortunio, la tristeza, el desencanto, el desencuentro con ese otrx del amor, el duelo, la desilusión es algo intrínseco a la existencia, toca a todxs por igual, nos confronta contra el riesgo de lo que está vivo. Y ojo que no hablo, claro, como dije antes, de naturalizar las precarización, ni las desigualdades sociales. No me refiero acá a lo injusto que merece siempre justicia y derecho social.
Hablo más bien, de aquello casi innombrable, que nos aterra, como agujero o pregunta. Como dolor, tristeza o angustia. Esa sensación de incertidumbre o de irreparabilidad. Un daño, una herida, una cicatriz que da cuenta que estamos vivos. Un desencastre con el otrx, propio de lo que respira. Ese estar de un modo vulnerable, ese saber que la existencia siempre implica fragilidad.
Y creo, que aceptar nuestra fragilidad nos permite vivirla, nos permite hacerla carne, nos permite usarla como brújula.
Hacer de ella nuestro hogar.
Que no es lo mismo que abandonarnos a lo que duele, ni dejarnos precarizadxs frente a una vida injusta. Si no que hablo de convivir con la existencia como intensidad, crisis, dolor y alegría.
¿Por qué no sufrir? ¿Por qué no animarnos a la alegría? ¿Por qué no vivir?
Por eso, yo no me quiero curar. Quiero la imperfección como potencia, como lazo, como sabiduría. Quiero salir a buscar la vida, que está ahí, que la hacemos, cada quien, con lo que tiene.
Con el costo siempre de que cuanto más lejos de los guiones predeterminados estemos, más en el borde nos vamos a sentir. Pero es ahí en ese borde en donde se siente la brisa que viene del otro lado. Una brisa que da vértigo, claro, pero que sin lugar a dudas anuncia que estamos viviendo.