Cine: “La sustancia” o la aceptación de ser Frankenstein
“Y ahora que ya no creo en el amor, por primera vez, estoy preparado para amar: de forma finita, inmanente, anormalmente. O dicho de otro modo, siento que empiezo a prepararme para la muerte”. (Paul B. Preciado)
¿Quién es la verdadera villana en La sustancia? Un Spoiler alert: de la película protagonizada por Demi Moore, Margaret Qualley y Dennis Quaid: no es lo que parece.
Esta pregunta apareció en un portal de redes sociales. Por suerte, desestimé la primera respuesta y comencé a escribir.
La mirada crítica sobre el propio cuerpo, esa constante reflexión que las mujeres hacemos sobre nosotras mismas, no es solo un ejercicio interno, sino también una imposición externa. Los sistemas de poder actúan como un panóptico, tal como lo describió Foucault: un dispositivo de vigilancia que internaliza la mirada del otro. Estos sistemas no solo nos vigilan, sino que logran que nos autocontrolemos, regulando nuestros propios pensamientos, comportamientos y deseos. La sensación de observación y control es francamente enajenante. Esta vigilancia se extiende a lo largo de un tiempo inimaginable, un periodo que abarca toda la vida de una mujer. Estos mecanismos de control nos condicionan tanto desde afuera como desde adentro, de tal forma que terminamos asumiendo como propia la mirada que nos imponen.
La película está situada en los años 80. Si pensamos en el contexto político estos, estuvieron marcados por la tensión entre bloques (EE.UU. y la URSS). Momento en el que el capitalismo buscaba conquistar los imaginarios sociales a través del consumo masivo. Mientras tanto, aquí, la dictadura cívico-militar atacaba los cuerpos directamente, los desaparecía y promovía una "moralidad" contraria a las juventudes revolucionarias de los años 70, vistas como "desordenadas" o "imprudentes". Y ¿qué son las juventudes si no son eso? Tal vez soldados.
La directora, Coralie Fargeat, llevó a la pantalla grande la subjetividad de una mujer que desea poder verse como el sistema le impone, representó la versión mejorada que la imaginación pretende. Dijo: bueno, aquí está en carne y hueso, ¿qué harás contigo ahora?
En esos años (80/90), el boom de los programas de gimnasia fue innegable. María Amuchástegui, precursora del fitness en la televisión argentina, daba clases particulares a Susana Giménez. La cultura de la imagen se erigió como la estrella de esa década. La televisión por cable se desarrollaba, entrelazando tres grandes escenarios: el tecnológico, el económico y el social.
La posibilidad de participar en esas rutinas dependía del tiempo libre y el espacio en casa, algo que no era accesible para todas las clases sociales.
Vivía en el barrio de Flores y recuerdo que, a mis 7 u 8 años, repetía las rutinas de María. El programa fue cancelado porque, como le ocurre a cualquier ser humano al ejercitar el cuerpo, se produjeron flatulencias. Un pedo horrorizaba a la audiencia, pero no un milico en cadena nacional. Después de eso, la vergüenza para ella fue total, y el programa, que había sido uno de los más populares, se levantó, marcando el final de su carrera.
Mientras las mujeres ganaban protagonismo en los espacios políticos y sociales, este tipo de programas alimentaban los estándares físicos y culturales impuestos por el sistema.
“El culto al cuerpo”: un cuerpo sano y funcional se equipara a un trabajador más eficiente y menos costoso para el sistema.
“El culto al cuerpo”: un cuerpo sano y funcional se equipara a un trabajador más eficiente y menos costoso para el sistema. Este nunca se conformó con que los seres humanos consumiéramos solo bienes materiales. Nos bombardea con mensajes que nos hacen desear lo innecesario y, más perversamente, nos convence de que no somos suficientes, de que no somos lo que realmente somos.
¿Cómo encontrarnos en esa enajenación, cuando nos dicen qué tenemos que pensar o cómo ser? Nos distorsionan hasta que la imagen en el espejo deja de ser reconocible. Esa alienación, ese "espejo oblicuo", genera una ansiedad que se convierte en el caldo de cultivo perfecto para sus "soluciones mágicas". Todo mientras seguimos buscando algo o alguien que nos dé "paz", generalmente ubicado arriba o en un lugar que nunca conoceremos.
