Los 4 principios del Papa Francisco
El autor es presidente de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico ARTURO JAURETCHE de la Ciudad Río Cuarto, Cba.
“Saben que el deber del cónclave es darle un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales fueron a buscarlo casi al fin del mundo”, dijo, con la humildad de los grandes, el primer papa jesuita, latinoamericano y argentino de la historia, Francisco, aquella noche romana de 2013.
La muerte del Sumo Pontífice de la Iglesia Católica en las Pascuas de abril de 2025 ha apagado una de las últimas voces morales con autoridad real en este mundo en ruinas. Su partida nos deja una sensación de orfandad, de desamparo histórico, pero también, desde esta ausencia, en el caso de Francisco, morir es apenas su segunda realidad; la primera es la permanencia viva de su inspiración que trasciende el tiempo y seguirá obrando en la conciencia de los humildes.
En la historia de los pueblos existen figuras que desbordan el lugar institucional que lograron ocupar. Jorge Mario Bergoglio, nacido en el barrio de Flores, fue sin duda uno de esos hombres. Y como líder espiritual supo convocar, conducir y salvar almas, interpretar el dolor de los humildes con entrega y misericordia, abrir las puertas de la iglesia para que ingresen todos, ofrecer orientación moral en tiempos de extravío, y encarnar, con su palabra y su gesto austero, una esperanza que apunta a la dignidad integral de la persona humana y su comunidad. Francisco dedicó su pontificado a renovar con fuerza el sentido profundo de la misión pastoral de la Iglesia, impulsando una salida hacia las periferias existenciales del mundo contemporáneo. Lo hizo abriendo caminos nuevos y abrazando una pedagogía de paz activa que reclamó construirla con "cero violencia y cien por ciento de ternura". Su mensaje, sin embargo, trascendió largamente los márgenes eclesiásticos: convirtió la misericordia, la caridad, el servicio y el amor al prójimo en fundamentos concretos de una praxis social y política muy inspiradora.
En Argentina, lamentablemente, haber reducido a Francisco a una identidad política, como la de “peronista”- dejando el orgullo a un costado -ha constituído no solo un reduccionismo analítico, sino también una inversión conceptual. Si algo puede decirse con mayor precisión es que el peronismo -en su matriz más originaria- fue una expresión temporal y política de valores profundamente arraigados en la doctrina social de la Iglesia Católica, de la cual Francisco fue su representante universal, por eso dialoga tan nítidamente con los principios del justicialismo. Más allá de que lo fuera, haber caratulado al Papa como peronista lo atrapó en las categorías menores de la inmadurez política argentina, tan cargada de odio y miserabilidad. Esta operación, tal vez, haya sido una de las causas más vinculadas a su ausencia física en la Argentina durante su papado. En una sociedad donde la fractura ha devenido en identidad de los extremos, su visita corría el riesgo de ser absorbida por la lógica de la grieta, profundizando la confrontación en lugar de sanar y unir. Estamos levantando muros, en vez de construir puentes. Respecto a la ausencia de mesura, esa es una reflexión y un aprendizaje que nos debemos los argentinos, a la vez que Francisco prefirió ser señalado a proferir un daño a la Argentina.
Es dable destacar aquí, que la partidocracia inepta e hipócrita- de derechas e izquierdas -que comprendió perfectamente el significado de su figura y de su obra, por odio gorila o prejuicio anticlerical, íntimamente siempre estuvo en su contra y no lo quiso interpretar.
Una disgregación antes de continuar. Aquí no hablaremos de Francisco desde la teología ni desde la espiritualidad en su sentido más doctrinal. Nuestra formación y nuestra tradición nos ubican en otra trinchera: la de quienes leen la historia con vocación política. Desde esta concepción, lo reconocemos como un referente ético, cultural y político de dimensión histórica, cuya palabra y cuya acción abren senderos para repensar, con profundidad y coraje, la reconstrucción nacional y continental. Y lo decimos con respeto, pero sin ambigüedad, Francisco legó a los pueblos de la periferia una pedagogía de liberación y una inspiración realista para refundar la política como instrumento al servicio de la felicidad del pueblo y la grandeza de la Patria.
