Hernández Arregui, cincuenta años después

  • Imagen
PENSAMIENTO NACIONAL

Hernández Arregui, cincuenta años después

30 Diciembre 2024

En 2024, más específicamente el 22 de septiembre, se cumplió medio siglo del fallecimiento de Juan José Hernández Arregui. Entre tanta desnacionalización de la cultura, la política y la economía, la efeméride pasó desapercibida. Por eso, antes de que termine este año, consideramos valioso realizar su semblanza a manera de homenaje a uno de los más grandes pensadores de nuestra tierra. A continuación, hacemos un repaso por su vida, sus ideas y su legado.

Vida

Hernández Arregui nació en Pergamino en 1912/1913, aunque pasó gran parte de su infancia y adolescencia en la ciudad de Buenos Aires. Tras el fallecimiento de su madre y con un padre ausente, a los veinte años se fue a vivir con unos tíos a la provincia de Córdoba, donde transcurrió sus años de juventud durante la Década Infame. En este período encontramos ya las influencias fundamentales que definirán los rasgos de su pensamiento.

Por un lado, fue en la universidad cordobesa donde realizó sus estudios de filosofía. La figura decisiva en esta etapa formativa fue Rodolfo Mondolfo, filósofo italiano exiliado en Argentina por causa del fascismo de Mussolini. Mondolfo es difícil de encasillar, indudablemente una rara avis académica: especialista en pensamiento griego y renacentista, materialista histórico, humanista y filósofo de la cultura. En cada uno de esos planos a veces imbricados, pero no siempre se movía con soltura, produciendo escritos de valor. Esta impronta marcó a fuego al estudiante Hernández Arregui. Su obra madura refleja ese mismo entrecruzamiento entre marxismo y cultura, realizado en base a un manejo erudito de autores, fuentes y citas (todos rasgos presentes en la obra de Mondolfo, si bien con matices importantes en relación con el tipo de marxismo al que adscriben).

Por otro lado, fue en Córdoba donde hizo sus primeras armas en la militancia política dentro del campo nacional. Muerto Hipólito Yrigoyen en 1933, el radicalismo se debatía entre su tendencia liberal-conservadora y las filas de quienes querían mantener en alto el legado nacionalista del viejo caudillo. En ese contexto, nació en 1935 en Buenos Aires la Fuerza de Orientación Radical para una Joven Argentina (FORJA) con la intención de reencauzar al movimiento nacional. Casi en paralelo, en 1936 Amadeo Sabattini ganaba la gobernación cordobesa, constituyéndose en la gran esperanza para la renovación del radicalismo. Entre las filas del sabattinismo se encontraba el joven Hernández Arregui, dando sus primeros pasos en la militancia en Villa María y luego en la ciudad de Córdoba, donde llegó a ocupar cargos partidarios en la Unión Cívica Radical (UCR). Sin dudas, esta adopción de la causa nacional es la segunda gran marca de esta etapa formativa. La influencia de los “Cuadernos de FORJA” —en particular, el antiimperialismo de Raúl Scalabrini Ortiz, basado en sesudos análisis económicos e historiográficos— fueron un elemento crucial.

Este periodo concluye en el plano académico con la defensa de su tesis doctoral en 1944, titulada “Las bases sociológicas de la cultura griega”. Y en el plano político con el golpe nacionalista de 1943, la emergencia del liderazgo de Juan Domingo Perón y la irrupción popular del 17 de octubre de 1945. Identificándose con el nuevo proceso político y tomando distancia de un radicalismo cada vez más lejos de las masas y de las banderas yrigoyenistas, Arregui hace un giro en su vida: junto a quien será su compañera hasta el final de sus días, la maestra Odilia Giraudo, se traslada en 1947 de Córdoba a La Plata.

