La fe de los conversos
Es difícil elegir respuesta: si la roca la tienen en la cara, el corazón o -mufa son- el bolsillo. Hace una semana –si quiere, un mes- Lionel Messi era el símbolo del fracaso para buena parte de quienes ahora ingresaron en una delirante carrera de fanatismo repentino.
Cabe concluir que hay seres capaces de bastardear las felicidades más sublimes, como el fútbol que siempre desplegó este 10 o el acto de estricta justicia que se coronó para con él el domingo 18 de diciembre en Lusail.
Lo peor que podría pasar con el campeonato mundial que Argentina obtuvo en Qatar es que se lo apropie la añeja secta de exitistas y cholulos, para quienes el fútbol es un paréntesis aburrido entre el mercado de pases y la carnicería u orgía de elogios posteriores a la última fecha.
Reincidente en sus intentos mundialistas, Messi fue más bien un símbolo contra el triunfalismo de quienes de pronto están desesperados por borrar con el codo lo que escribieron sus manos durante 15 años. Es todo demasiado reciente como para que el fenómeno no impacte.
Lo decretaron fracasado, pese a su colección de títulos con el Barcelona y las nueve Finales –contando sólo torneos no definidos a único partido- a que clasificó con la Selección, mayor, juvenil u olímpica. Hubo quienes le sugirieron que renuncie a los colores que siempre eligió. En 2018 lo consideraron retirado y un canal de tevé hizo un minuto de silencio, adjudicándole a su generación haber asesinado el orgullo argentino. Se dudó, incluso, de la nacionalidad que lleva en el alma. No faltan quienes lo descubren ahora, a sus 35 años.
Por esa parábola, en ambos sentidos del término, Messi –tal vez el futbolista con más podios de la historia- no puede ser un símbolo de ese diario del lunes que ahora busca apropiárselo, exprimirlo, utilizar su nombre para castigar al próximo en la comparación absurda. La Pulga construyó lo contrario a la apología del éxito: su desafío permanente.
Llama la atención que instituciones que debieran asumirse formativas –sólo entre ellas, el periodismo- simplifiquen más allá de todo decoro sus análisis. Una cosa es participar de la alegría popular, embeberse de la celebración, y otra muy distinta dejar el examen de la historia a los palos del arco: pelota que pega y entra, convierte a alguien en ejemplo; pelota que pega y sale, lo recluye en el olvido o la condena. Ahí está el caso de Rodrigo Palacio, uno de los más espléndidos delanteros que hemos tenido, cuyo remate en la Final de 2014 sirvió para censar la cantidad de expertos en definiciones ante un arquero alemán que sale a la carrera.
El modo de narrar la Historia revela invariablemente el prisma desde el que se la mira, sea por deliberación intencionada o naturalización más bien boba. El fútbol suele sufrir relatos, festejos y decepciones que toman cada resultado como si se tratase del fin de la historia, del mismo modo que muchas veces la algarabía presente desprecia sus pretéritos. Para ese loco afán, lo nuevo siempre sería superior. Una pavada sólo equivalente a su opuesto, legislar que todo tiempo pasado fue mejor.
Messi no es un jugador distinto al que era el sábado 17, ni necesitaba este título para certificar nada. Las generaciones de futbolistas que no llegaron a ese sitial –incluyendo la del propio Lionel de aquel 2014- no valen menos por eso. Durante casi medio siglo hemos tenido al mejor del mundo, en general han sido maltratados. La nueva manifestación es que pretenden que Messi les sirva para sacarse de encima a Maradona, el ídolo incómodo. Pero antes fue a la inversa, y por quince años utilizaron el recuerdo de Diego para martirizar a Lionel.
En los plazos largos de la historia, este campeonato servirá para cimentar las bases del próximo puente generacional. El derrotismo previo, castigador feroz, ponía en duda el trasvase de la escuela maradoniana que Messi recogió e izó como bandera.
Esta alegría, las fotos icónicas actualizadas en Qatar, ayudarán al próximo talento a decidir vestir la camiseta argentina y no la de alguna república privatizada que funde Red Bull. Por eso es que nunca hay que retirar el 10 de la camiseta albiceleste: para que haya siempre un piberío deseando llegar. Habrá una infancia que sueñe ser Messi, como Messi soñó un día ser Diego. Por suerte, esas ilusiones suelen crecer al margen de los flashes, de los sacerdotes implacables de la derrota y de los conversos repentinos del triunfo.
No deja de ser problemático que semejante herencia cultural se apoye en las victorias, porque a veces -muchas, la mayoría de las veces- son esquivas. Tuvimos ocasión de vivir esa realidad, que hoy parece alterna, hasta que Gonzalo Montiel convirtió el último penal del largo martirio.
Pero incluso cuando los triunfos lleguen, centrar todo en ellos distrae de los verdaderos ejes de acumulación cultural, en general más silvestre y genuina. Si la derrota suele acercar el riesgo de estar permanentemente comenzando de cero, la victoria también puede tender la misma trampa.
Por las dudas, siempre valdrá recordar que la Pulga nació y creció en una Selección que llegó a estar 28 años sin títulos oficiales, mientras que Pelusa debutó con la celeste y blanca cuando las vitrinas de la AFA todavía no tenían títulos mundiales.
Es necesario que esta brisa feliz de primavera no se aleje del mes que la edificó y, sobre todo, que se reconozca en la identidad silvestre de sus raíces. Menos en los palmarés de Maradona y Messi y más en sus zurdas únicas, mágicos retoños de una historia que artesanalmente los talló y, si no lo evitamos con tonterías, tal vez lo siga haciendo.