Reestreno teatral de “La madre del desierto”: la Difunta Correa y el rumor de la historia
Hacia 1840, en el departamento de Angaco, en la provincia de San Juan, Clemente Bustos es reclutado forzosamente por una montonera y arrastrado hacia La Rioja, lejos de su esposa, Deolinda Correa, y su hijo, para luchar en las guerras civiles recurrentes en esa época. Aprovechando la ausencia de su marido, el comisario del pueblo acosa diariamente a Deolinda, hasta que ella decide irse en busca de su esposo, con su bebé lactante en brazos. Llevando con ella pocas provisiones de pan, charqui y dos chifles de agua, recorre el desierto. Cuando el agua se termina, se echa bajo la sombra de un algarrobo con el hijo aferrado a su pecho, pero a causa de la sed, el hambre y el agotamiento, muere. Al día siguiente, un grupo de arrieros encuentran el cadáver. Sin embargo, el hijo sigue con vida, amamantándose de su pecho del que todavía sale leche. Es, como todos sabemos, la historia de la Difunta Correa, esa santa pagana destinada a conceder milagros.
Es este mito el que Ignacio Bartolone toma para pensar, bajo una luz diferente, la relación entre la historia y la literatura de nuestro país, los textos que fundaron la identidad nacional. Una luz de poderoso alcance que llega hasta nuestro presente. Apoyada sobre la relación entre Deolinda (Alejandra Flechner) y su Bebo Puraleche (Juan Isola), la obra inicia, como toda historia, con una partida - ¿con una espera? -. El momento previo a la fundación de un mito, “el rumor de la historia, antes de ser historia”. Madre e hijo, dos soledades que vagan por el espacio sin límites, hablando en esa lengua extraña, poética, poblando de signos el desierto.
Lo que había olvidado del mito es que la partida tiene doble motivación. Por un lado, la persecución de un deseo: encontrar a su marido y al papá del Bebo, e irse a Chile, a un lugar donde no haya guerra. Y por otro, el asedio terrible que Deolinda sufre por parte del comisario. Pareciera, entonces, que lo que hace la dramaturgia es definir, otra vez, el cuerpo de la patria, incluir aquello que nunca se quiso formara parte.
Ni santos, ni próceres. Es una mujer la que habla.
Ni santos, ni próceres. Es una mujer la que habla. Y así como el desierto es la imagen que representaba el vacío de tradiciones, es el cuerpo –diseccionado- de la mujer, el símbolo de lo que hay que definir, delimitar, iluminar. “Yo voy a unir a esta nación agrietada, con retoques, acá, acá y acá. Pera, nariz, frente, pómulos, todo nuevo. Un cuerpo fulguroso de belleza y barbarie para administrar la justicia y la violencia de este país inminente. Y, por último, como estocada final: tetas. Un buen par de tetas que aglutinen el deseo nacional”. Conocer el cuerpo por dentro, descubrir el secreto, dice Esther Cross.
Una madre que ronda en el desierto, otras madres que hacen rondas en Plaza de Mayo, cuerpos que son sustraídos, cifras escalofriantes que escalan día a día. Como señala Betina Gonzáles en su magistral libro La obligación de ser genial, hay que volver a decirlo: el mito se funda a partir de la muerte de una mujer.
“El arte escrito me parece un hijo que nació muerto”, dice el Bebo Puraleche. “A mí me interesa otra belleza”, remarca, “la belleza de los cuerpos que configuran un destino nacional”. Qué gran gesto, cuánta ironía. Porque el texto es de una fuerza arrasadora, un cuerpo vivo, fulgurante, y porque como bien sabemos, el desierto, vacío de textualidad, se “escribió, se conquistó y se modernizó”.
Es difícil escapar a las bestiales actuaciones de Alejandra Flechner y Juan Isola, pero hay instantes en que el texto, esos versos llenos de comicidad, belleza e ironía, se alzan sobre todo. “Solo el discurso se mueve ahora”, dice el Bebo. Uno los ve, realmente los ve. Metáforas, neologismos, arcaísmos, como en la gauchesca: melodía propia, rasgueo criollo. Idea, imagen, idea, muchas ideas. Pero eso, que en una obra podría ser agobiante, porque no hay tiempo para digerir, acá tiene la fuerza de un encantamiento. Acá la actuación es puro estallido, la parodia es interpretación y procedimiento. ¿Así se actúa? ¿Poniendo tanto en todo? De Alejandra Flechner sabemos, la vimos actuar muchas veces. Enorme, descomunal actriz. Pero cuando Juan Isola empieza a escalar, lo hace cada vez más alto, y uno se pregunta hasta dónde va a llegar. Eso no es un actor, es un animal extraño, el corazón de un animal extraño. Es como ver a alguien atravesar el fuego con paso seguro. Capaz de llevarte hasta lo más alto y soltarte, dejarte caer. Eso tiene música propia.
Madre e hijo. Soledades que vagan. El rumor de la historia, antes de ser historia. El cuerpo todavía indefinido de la patria. Como estos versos de Beatriz Vignoli:
Hay un cuerpo que nace y tu cuerpo le hace
de tobogán y mímica, de retorno y de médium;
no como yo que al cabo del canal no me esperan,
soy parida sabiéndolo, y nazco como quien matan.
Es difícil escapar a las bestiales actuaciones de Alejandra Flechner y Juan Isola, pero hay instantes en que el texto se alza sobre todo.
La madre del desierto es una producción del Teatro Cervantes y se puede ver en El galpón de Guevara (Guevara 326, Capital Federal) los días domingos, a las 17 hs, hasta el 3 de septiembre
FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA
Autoría y dirección: Ignacio Bartolone
Adaptación De Escenografía: Agustin Ravotti
Actúan: Alejandra Flechner, Juan Isola
Músicos: Franco Calluso, Raquel Luco
Vestuario y escenografía: Endi Ruiz
Iluminación: David Seldes
Diseño Audiovisual: Leo Balistrieri
Música original: Franco Calluso, Raquel Luco
Asistencia de iluminación: Facundo David
Asistencia de dirección: Alejandro Santucci
Asistencia De Montaje: Daira Agustina Escalera
Prensa: Marisol Cambre
Producción: Malena Schnitzer
Coreografía: Carolina Borca