¿Por qué a la capital bonaerense? Porque allí se asentaron una parte de los integrantes de lo que había sido FORJA (disuelta en 1945), que se incorporaron en distintos roles a la gestión del gobernador Domingo Mercante, a quien veían como el ala más consistente de la Revolución Justicialista. Entre otros, Arturo Jauretche, designado director del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Hernández Arregui, ya afiliado al Partido Peronista, asume un cargo de segunda línea dentro del Ministerio de Hacienda. Mientras tanto, comienza su actividad como docente en las universidades de Buenos Aires y La Plata y desarrolla desde 1951 una tarea de divulgación sobre filosofía y crítica literaria a través de una columna semanal en Radio del Estado (actual Radio Nacional). Lamentablemente, los audios no se han encontrado, pero el propio Hernández Arregui incluyó los textos de algunas de sus columnas como apéndice a la segunda edición de su libro “Imperialismo y cultura”. Esas producciones radiales, que realizó hasta 1954, son indudablemente la base de los análisis literarios que luego desarrolló en sus publicaciones maduras.

Dentro de este periodo iniciado en 1947 y durante los primeros gobiernos de Perón, hay un clivaje a partir de 1950-1951. Junto a los ex forjistas, Hernández Arregui se retira de su puesto en la provincia. Y al igual que Jauretche y Scalabrini Ortiz, observa con preocupación algunas inflexiones del oficialismo. Son años en que se llaman a silencio ante un gobierno al que por momentos ven a la deriva (como puede leerse en la correspondencia privada entre estos pensadores), pero al cual nunca dejan de apoyar públicamente ante los embates de la oposición oligárquica. Arregui se concentra en la vida académica y en su trabajo en la radio, mientras sufre las primeras situaciones de persecución ideológica de parte de sectores de derecha del peronismo por su condición de marxista.

Esta segunda etapa significativa de su vida concluye abruptamente en 1955 con el golpe de Estado al gobierno de Perón y su expulsión de la universidad, junto a otros miles de profesores, dando inicio a la fase de madurez intelectual de Hernández Arregui. Hasta el momento no era muy significativo lo que había producido: algunos artículos interesantes, las columnas de radio, un poco de literatura. Pero fue el cimbronazo de 1955, la interrupción criminal del gobierno popular que, con sus contradicciones, llevaba adelante una revolución nacional, lo que movió a Hernández Arregui a publicar su primera obra de envergadura en 1957. Tras ella, a un ritmo vertiginoso, realizó una sucesión de obras, escritos, reuniones, conferencias y reportajes hasta su muerte repentina en 1974.

Esas casi dos décadas de profusa actividad intelectual ―aproximadamente entre sus cuarenta y sesenta años de edad― hicieron de este pensador uno de los más grandes de la historia argentina. Sus cinco libros publicados fueron: Imperialismo y cultura (1957), La formación de la conciencia nacional (1960), ¿Qué es el ser nacional? (1963), Nacionalismo y liberación (1969) y Peronismo y socialismo (1972). En simultáneo, escribió decenas de artículos de opinión para distintas revistas, además de otros escritos menores como prólogos, declaraciones, editoriales y homenajes. Por caso, el prólogo al libro “La política en el arte” (1962) del pintor Ricardo Carpani, la declaración del Grupo Cóndor (1964), las editoriales de la revista “Peronismo y Socialismo / Peronismo y Liberación” (1973-1974) y el discurso de homenaje a Scalabrini Ortiz (1972). Asimismo, las sucesivas reediciones de sus libros contaron con modificaciones y agregados realizados por el autor.

Respecto a su vida en esta tercera etapa, los hechos más relevantes fueron sus dos detenciones ilegales ―primero, durante la Revolución Libertadora (en donde, según relata, vio cómo torturaban a obreros de la resistencia peronista) y, segundo, en 1962 durante el breve gobierno de Guido, tras la caída de Frondizi―; la creación en 1964 del grupo Cóndor, con la intención de nuclear a un grupo de intelectuales marxistas nacionalistas; los viajes a lo largo de la década de 1960 por distintas provincias realizando charlas con sindicatos combativos y agrupaciones universitarias; el trabajo ideológico en 1969 sobre un sector de la oficialidad del Ejército; la inclusión en el vuelo que trajo a Perón al país en 1972; y las amenazas crecientes sobre su integridad física, hasta el atentado —probablemente de parte del servicio de inteligencia del Ejército— que sufrió en 1972 en su casa, quedando gravemente herida su esposa Odilia. Tras estos hechos y ante la aparición de su nombre en una lista negra de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), se trasladó con su familia a Mar del Plata.