Francisco no fue el Papa de los poderosos sino de los pueblos, pisó alfombras rojas, si, pero con la suela gastada de sus mocasines negros y argentos. Su voz no emergió desde los salones del poder global, vino desde los márgenes donde late la vida real de millones de excluidos. Encarnó una multilateralidad auténtica, no la de las cumbres diplomáticas, sino la que viene de regiones pobres, las de los trabajadores explotados, las villas, los sin techo, los migrantes rechazados, los presos, las mujeres invisibilizadas, los “descartables”, las minorías sin derechos, los putos, los vulnerados, los últimos y los sometidos. En este sentido, su legado es clave para la unidad de los pueblos de América Latina; un continente herido por la desigualdad producto de la presión balcanizadora ultramarina, pero unido por una historia de lucha independentista, por su religiosidad popular, su lengua y su dignidad. Somos el pueblo mestizo y originario, una síntesis cultural potente, la raza cósmica del sur, de José Vasconcelos.
Desde hace décadas, Francisco formula principios cuya potencia desborda lo religioso y lo personal, y penetra en el corazón mismo de la praxis política, por caso: el tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto, la realidad es superior a la idea, el todo es superior a la parte. En su aparente simpleza, estos principios contienen un universo conceptual que se sintetiza en una pedagogía que interpela a nuestro movimiento en lo sucesivo, pero también, al motivo que explica nuestras derrotas.
I. El tiempo es superior al espacio
Este principio es una condena al inmediatismo político contemporáneo, a esa enfermedad terminal de las dirigencias que han sustituido los procesos por la coyuntura, la paciencia de la siembra por el cálculo, el pragmatismo obsceno por la conciencia nacional, y la construcción estratégica por el resultado, el cargo y la mera permanencia.
Francisco, con su visión de hombre formado en el barro y en la paciencia de la oración, nos recuerda que los cambios verdaderos se gestan como procesos colectivos, se encarnan en la lucha, maduran en el tiempo largo de los pueblos y se orientan -ineludiblemente- en el sentido de su historia. Nada que pretenda ser fundacional puede construirse sin esa noción de duración, de paciencia activa, de acumulación estratégica. Los pueblos no conquistan su destino a golpe de instantaneidad, lo hacen cuando un liderazgo es capaz de organizar el deseo social y proyectarlo en el horizonte histórico.
Tenemos una política rosquera que se desespera por el espacio -una banca, un lugar en la lista- pero que ha olvidado que sin tiempo no hay raíz ni tampoco frutos. Francisco nos advierte con una lucidez impiadosa que el vértigo del presente sin proyecto es la forma más eficaz de la impotencia política. La obsesión por “estar” ha sustituido la vocación de “hacer”; y en ese desplazamiento, la política se ha vuelto un simulacro de poder sin contenido.
II. La unidad prevalece sobre el conflicto
La unidad no es la negación del conflicto, sino su conducción hacia un horizonte superior. La política que no reconoce el conflicto es ingenua o hipócrita, pero la que se regodea en él, la que convierte la fisura en identidad y el antagonismo en doctrina, termina sirviendo a los intereses del enemigo histórico de los pueblos favoreciendo la fragmentación interna como preludio del sometimiento externo. La unidad no es uniformidad, ni renuncia a la pluralidad, es la síntesis poliédrica superior que organiza las diferencias en función de un proyecto común. Básicamente, es la conducción del antagonismo, no su negación o su exacerbación hasta su estallido. La historia argentina es también la historia de esas derrotas que nacieron en el seno mismo de nuestras filas. Unidos o dominados, decía el General. La unidad, entonces, es la condición estratégica nodal sin la cual no hay acumulación posible.
Francisco propone una unidad arraigada en el pueblo, tejida en la comunidad, forjada en el barro de la lucha social, donde las diferencias existen, pero no destruyen; donde el conflicto vive, pero no fragmenta. Es la unidad como arquitectura política de la esperanza. Y es, al mismo tiempo, una advertencia feroz: cada división innecesaria en el campo popular es una victoria anticipada del adversario histórico. A tomar nota.
