Trampas pendulares en el propio discurso
El drama pendular de la Argentina, constitucional y acelerado ahora, debería obligar al universo de identidad nacional y popular a plantear horizontes de estrategia: un modelo de país, o conjunto ordenado de ideas, con correlativa claridad en su comunicación.
Los plazos son siempre las elecciones y la cuerda económica que sostenga al programa en boga. Vale decir: el momento en que los sectores populares arriesguen su supervivencia, por pagar la fuga de capitales. La matemática, que no suele mentir, ya hablará.
Lo inédito es que nunca antes le había sido permitido a una fuerza nacional y popular gobernar por un periodo tan prolongado como el de la primera década y media del siglo, con la yapa posterior de Alberto Fernández. Una incógnita es si sucedió porque los poderes reales salieron demasiado golpeados, fragmentados o repudiados de la crisis de 2001, o si fue una estrategia deliberada para esperar que el cierre llegara por el propio agotamiento.
Sea como fuere, el momento actual interroga qué hacer con el desgaste que efectivamente se produjo, y afecta a todos los niveles del peronismo y sus aledaños del siglo XXI. Cómo recrearse, para ofrecer nuevas esperanzas, que no se limiten al relato contrafáctico o el contraste entre aquellos años y los días con peluca.
Desde 2003, fueron 16 años de gobierno, sobre 22 de calendario. Los mayores extravíos se dieron durante el último mandato, cuando el siempre confuso Fernández parecía disculparse a cada paso por su identidad política, y no supo-quiso-pudo destrabar la trampa que le había dejado su antecesor con la nueva deuda externa. Tampoco articuló demandas, como habían hecho el peronismo original y el primer kirchnerismo.
Pero en los tres periodos iniciales, idílicos en comparación con lo que siguió, también hubo enfoques que reclaman revisión. No en busca de una penalidad retrospectiva, injusta por lo disímil de los contextos e inconducente en lo práctico. Sí para actualizarse a la dislocada realidad de 2025, imprevisible hace un cuarto de siglo, dos décadas e incluso un par de años.
Uno de los aspectos a auscultar parece ser el propio programa o modelo de país, algo que el primer kirchnerismo fue dejando ver con el tiempo, a medida que se producía la articulación de demandas y se ofrecían respuestas. No fueron aislados los casos en que la oportunidad apareció por razones exógenas, lo que no resta méritos a quien las supo aprovechar en determinada dirección. Los doce años fueron retratando un rostro conocido, pero poco explícito.
No sería problema si no anidaran allí posibles trampas discursivas. El kirchnerismo ya tropezó con algunas, como la confianza republicanuda en la condición sacra del sistema judicial. Que no sólo se le volvió en contra con decisión y nitidez, sino que ha consolidado su vocación de última palabra en los asuntos públicos, por encima de la voluntad popular. Cierto es que Cristina Fernández intentó dar esa discusión sobre el final de su mandato, para probar que no es posible abrir todos los frentes al unísono.
Sin embargo, la actual oposición -orgánica y partidaria, o no- continúa exhibiendo una confianza residual, al menos, en una lejana idea de justicia. Se hace presente cada vez que se pondera un fallo judicial que limita una resolución gubernamental. Es más bien grave que se espere allí el límite al despojo, y no en la población parlamentaria electa en las urnas o en la movilización en las calles. Otra cosa es que se resalten los aspectos que fundamentan una eventual decisión judicial, dibujando el carácter de lo objetado.
Vale también considerar que muchas veces se apunta contra aspectos ornamentales, que no hacen a la densidad del problema. Como la madre de todos los cazabobos, la corrupción. Que, cierta o no, distrae sobre los problemas que realmente inciden en el deterioro de las condiciones de vida presentes y futuras. Como lo hizo durante los años 90, cuando sólo Horacio Verbitsky la denunció como síntoma y no como virus.
A la hora de trazar sueños con los que enamorar, tarea imprescindible para recrear la búsqueda de un país más justo, no debería dejarse de lado el cuidado por los conceptos de base.
En ese plano, emerge el dramático problema del individualismo, que se deja ver con festivo e inédito deleite en redes sociales y discursos oficiales. Puede reconocérselo como un problema de larga gestación y angustiante presente. Pero aún no se ha indagado lo suficiente -por lo menos, a criterio de esta columna- cuánto de él aparece también en la base del discurso nacional y popular del siglo XXI. Fundamentalmente, ligado a la premisa omnipresente, aunque no siempre explícita, del consumo.
Es cierto que, si el grueso de la sociedad decidiera sólo sopesando correctamente sus intereses individuales, incluso prescindiendo de toda sensibilidad colectiva, nunca podría votar por un gobierno como el actual.
Pero ese razonamiento, que no alcanza para evitar lo malo, menos podrá bastar para parir algo bueno. Resultará imprescindible que se coloquen mejores cimientos en las bases discursivas, que ponderen qué lugar y valor otorgan a lo individual y al consumo. No es una tarea que requiera grandes esfuerzos filosóficos, porque todas las corrientes que integran hoy el campo nacional y popular contienen esas premisas en algún lugar de sus doctrinas. La bibliografía es extensa, antigua y actual, incluyendo algunos aportes del Papa Francisco, tan mentado hasta abril y tan olvidado desde mayo.
Más allá de los nombres y títulos, lo relevante es el debate. De prescindir de ese paso, el riesgo podría ser el asociar lo que se dirime en el presente con el mero retorno a lo perdido desde 2015, cuando el péndulo comenzó su andar inverso.
Por entonces, lo recuperado formaba un piso inferior al previo a la penúltima pérdida. Una constante que se verifica desde los años y gobiernos que siguieron a 1955.
Acaso porque, en muchas oportunidades, los paradigmas del individualismo y el consumo prevalecieron sobre la discusión de un horizonte nacional. Con el peligro cierto de que se desligue esa idea colectiva, muchas veces presentada como vetusta o estéril, de las pequeñas realidades domésticas que castiga cada reencarnación de la motosierra.