Allí, en 1974, lo encontró la muerte. Un infarto paralizó el corazón de este enorme pensador nacional. La angustia que le atenazaba el pecho ante el giro de los acontecimientos en la Argentina en una dirección contraria a la esperada pudo más que su tenacidad. Tan solo unos meses antes, su amigo, Arturo Jauretche, pasó por el mismo dolor e idéntico final. La temprana muerte de ambos los eximió de ser testigos de lo peor de la violencia que se desató desde mediados de los setenta, en particular con la irrupción del terrorismo de Estado que asoló al país a partir de 1976. Proceso que, con profunda preocupación por la deriva vanguardista y militarista de las organizaciones armadas, los dos pensadores previeron en sus últimos meses de vida. Y, frente al cual, alertaron sobre la necesidad de un repliegue y una reorientación estratégica del movimiento (en el mismo sentido que Rodolfo Walsh en sus últimos papeles a la conducción de Montoneros).

Ideas

Resumir las ideas de Hernández Arregui no es tarea sencilla. Se trata de un pensador multifacético, cuyos análisis cruzan el plano cultural, la historia intelectual y la estética, con la reflexión política, sociológica, económica e, incluso, geopolítica. Además, participó con altura en algunas de las discusiones historiográficas de la época. Para agregar complejidad, digamos que era un autor que defendía el valor de la polémica y de la discusión frontal. Por lo que sus escritos plantean debates a varias bandas: con el marxismo, con el nacionalismo conservador, con el pensamiento liberal, con la izquierda nacional y con los distintos sectores del peronismo. Incluso a nivel de actores es posible distinguir esa multiplicidad de intereses tras una búsqueda de interlocución con el sindicalismo, con las fuerzas armadas, con el movimiento estudiantil y con distintos grupos intelectuales. Todo ello lo hace con una pluma envidiable y siempre con un pie en el marxismo y otro en el nacionalismo; esa síntesis peculiar que lo caracterizó y que defendió a lo largo de toda su vida. Por lo tanto, se ofrece una recapitulación sólo de los aspectos que consideramos más distintivos de su pensamiento, pero sin abarcar esa cantidad de aristas que lo componen.

Los sentidos del nacionalismo

Uno de sus aportes más notables de Arregui son las clarificaciones en torno al nacionalismo, al que ordena a partir de dos ejes que podemos identificar como: central vs. periférico y elitista vs. popular. En función de cómo se combinen esas variables, tenemos nacionalismos reaccionarios, progresivos en ciertos aspectos, o abiertamente revolucionarios. Como veremos, el enfoque de Hernández Arregui es el de un nacionalismo popular antiimperialista.

Las críticas al nacionalismo en nuestros países —tanto de parte de la izquierda basada en un internacionalismo abstracto como del liberalismo progresista cosmopolita— son sumamente peligrosas porque dejan a los pueblos colonizados sin una herramienta clave para su emancipación: la reivindicación nacional. Básicamente, confunden el rol del nacionalismo en los países imperialistas y en los dependientes. En los primeros, es parte de su expansión sobre otras naciones a fin de sojuzgarlas e imponer sus conveniencias. En los segundos, en cambio, es una reacción defensiva en resguardo de sus intereses. A partir de esa incomprensión elemental, reproducen críticas al nacionalismo que son completamente funcionales a las proyecciones del imperialismo sobre nuestros países. La desnacionalización por izquierda y por derecha es uno de los grandes obstáculos que deben enfrentar los proyectos de liberación. Por eso, Arregui defiende a rajatabla el nacionalismo de las periferias.

Pero no cualquier tipo de nacionalismo, sino uno de carácter popular. De ahí sus esfuerzos por clarificar la diferencia con su versión conservadora (al que define como “nacionalismo sin pueblo”). En esa discusión ingresa al debate sobre la definición de lo nacional. ¿Qué es el ser nacional? Para Arregui, no es una esencia inmutable, una tradición hispanocatólica que es preciso desempolvar del anaquel de las sustancias inmaculadas. Por el contrario, es una identidad que se construye a lo largo del tiempo en función de la lucha por la soberanía y la independencia cultural.

