Zona de interés: la banalidad del mal de cara a nuestra actualidad
Desde el estreno de Noche y niebla en 1956 las películas sobre el Holocausto, y en especial sobre los campos de concentración, nunca dejaron de hacerse. El modo de aproximación puede variar, pero por encima siempre está la necesidad de comprender. En ese camino, las obras que eligieron explorar el punto de vista de los victimarios son excepciones. El nuevo film de Jonathan Glazer, tras diez años sin largometrajes -al igual que David Fincher, es un cineasta “hijo del videoclip”-, destaca por sus cinco nominaciones al Oscar: Mejor Película, Película Internacional, Dirección, Guion Adaptado y Sonido.
Zona de interés, escrita y dirigida por Glazer, está basada libremente en la novela homónima de Martin Amis -si bien el libro se inspira en hechos reales, ésta utiliza a los personajes reales-. El relato, durante menos de dos horas, sigue la cotidianeidad de la familia Höss, que busca llevar una vida normal: Rudolf (Christian Friedel) y Hedwig (Sandra Hüller), junto a sus cinco hijos pequeños. No hay estridencias, los planos son generales, todo parece tranquilo.
Sin embargo, estamos en 1943, en el este de Alemania. Poco a poco, el espectador irá infiriendo: Rudolf Höss es el comandante nazi a cargo del campo de concentración de Auschwitz. Pidió construir su casa, pileta incluida, pared de por medio. Ese primer elemento vuelve a Zona de interés una de las obras más originales en su género. Todo transcurre del lado exterior del muro; es un eterno fuera de campo -aquello fuera del encuadre pero que se puede intuir por recursos formales-, combinado con un retrato hiperrealista, donde el sonido a la distancia de gritos, disparos, sirenas y máquinas, es determinante. El horror, que se percibe lejano, se siente, de manera paradojal, muy cerca. Esa es su contundencia.
La banalidad radica en que no existe peso moral alguno, los actos parecen ser todos equivalentes e irreflexivos. Hedwig dirige la narración desde su punto de vista de ama de casa, esposa y madre. Nada ni nadie debe detenerse y nada lo hace, pero hay grietas en esa construcción que van in crescendo: una visita esporádica de una familiar, las pesadillas recurrentes de una de las hijas -aludiendo como contracara a Hansel y Gretel-, la posibilidad de un nuevo traslado de Rudolf, y hasta malestares metafísicos que los exceden.
Otro de los elementos centrales es la empatía, con la que Glazer siempre ha jugado de forma inusual a lo largo de su filmografía. En Sexy beast, con un criminal; en Birth, con una viuda que cree que un reencarnó en su esposo; en Under the skin, con un alien que busca encontrar humanidad. Ahora, el antisemitismo está tan imbuido que lo anormal sería algún tipo de consideración humana. Es una cadena de órdenes y actividades carente de empatía y ahí, otra vez, la “banalidad del mal” de Hannah Arendt en “Eichmann en Jerusalén”. Por eso, trabaja con una distancia clínica, asentado sobre la idea de vigilancia, para no volver banal al propio concepto. Es difícil imaginar otra manera de escenificar esa convivencia.
En ese aspecto, el largometraje es, esencialmente, conceptual. Pone la lupa sobre un proceso histórico, no sobre individuos, y con un apuesta simple y concreta: esa normalización es mucho más común de lo que podría imaginarse. De esa manera, hay dos películas en una, la que se ve y la que evocamos como espectadores. En los films más tradicionales es fácil distanciarse de los nazis, acá las contorsiones para autojustificarse son mucho más atemporales. Si Christopher Nolan, en Oppenheimer, decidió no mostrar el lanzamiento de las bombas atómicas, en Zona de interés Glazer nunca muestra la violencia, sino que la sugiere y, con ello, la potencia. Provoca que nosotros, como espectadores, le demos forma a lo indescriptible. Pide que nos involucremos para completar el relato.
El título se explica, aunque no se menciona en concreto. Esa “zona de interés” eran las decenas de kilómetros que ocupaban el campo y sus alrededores, no sólo para evitar testigos o fuga, sino por los negocios y la mano de obra esclava. Höss fue ahorcado por crímenes de guerra, tras testificar en los juicios de Núremberg, pero esto no es una película sobre el pasado. Puede verse, si se quiere, como respuesta a El hijo de Saúl o La lista de Schindler, y la existencia o no de compasión, pero, en la actualidad, nos habla más de nuestras similitudes con los victimarios que con las víctimas.