III. La realidad es superior a la idea
He aquí el principio más profundamente antielitista de Francisco, que podemos interpretar como una crítica sin rodeos a los tecnócratas de laboratorio, a los intelectuales de gabinete, a los ideólogos que nunca pisaron una villa ni compartieron el pan con los excluidos. En política, como en la religión, quien no conoce el sufrimiento del pueblo no tiene derecho a hablar en su nombre. El conductor debe venir del pueblo.
Sabemos por Perón que la realidad es la única verdad. Francisco lo reinterpreta desde el pueblo, donde las ideas que no nacen del dolor y la esperanza de los humildes, están condenadas al fracaso o a la impostura. Donde hay una necesidad nace un derecho, decía nuestra jefa espiritual, Evita. Hoy más que nunca, cuando la política se encierra en despachos de institutos o se disuelve en redes sociales, este principio exige volver a pensar desde abajo, en los barrios, casas sindicales, en los comedores, cooperativas, parroquias, clubes, escuelas, centros vecinales; allí donde el pueblo vive, resiste, circula y sueña; donde se gesta lo nacional. Francisco lo dijo con fuerza: pastores con olor a oveja. Nosotros reclamamos políticos con barro en los pies.
La política nacional exige volver a escuchar, volver a caminar, volver a hablar el idioma del pueblo. No hay proyecto transformador que no nazca de una lectura concreta de la realidad y de las necesidades vitales de las grandes mayorías populares, y toda política que no se encarne en su realidad concreta, se vuelve ruido virulento de clase media ilustrada, sin raíz ni trascendencia. Francisco nos devuelve el oído y la mirada, nos exige ir al terreno, no a condescender sino a aprender, porque sólo desde el subsuelo popular puede alzarse un proyecto nacional verdadero.
IV. El todo es superior a la parte
Juan Domingo Perón dijo que nadie se realiza en una comunidad que no se realiza, que la trascendencia nunca es personal, mucho menos a costa de servirse de la rutina de los demás, ni es sectorial, ni minoritaria. Es colectiva, solidaria, o no es.
Hoy, la disgregación social no es espontánea, sino consciente e inducida. Nos quieren divididos, enfrentados, agrietados, reducidos a consumidores de causas aisladas y fanáticas. Un pueblo que no se reconoce y fortalece como totalidad cohesionada es fácil de atomizar y someter. Frente a esto, Francisco reivindica la solidaridad como principio político y la comunidad como estructura del verdadero proyecto de poder. Pero este principio también es una doctrina geopolítica. Ningún país de América Latina alcanzará su grandeza necesaria y suficiente si persiste en el aislamiento. El que no se une, es absorbido, el que no construye unidad interna y se integra al todo, será parte suelta en el engranaje de la dispersión y la dependencia.
Un legado para refundar
En contraste con la visión simple y trascendente de los lineamientos que encarnó Francisco, que de ningún modo escapa al sentido común, a la vida íntima de una persona o a la construcción de un pueblo, la práctica reciente de buena parte del liderazgo dirigente nacional se ha visto marcada por una lógica inversa a estos principios: la ocupación de espacios sin proyecto, la centralidad personal sin proceso colectivo. La política argentina ha caído en la trampa de lo inmediato, la fragmentación ha reemplazado a la unidad y la ideología vacía no pisa el terreno y ha eclipsado la dura realidad del pueblo. La política se ha vuelto gestión del presente, una administración de lo dado.
Los principios de Francisco no son un recetario de fórmulas homeopáticas para los males del país, son mandatos para una praxis política nacional-popular-latinoamericana, una gramática política y una mística de comunidad, capaz de reanimar la esperanza nacional para ponernos de pie. Son una herramienta para refundar la política desde el sujeto pueblo y no desde el designio dirigente. Francisco nos deja, además de un profundo mensaje espiritual, un legado estratégico, una hoja de ruta para los pueblos de América Latina. En tiempos de oscuridad y desorientación, sus pensamientos son la brújula que habita al interior de los pueblos. En tiempos de fragmentación, su mensaje es una arquitectura para la unidad.
Hoy más que nunca debemos pensar nuestra política en términos de tiempo, unidad, realidad, totalidad y pluralidad armónica. Francisco nos ha dado las claves, su pensamiento no debe ser recordado, debe ser aplicado.
No busquemos entre los muertos al que VIVE.