Virginia Woolf, en Una habitación propia, escribió: Los espejos son imprescindibles para toda acción violenta o heroica. Por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse. (…) Porque si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustez del hombre ante la vida disminuye. ¿Cómo va a emitir juicios, civilizar indígenas, hacer leyes, escribir libros, vestirse de etiqueta y hacer discursos en los banquetes si a la hora del desayuno y de la cena no puede verse a sí mismo por lo menos de tamaño doble de lo que es?.
La industria audiovisual, dominada mayoritariamente por varones, es una de las herramientas más poderosas de este sistema. Desde esa posición de control, moldea imaginarios colectivos que perpetúan estándares de belleza, éxito y amor imposibles de alcanzar. Nos cuenta historias que, aunque a primera vista parecen inofensivas, alimentan esa narrativa cruel de insuficiencia. Desde los filtros en redes sociales hasta los personajes idealizados en pantalla, cada imagen nos empuja a compararnos, a querer ser algo que nunca seremos y, al final, a odiarnos.
Esto se intensifica cuando “la juventud” comienza a pertenecer a otras generaciones. Cuando la experiencia y el saber ya no tienen validez. Ahí es cuando empieza la competencia contra el tiempo, un enemigo imbatible. Porque, en el fondo, dejar de ser jóvenes nos expulsa del mercado: ya no somos útiles. Ya no somos mercancías deseables, y eso nos convierte en desechos.
El sistema nos vende un millón de respuestas instantáneas a problemas que él mismo creó. Pero siempre hay una trampa: el ciclo se reinicia, y terminamos creyéndonos monstruos, atrapados en un loop interminable donde el tiempo nunca alcanza. Entonces, la mente se agota, llevándonos al borde, empujándonos a luchar contra nosotras mismas.
¿Bajo qué criterio este sistema define la belleza, el amor, la ternura, la seguridad? Su herramienta siempre es la violencia: psíquica, simbólica, literal.
La dismorfia corporal (TDC) es uno de los retos más desgarradores porque no deja refugios. En la actualidad, es una de las principales causas de suicidio. (Yo soy quien logró zafar de esa estadística). Para quienes la padecen, no hay lugar donde reconciliarse con su propia imagen. No hay espacio para acariciar siquiera un milímetro de su piel sin juicio. El deseo se convierte en una pulsión por mutilar, mutilar y seguir mutilando esa osamenta.
Combatir esto implica enfrentarse a todas las caras de este sistema. Es gritarle al capitalismo, a la industria audiovisual y al patriarcado que su narrativa de que somos amorfas e insuficientes es una mentira cruel. Pero resistir no es sencillo; son demasiados frentes abiertos.
En el fondo, dejar de ser jóvenes nos expulsa del mercado: ya no somos útiles.
Y ni qué hablar de la frase más leída: “Querete. Sé tú mismx”. Esa posibilidad no está en este mundo, con tanta gente hablando alrededor. Entonces, ¿cómo apagar las voces?
Paul B. Preciado tuvo que crear un libro en otro planeta para acompañarse en el camino de aceptar la monstruosidad en que nos posiciona el mercado: El amor no es un sentimiento, sino una tecnología de gobierno de los cuerpos, una política de gestión del deseo que captura la potencia de actuar y de gozar de dos máquinas vivas y las pone al servicio de la reproducción social. un bosque en llamas del que no podrás salir sin haberte quemado los pies.
Aceptar el fracaso, el error, la debilidad como virtud. Esa, tal vez, sea la verdadera sustancia: Soy finalmente este Frankenstein.
Vuelvo a preguntar: ¿quién es la villana en esta película? Cambiemos el prisma mil veces si es necesario. No respondamos "ella misma". Abramos la mirada: la culpa no está ahí. Ni en la una, ni en la otra.
Espero que esta película les inspire a gritar en el cine y hacerle un fuck you a la pantalla. Si lo logra, habrá cumplido su propósito: el despertar de la ensoñación.
* Por decisión de la autora, la nota contiene lenguaje inclusivo.