Así pues, rechaza las visiones elitistas que han intentado definir a la nación desde una óptica europeísta y aristocrática. El ser nacional, según él, emerge del pueblo, de su experiencia histórica, de sus luchas contra la opresión y de su conexión con la tierra. Por eso, es preciso distinguir con claridad el nacionalismo popular del nacionalismo abstracto de las élites que, despojado de su esencia popular, es una herramienta conservadora. Un tipo de nacionalismo que promueve una Argentina exclusivamente agraria y obstaculiza los intentos de industrialización nacional por temor al avance de las masas y a las transformaciones sociales que ello produce.

El peronismo como izquierda nacional

Arregui no ve incompatibilidad alguna entre nacionalismo y marxismo. De hecho, se encarga de mostrar los aportes de Lenin y otros marxistas sobre la cuestión nacional en los países colonizados. Para nuestro autor, hay una retroalimentación necesaria entre nacionalismo y marxismo como parte de un mismo proceso de liberación. De ahí que gran parte de su obra estuvo dirigida a fundar las bases conceptuales de una izquierda nacional. De hecho, se enorgullece de ser quien había creado el término (aunque Jorge Abelardo Ramos le discute la paternidad del término). Se trata de un acto fundante con la intención de establecer un campo político novedoso surgido del cruce de dos tradiciones fuertemente enfrentadas en el país hasta ese momento. Si bien ese cruzamiento contaba con algunos antecedentes, lo cierto es que las corrientes dominantes del nacionalismo y el marxismo se aborrecían mutuamente.

Desde esa concepción es que Arregui ve al peronismo, en tanto expresión de un nacionalismo genuinamente popular, como una adscripción natural para un marxista argentino. De ahí su famosa expresión: “soy peronista porque soy marxista”. En línea con John William Cooke, con quien mantuvo un vínculo activo se conservan las cartas entre ellos y a quién referenció en distintos escritos, creyó en la necesidad de conducir al peronismo como movimiento nacional hacia su posibilidad revolucionaria. Arregui estaba convencido de que no había contradicción en ello. Por el contrario, defendió que la adopción consecuente del materialismo histórico conducía al peronismo en Argentina y que, al mismo tiempo, el justicialismo sólo podía realizar sus promesas si avanzaba hacia el socialismo.

En el marco de radicalización social y política de los sesenta, Arregui mantuvo dos debates en relación con la estrategia a seguir desde esta posición. Por un lado, con el “colorado” Ramos, acerca de si debía crearse un partido propio de la izquierda nacional o bien mantenerse dentro de las estructuras del peronismo (siendo esta última la opción que defendió Hernández Arregui). Por otro lado, con el “gordo” Cooke, quien planteaba que la adhesión al marxismo no debía ser pública para evitar ser marginalizados dentro del peronismo. En cambio, Arregui sostenía que debía explicitarse la posición marxista, confiando en que la fuerza de los razonamientos serían capaces de vencer los prejuicios macartistas existentes al interior del movimiento.

Por supuesto, es preciso ubicar estas discusiones en su época. En particular, en relación con los movimientos tácticos de Perón después de 1955, que pivotan entre políticas de conciliación y de endurecimiento. Sin ahondar en el tema, digamos que entre 1956-1957 privilegia una línea de intransigencia, con Cooke a la cabeza de la resistencia peronista. Esta posición es retomada en 1962, en el llamado “giro a la izquierda” del líder en el exilio, cuando llega a definir al peronismo como un movimiento de izquierda nacional. Finalmente, a fines de los ‘60, se refuerza esa postura radicalizada con la publicación de La hora de los pueblos (1968) y expresiones de apoyo a inicios de los setenta a la “juventud maravillosa” que tomaba las armas contra la dictadura militar. Sobre estos hitos, más una interpretación del proceso histórico argentino, del contexto latinoamericano y de la percepción extendida de que el socialismo era inevitable, es que autores como Arregui y Cooke entendían que el peronismo debía avanzar hacia posiciones de izquierda revolucionaria para ser fiel a sus banderas históricas. Y desde esa perspectiva es que ambos hostigan fuertemente a lo que consideran posiciones retardatarias dentro del peronismo (burocracia sindical, dirigentes políticos conciliadores, etc.).

