El arte rupestre de Inca Cueva y el vandalismo discreto
Por Felipe Melicchio | Fotos: Marcela Rodríguez
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Uno de los primeros lienzos que encontró la humanidad fueron las paredes rocosas de cuevas y aleros. Allí se pintaron lo que hoy llamamos arte rupestre, sin más. El adjetivo rupestre impone la distancia cronológica suficiente para sentir que todo eso que plasmaron aquellas sociedades corresponde irremediablemente al pasado, a un antojo extraño, a una cosmovisión perdida.
Hoy las paredes de la ciudad también son tentadoras para, igual que en el pasado y en su mayoría, artistas anónimxs. No se denomina arte rupestre, porque estas manifestaciones conviven con los habitantes de la urbe. Algunos lo llaman murales, graffitis, vandalismo, etc; no hay una homogeneidad conceptual, como con las pinturas del pasado, sino que hay una disputa viva alimentada por las distintas ideologías que observan el fenómeno.
Sin embargo, en Inca Cueva —yacimiento situado en la Quebrada de Humahuaca, Jujuy— ocurre un encuentro inesperado. Arte rupestre, es decir iconografía preincaica, del periodo incaico y hasta dibujos contemporáneos al desembarco español, comparten lienzo con producciones modernas. La mayoría son rápidamente identificables, contrastables. Pero un sector propone algo más.
Un conjunto de llamas pintadas hace mil años conviven con otras tan similares que podríamos datarlas imprecisamente en la misma época. Se trata de imitaciones modernas de esas mismas llamas, que no cuentan con signos de autoría, sino que se adosan al originario grupo de llamas. Es decir, desde un punto lejano de la historia, un grupo intentó ser otro y sumar su dibujo al preexistente.
Inmediatamente se instala una situación similar a la que Borges ensayó en su cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”. Recomiendo leerlo, pero para los fines de este texto les comparto unos fragmentos que sintetizan su contenido: Pierre Menard “no quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote”. Este escritor francés del siglo XX buscó producir la misma novela (El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha) que fue escrita en el siglo XVII.
“Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra y línea por línea con las de Miguel de Cervantes”, sigue Borges. Menard no quería copiar el libro, transcribirlo; tampoco quería convertirse, fundirse, en Cervantes, “conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros y los turcos, olvidar la historia entre los años 1602 y 1918”. Deseaba llegar al Quijote desde sus propias experiencias.
El cuento frente a Inca Cueva ya no es un fenómeno aislado; como Pierre Menard, un grupo (o individuo) moderno intentó producir lo mismo, desde un punto distinto de la historia. Incluirse en el conjunto de llamas rupestres, sin que se detecte visiblemente la diferencia de otro tiempo.
Cuando lxs arqueólogxs estudiaron la cueva descubrieron las llamas intrusas entre la manada original. Un sutil pozo provocó el tropiezo de aquella empresa mímica: lxs modernxs fallaron con el material. No eran de carbón los dibujos predecesores, es decir, las pinturas rupestres. En el pasado, el pigmento se había conformado con otra técnica, con otros elementos, lo que advertía que estas últimas eran modernas, y, por lo tanto, parte del vandalismo que asalta Inca Cueva.
Dibujo vándalo, pero no clásicamente; nos encontramos con una nueva forma de vandalismo, un vandalismo discreto, que juega con la ambigüedad, con el ojo ignorante. Aunque similares, las llamas imitadoras son consecuencia de una mentalidad de conquista donde cualquier territorio (hasta el rocoso) es permeable a ser cosificado e invadido, ignorando la religiosidad, el valor cultural, la integridad de un pueblo.
Esta es la precondición del vandalismo; sea bajo una mímesis insuficiente (las llamas modernas) o de una manera más clásica (dibujos caricaturescos con firmas, fechas, nombres personales y rayones, como también los hay en Inca Cueva), lo vándalo no se ata a la forma sino al tipo de mentalidad que lo motiva. Y al vandalizar las pinturas rupestres, ya la obra no es igual que antes, es trastocada.
Pierre Menard quería escribir “su” propio Quijote, pero exactamente igual al de Cervantes; algunos análisis hermenéuticos del cuento concluyen que esta intención refleja al “lector ideal”. El lector ideal imprime sobre una obra escrita, la suya, su interpretación que renueva el texto, aunque no modifique una palabra. Una apropiación del contenido total de la obra a partir de las propias experiencias.
Sin embargo, yendo a nuestro caso, las llamas intrusas que se suman a la manada original buscan prolongar el arte rupestre en vez de aceptar el contenido total de la obra. Intentaron con esta sumatoria, de algún modo, seguir la misma estética que hubiera seguido la población originaria, como si Pierre Menard hubiese elegido sumarle alguna palabra al Quijote porque Cervantes “lo hubiera hecho”.
Esto evidencia la mentalidad de conquista donde todo espacio puede ser invadido y aunque este vandalismo no tiene firma, el carbón y la actitud conquistadora constituyen el autógrafo moderno.
¿Entonces quién vendría a ser el “lector ideal” que sobre una obra ya escrita, inserta la suya? ¿Quiénes constituyen el Pierre Menard de Inca Cueva, apropiándose de las pinturas rupestres sin tocar ni un trazo? Primero y principal las poblaciones de la Quebrada de Humahuaca que se identifican con las pinturas y las protegen. Reconocen una ancestría con los íconos pintados, una responsabilidad de resguardarlos, trazando un vínculo genealógico con las pinturas cuya comprobación es remota. Remota, no falsa; la ancestría se monta literariamente, pues no se puede comprobar, se trata de muchos años atrás. Las comunidades reescriben como Menard la pintura, sin tocarla, pero renovándola con su lectura, diciendo que se trata de sus ancestros, de ellos mismos.
La comprobación científica de ADN no importa. Lo sustancial es la relectura en clave identitaria del arte de Inca Cueva que realizan las comunidades, lo que permite una interpretación moderna y una renovación total de la obra. Las comunidades se la apropian, desde un punto remoto de la historia; pueden a partir de las pinturas hablar de su preexistencia étnica, mientras la obra en sí no habla de “preexistencia étnica”.
En segundo lugar, el Estado argentino se apropia de las pinturas y las renueva de sentido. Ve en ellas algo de “interés nacional”, un “patrimonio cultural”, que la propia obra rehúye por ser anterior a la formación de los Estados modernos (y de la idea de patrimonio). Entonces el Estado reescribe (repinta) las pinturas rupestres dentro de un país ahora llamado Argentina, y financia la investigación, facilita el acceso a Inca Cueva, por entender que es parte de la jurisdicción de un país soberano.
Y estos dos procesos coinciden en reactualizar el sentido de la obra sin agregados. Dirá Borges: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico”. Lo mismo ocurre en Inca Cueva, las apropiaciones de las comunidades y del Estado en el siglo XXI son mucho más ricas que las meras figuras pintadas sobre las paredes de la cueva hace mil años.
De esta manera, el “arte rupestre” se renueva, y ya no es tan rupestre, sino que se convierte en una obra contemporánea, porque hay lectores que nos hacen recordar que todo eso pintado es actual y sigue palpitando en la profundidad de nuestro país.
Bibliografía
Cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, de Jorge Luis Borges, en https://www.literatura.us/borges/pierre.html
"Pierre Menard, autor del Quijote: una reflexión sobre la práctica del comentario textual", de Martina Vinatea Recoba, en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4786999