¿Cambió Lanata, o cambiamos todos?
La muerte de Jorge Lanata invitó a numerosos análisis y recuerdos, de todos los colores, como corresponde a un personaje que nunca pasó desapercibido. La mayoría coincidió en reconocerle esa última condición, no desdeñable si se toma en cuenta este punto de llegada con Javier Milei en la Casa Rosada. Lanata es uno de los ejemplos acabados de efectividad en la imposición de una marca.
Sin embargo, por doquier emergió el interrogante sobre cómo leer un recorrido de vida y de carrera surcado por saltos a un lado y otro de lo que él –sin descubrir demasiado- se encargó de bautizar “grieta”.
La centralidad innegable del personaje no obliga a encerrarse en una lógica enfocada en su ética pública como sujeto individual. Resignar el análisis estructural puede ser una renuncia peligrosa, porque omitiría la lectura compleja de los fenómenos colectivos, en su materialidad histórica. La reducción de la historia a las opciones individuales sobre la pertenencia al bando de los buenos o al de los malos tampoco aporta gran cosa. Por el contrario, puede llevar a la riesgosa auto conmiseración. Jamás podremos, si nunca nos dejan. El campeonato moral.
Acaso sea interesante horadar la premisa de base de los obituarios de fines de diciembre y principios de enero. Si la mayor parte de las notas narraron los cambios de Lanata, cuando no trataron de explicarlos, cabría evaluar si realmente él cambió. O en qué medida lo hizo, y hasta dónde quienes cambiaron –sesgo de confirmación mediante- fueron los lados de esa “grieta” que en cada turno lo celebraron y repudiaron.
La década del ’90, extendida más allá del calendario hasta la crisis de 2001 o la aparición del kirchnerismo, quedó asociada antes a la corrupción que a la instalación de un programa económico. En las campañas electorales de 1995 y 1999 era evidente que la principal oposición partidaria cuestionaba coimas y lujos, pero no la convertibilidad. De hecho, la Alianza acompañó a esa criatura hasta más allá de la puerta del cementerio.
El foco estaba puesto en las conductas de lo que hoy Milei llama “la casta”, incluso cuando no configurasen delito: los ornamentos dorados del Tango 01 fueron un clásico. Contra lo que se cree, el primero en utilizar el latiguillo sobre la venta del avión no fue Fernando de la Rúa, sino José Octavio Bordón. Por entonces, el Frepaso encabezado por Bordón era la gran esperanza de buena parte del progresismo y el peronismo disidente. Los años lo llevarían a ser funcionario de Mauricio Macri.
La tesis que logró instalarse, con efecto duradero y nocivo, fue que al eliminar la corrupción y los lujos podrían corregirse las desigualdades sociales. Bordón llegó a plantearlo explícitamente en esos términos. Cualquier cuenta simple sobre cuánto tocaría a cada habitante por la venta del Tango 01 exime de comentarios. Las investigaciones periodísticas serias sobre hechos de corrupción son saludables, necesarias. Otra cosa es que configuren la totalidad del debate público, asociando los males padecidos a la conducta individual de algunos personajes, cuando la elemental matemática no acompaña el razonamiento.
Horacio Verbitsky se desmarcó de esa tendencia, porque su libro Robo para la Corona enfocaba en la corrupción como síntoma de la enfermedad a diagnosticar: la imprescindible compensación personal por contrariar el interés colectivo, rematando el capital social con las privatizaciones que sostenían la convertibilidad.
El discurso expresado por Lanata en sus apariciones públicas parecía ir en otra dirección, que aparentaba ser confluyente: la corrupción como causa de los males, decorada con la repostería del fraserío superficial. Quien se lo hizo saber fue el escritor y entonces funcionario Jorge Asís:
El director de Página/12 conservó esa actitud antipolítica hasta el final, cuando los trabajos periodísticos en que se apoyaba fueron mermando su calidad hasta convertirse en operaciones burdas. Justo es decir que no fue otra cosa que un catalizador de algo subyacente desde tiempos lejanos, y constantemente actualizados. Lanata sólo se permitió vacaciones en su discurso cuando Macri llegó a la Presidencia, convertido insólitamente en símbolo contra la corrupción.
Pero incluso entonces la acumulación histórica de doce años de kirchnerismo y el recuerdo de 2001 no alcanzaron para corregir la mira. Para buena parte de la sociedad fue más indignante que Macri haya querido perdonar sus propias deudas del Correo, que la apertura de un nuevo y colosal ciclo de endeudamiento, destinado a condicionar la política y la economía por décadas. Una fallecida colega y compañera, de gran inteligencia, me lo graficó con los colores combinados de la táctica y la resignación:
—Bueno, es la bala que entró.
Desde ese prisma, el que cambió no fue Lanata, sino el país. Trabajosamente, desde 2003 se había dado un proceso de reconstrucción de la expectativa en la política, mientras parte de los opositores a Carlos Menem comenzaban a sentirse –por primera vez en sus vidas- oficialistas. Con el paso del tiempo, otros descubrieron que su encono al riojano radicaba sólo en su tirria hacia el peronismo: para muchos antiperonistas, el gobierno menemista había otorgado la comodidad de ejercer su condición sin sentirse por ello de derecha.
Eso podría explicar que haya una porción de la población que sienta que Lanata no traicionó sus posiciones previas. Y les asiste razón, porque -visto desde su perspectiva- no lo hizo. Ciertas o falsas, las denuncias de corrupción continuaron siendo la polvareda discursiva como punto de clausura de los debates más profundos. Sí es cierto que, producida la modificación del tablero, sus críticos de ayer lo recibieron con los brazos abiertos. Lo inverso ocurrió con buena parte de quienes antes lo celebraban.
La lectura sobre un individuo no reporta demasiados beneficios. Es engañosa y, en gran medida, falaz: por mayor incidencia que una persona haya tenido sobre el entorno, toda historia es colectiva.
Nada surge de un repollo. Mucho menos el clima antipolítica actual, de larguísima gestación, que recibió el 40 aniversario de nuestra democracia con la entronización de Milei. Aún no se ha encontrado la llave que destrabe la trampa. Pero, para que esa llave funcione, habrá que saber también dónde está el cerrojo.