Argentina en la América Hispánica

Arregui tampoco ve contradicción entre defender lo nacional y la unidad con los países de la región. Su nacionalismo no es un chauvinismo, un argentinismo que exprese algún tipo de superioridad sobre las naciones hermanas. De hecho, fue un férreo defensor de la necesidad de avanzar en la integración regional. Y realizó aportes sustantivos en este tema que fue una de sus grandes preocupaciones. Contribuciones que lo colocan en la tradición de los grandes pensadores de la Patria Grande.

Como particularidad de su enfoque, puede destacarse su promoción de las nociones de América Hispánica e Iberoamérica (este último término enfocado en la inclusión de Brasil) en miras a valorizar la cultura peninsular como punto de unificación de nuestros pueblos. En ese sentido es que rechaza el concepto de América Latina por considerarlo un producto del “antihispanismo afrancesado”, es decir, del juego de fuerzas de los imperialismos del siglo XIX, en particular, de la influencia francesa que buscaba deslindar el área tanto de la injerencia anglosajona como de la española. Asimismo, discute con fuerza la influencia británica a la que ve como responsable de la fragmentación regional pos independencia. En tal marco, Arregui realiza una insistente apreciación de lo hispánico como factor de unidad regional, ya que a lo largo de un proceso secular España produjo en América una “comunidad lingüística e histórica, actuando sobre una trama étnica compleja” (en un sentido similar Abelardo Ramos afirmaba algo semejante en su Historia de la Nación Latinoamericana).

Por tal razón, nuestro autor ingresa en la discusión historiográfica entre la leyenda negra y la leyenda rosa. En este plano, se opone a la interpretación anglosajona que ve en la colonización sólo una suma de males. Pero esto no lo conduce a una romantización en bloque del período colonial, propio del enfoque hispanista aristocrático. Busca explícitamente distanciarse de las versiones conservadoras, de cuño tradicionalista, que se reproducen en el ámbito del nacionalismo de derecha. Su postura, en cambio, tiene el mérito de devolver a España, y por extensión a América, su papel en la historia moderna.

Pero, en nuestra opinión, comete injusticias en su crítica furibunda a la leyenda negra, al asumir posiciones muy discutibles (como cargar las tintas contra fray Bartolomé de las Casas, desmerecer en parte la gesta de independencia americana u ofrecer una mirada por momentos idílica del colonialismo ibérico). En cuanto a las culturas autóctonas, no aparece una valoración positiva de las mismas (a diferencia, por ej., de Scalabrini Ortiz, que las tiene en alta estima). Incluso la resistencia a la colonización es adjudicada más al “espíritu sobreviviente español” que a algún rasgo que podamos asociar con lo aborigen. No obstante, en su apreciación de las provincias del interior, del gaucho y del folklore como fuentes de nacionalidad frente a la ciudad-puerto cosmopolita acaso pueda identificarse una cierta apreciación de lo nativo americano.

Análisis cultural y rol de los intelectuales

Finalmente, una de las facetas más originales del pensamiento de Arregui se refiere a su análisis de la cultura en un país dependiente. Su mayor aporte en tal sentido fue la elaboración de una minuciosa historia de las ideas, de los intelectuales y del arte (en especial, de la literatura) ofreciendo lo que podríamos definir como una teoría de la alienación cultural. Es decir, el modo en que los países imperialistas logran perpetuar sus intereses mediante la reproducción de valores y creencias en los sectores ilustrados de la sociedad periférica. Se trata de un estudio que avanza en paralelo al de Arturo Jauretche, ese otro gran teórico de la enajenación cultural encargado de diseccionar en sus escritos el papel de la intelligentzia y las clases medias en Argentina.

El estilo analítico de Arregui destaca en su crítica erudita a los textos literarios. Con profusión de citas, reconstruye el sentido de los textos en relación con las condiciones económicas de las que emergen. Si bien por momentos es algo determinista en sus análisis, es sumamente interesante la profundidad de los mismos, que le permiten acuñar categorías como “arte agropecuario” para definir el tipo de escritor que produce la Argentina agroexportadora. Asimismo, se destaca, desde el punto de vista de una sociología de los intelectuales sus análisis respecto a los círculos literarios ―como Sur o el grupo ASCUA― y el mecanismo por el cual “imponen las modas literarias y las resisten”. Es decir, el modo en que ejercen el control del canon, de lo que debe leerse como buena literatura y lo que debe ser rechazado.

Arregui es contundente respecto a la función imperialista del tipo de arte que promueven. Con argumentos esteticistas, formalistas, universalistas, el “arte por el arte” supuestamente autónomo de su entorno social lo que hace es “reforzar la conciencia falsa de lo propio y desarmar las fuerzas espirituales que luchan por la liberación nacional”. Se trata de “un arte evasivo que no quiere enfrentar la propia realidad” y que “las clases altas toleran (como) literatura de evasión, una literatura introspectiva que en un mundo de rudos antagonismos materiales logre velar y convertir los problemas reales en espiritualidad pura”. Así pues, las clases dominantes producen una representación artística completamente alienada (una “imagen colonizada de la Argentina”), que obstaculiza el desarrollo de la nacionalidad. La “sociedad ilustrada” lejos de operar como clase dirigente con sentido nacional, actúa como reproductora del subdesarrollo neocolonial, entre otras cosas, produciendo un “complejo de inferioridad” que “sobreestima al capital extranjero que se lleva los frutos del trabajo nacional y nos inocula el veneno de nuestra incapacitación técnica”.

Frente a este tipo de artista, Arregui propone aquel que busca ser intérprete del ser nacional, conectar con aspiraciones populares y la realidad argentina. El verdadero artista es, en este sentido, un sujeto histórico, no un alma ideal, que debe comprometerse con su tiempo, con las luchas del pueblo, y utilizar su arte como un medio para expresar y transformar esa realidad. inmerso en las tensiones de su tiempo. Así pues, el arte, lejos de ser un acto de simple creación estética, es una forma de acción política y social imprescindible. Tampoco es el arte una mera iniciativa individual, sino que “el artista es instrumento y vehículo de determinadas constantes y tendencias sociales”. Por lo que la pregunta que debe hacerse todo artista (y todo intelectual) es si busca contribuir a las tendencias colonizadoras o liberadoras de su país.

Legado

El pensamiento de Hernández Arregui mantiene en parte su actualidad y en parte parece remitir a un mundo que ya no existe. Quizá allí radique una de las causas del olvido en que ha caído. Por otro lado, es demasiado marxista para los peronistas y demasiado peronista para los marxistas. Lo mismo podría decirse de Cooke, aunque este último por lo menos se mantiene vivo a nivel de la liturgia, quizá porque no hizo de su identificación al marxismo su santo y seña; además, por su designación durante la resistencia peronista como delegado y heredero de Perón. Otros autores como Scalabrini Ortiz o Jauretche parecen sobrevivir mejor al paso del tiempo. Los propios textos de Perón mantienen mucha actualidad, con sus aportes en relación con la ciencia y la tecnología, el medio ambiente o la crisis espiritual del hombre moderno. En cambio, Arregui, asentado en la certeza absoluta acerca de la caída del imperialismo y del capitalismo y la inevitabilidad del socialismo, parecen rémoras de una época olvidada.

En cierto modo, nuestro autor ató su destino al de una revolución que fracasó. Él anticipó y propició una época de radicalidad política. Lo que lo convirtió en uno de los mayores ideólogos de la tendencia revolucionaria del peronismo. La tragedia de esa generación, la derrota sufrida, es también la de las ideas de Arregui. Las tensiones acumuladas en el seno del movimiento nacional explotaron tras el arribo de Perón al país y, sobre todo, a partir de su muerte en 1974. Y la búsqueda del líder justicialista de pacificar la Argentina mediante un llamado a la unidad nacional dejó completamente descolocadas a las organizaciones armadas que no comprendieron el cambio de etapa. El propio Arregui quedó fuera de juego con su revista “Peronismo y socialismo”: tras solo un número publicado decide moderar la línea editorial y cambia el nombre por “Peronismo y liberación”. Expresión de las dificultades para adaptarse a una situación inesperada, entre la lealtad que siempre le profesó al líder justicialista y la aceptación de una línea de acuerdo nacional que no compartía en absoluto. Más bien, estaba en las antípodas de su planteo revolucionario.

Para entender a qué nos referimos, recuperemos al Arregui que en su último libro, publicado en 1972, planteaba la necesidad de que el peronismo se desembarace de sus elementos retardatarios para “transformarse en un partido revolucionario, ideológicamente radicalizado, con una vanguardia aguerrida, íntimamente ligado a sus sindicatos combativos, levantando banderas antiimperialistas y socialistas”. Así pues, nuestro autor siempre entendió que el peronismo era un punto de partida hacia otra cosa: una transición necesaria hacia el socialismo con características argentinas. Mientras que para los sectores más ortodoxos, el justicialismo era punto de llegada, el fin de la pelea. Unos querían la revolución proletaria, otros la comunidad organizada (expresión que de parte de sectores de derecha se leyó como cercana al corporativismo fascista o al integrismo católico conservador). Entre el enfoque de Arregui, a quien Perón alabó en algunas oportunidades, y el que terminó primando en el tercer gobierno peronista hay una distancia enorme. No se trata aquí de juzgar a las partes, sino de describir un desencuentro trágico al interior del movimiento nacional que favoreció el cambio drástico de orientación que la Argentina vivió desde la adopción del neoliberalismo en 1976.

La nación que se configuró desde 1983 con el retorno de la democracia poco tuvo que ver con aquel otro país en el que los grandes pensadores nacionales escribieron sus obras y alimentaron proyectos de liberación. No obstante, es mucho lo que aún tienen para enseñarnos. Incluso, en el olvido de sus escritos y de pensadores de la talla de José María Rosa o Fermín Chavez, entre otros encontramos una de las causas del deterioro de la discusión y la imaginación política en el campo popular. Degradación que tuvo su correlato en la adopción de miradas empobrecidas del cambio social, la asunción de un horizonte de posibilidades acotado para la acción transformadora y la aceptación de reglas de juego que favorecen al statu quo neocolonial.

El país se reformuló de tal manera que, pasadas las décadas, consensos básicos de aquella Argentina quedaron puestos en discusión. Aspectos tan elementales como el derecho a la educación, a la salud, a un plato de comida, o el valor de la solidaridad, se ven hoy fuertemente deteriorados. Cuando nos encontramos en un piso de debates tan bajo, Arregui nos queda muy lejos. Entonces, ¿qué recuperar de este autor? ¿En qué aspecto sigue manteniendo vigencia su legado?

En primer lugar, las “contradicciones irresueltas del peronismo” (como las llamara Cooke en sus formidables cartas a Perón de 1964) continúan, naturalmente, con menos virulencia, aunque quizá con mayor complejidad. Existen herederos de aquellas líneas en pugna de los sesenta y setenta, o sea, quienes reivindican al peronismo revolucionario y quienes defienden un nacionalismo conservador. Pero a ese cuadro debe sumársele neodesarrollistas, neoliberales, libertarios y liberal-progresistas. Y entre todos esos sectores existen distintas imbricaciones y alianzas circunstanciales de acuerdo al tema o el momento. Así el peronismo sigue siendo una amalgama de posiciones que no parecen compartir en los casos extremos nada entre sí, sobre todo en relación con el proyecto de país (si es que tal proyecto existe asociado a una doctrina compartida). Por lo tanto, el esfuerzo de Arregui de clarificar y hacer frente a la discusión entre corrientes ideológicas dentro del peronismo y al interior del nacionalismo sigue estando vigente.

En segundo lugar, sus análisis sobre la formación cultural de un país neocolonial siguen siendo valederos. Puede cuestionarse cierta rigidez en algunas reflexiones; por momentos, no logra dar cuenta de las mediaciones entre la esfera cultural y económica y recae en un determinismo económico. El mismo Arregui en las reediciones de “Imperialismo y cultura” señaló esa rigidez, aunque no especificó en qué puntos. No obstante, como orientación en el estudio, como antecedente, sigue siendo fundamental. Máxime cuando contrastamos la profundidad de sus análisis y la calidad de su escritura con la mediocridad del grueso de la producción académica e intelectual desde entonces. Pero hay que tener en cuenta un cambio fundamental: hoy no nos enfrentamos a un liberalismo cosmopolita e ilustrado, como aquel que Arregui discutía en un Mitre, un Sarmiento o un Borges. En la actualidad tenemos en frente a un neoliberalismo lumpen, degradado culturalmente, incapaz de proponer nada constructivo más allá de la plata fácil. Y los mecanismos de dominación, de generación de una cultura neocolonial, en buena medida, han cambiado. Ya no es la literatura o la educación el vehículo privilegiado, sino las redes sociales, la internet y los medios masivos de comunicación. No obstante, el método de trabajo de Arregui puede ser replicado y tenido en cuenta como vigoroso precursor.

En tercer lugar, su posicionamiento ético-político como intelectual, su entrega a una causa, su vocación por integrar distintos planos de análisis, su despliegue como pensador integral y su coherencia y compromiso activo a pesar de sufrir prisión, despido, penuria económica, amenazas y atentados. Recuperar ese espíritu es una tarea esencial para el presente. En sus palabras, “el silencio de los intelectuales se llama traición a la patria. En un país colonizado la labor del escritor es militancia política”. Por eso, afirma Arregui, “mis libros no son de investigación, sino de lucha”. Su ánimo por polemizar y exponer sus ideas en contextos muchas veces hostiles da cuenta de una valentía intelectual que es preciso retomar. Lo cual contrasta fuertemente con el desapasionamiento del pensamiento (mayormente académico) en la actualidad. Sin dudas, pasión y compromiso van de la mano.

En cuarto lugar, lejos de las caricaturas mecanicistas del marxismo, muy en boga todavía en aquellos años, Hernández Arregui elabora un pensamiento materialista histórico que incorpora la reflexión acerca del papel de la cultura, de los intelectuales y de las ideas en la sociedad. Sin dudas, es posible ver afinidades entre su planteo y el de Antonio Gramsci, no sólo en esa dimensión de análisis, sino también en la inclusión de la cuestión nacional. Cabe señalar que Gramsci comenzaba a ser descubierto desde fines de los cincuenta en Argentina a partir de las traducciones de autores vinculados al Partido Comunista (en particular, Héctor Agosti y José María Aricó, éste último impulsor desde 1963 de la revista “Pasado y Presente”, que difundió la obra del marxista italiano). Pero hay que destacar que al momento en que Arregui escribe Imperialismo y cultura (1957), los Cuadernos de la Cárcel de Gramsci eran prácticamente desconocidos en el país. Si bien es probable que Arregui conociera a través de Mondolfo el trabajo de Gramsci, se debe haber tratado de un conocimiento de segunda mano de una obra que recién más adelante se conocería integralmente tras sucesivas ediciones. Por otro lado, es inevitable encontrar puentes entre los análisis que Hernández Arregui realiza de la literatura argentina y aquellos con que José Carlos Mariátegui inicia los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928); no por casualidad otro marxista que intentó articular materialismo histórico con la cuestión nacional y un abordaje de lo popular de acuerdo a la realidad americana.

En síntesis, Arregui mantiene vigencia en varios aspectos sustantivos. En otros, parece quedar como un pensador del pasado, como alguien que puede ser de interés únicamente de los historiadores. Su planteo político estaba estrechamente ligado a la idea de revolución obrera y socialista, una perspectiva que perdió actualidad. Por otro lado, no intuyó más que en términos muy generales el papel que la ciencia y la tecnología pasaría a tener en el mundo desde los años setenta. Dada la centralidad que estos factores adquirieron en la cultura, la política y la economía, su ausencia tiñe de viejo algunos de sus planteos. Pero, no obstante estas limitaciones, recorrer la obra de Juan José Hernández Arregui permite al lector de hoy darse un baño de conciencia nacional. Y eso es quizá lo más importante de su legado.

Más sobre el autor en: https://linktr.ee/santiago.liaudat

"Arregui ve al peronismo, en tanto expresión de un nacionalismo genuinamente popular, como una adscripción natural para un marxista argentino. De ahí su famosa expresión: 'Soy peronista porque soy marxista'”