Media Res o el pequeño país
Allá por el año 1951, Antonio llegaba desde una Italia destruida y arrasada por la guerra y el hambre. Cuando decidió emigrar de su terruño, fue porque las cosas estaban mal, muy mal, en esas comarcas del mundo. El hambre, la miseria, los recuerdos de la guerra (aviones que “tapaban” el sol, en un eclipse artificial que anticipaba tempestades de fuego y muerte) eran puro presente en la memoria de esa generación. La decisión de emigrar fue también así, generacional y familiar. Colectiva, digamos, como todas las grandes decisiones.
En esa decisión, Argentina era apenas un posible puerto de llegada, aunque no necesariamente el definitivo. Brasil, Estados Unidos… estaban todavía en carpeta del joven calabrés. Pero pasaron cosas. Una media mañana Antonio caminaba por las calles de la Boca, buscando algún cigarro a medio terminar para apurarle un par de pitadas cuando, doblando por la calle Olavarría, una camioncito lleno de medias reces hasta el tope, deja caer una pieza sobre la calle. Los gritos de los peatones y del propio Antonio no se hicieron esperar para dar aviso al distraído repartidor. El chofer frenó camioncito, asomó medio cuerpo fastidiado para ver de qué se trataba el griterío. Cuando vio la media res sobre el asfalto hizo un ademán con el brazo y siguió camino más apurado que antes dejando el trofeo para festín de los vecinos. Ese hecho gatilló en la cabeza de Antonio. No era en Brasil, ni tampoco en los lejanísimos Estados Unidos. Ya estaba en el lugar que iba matar el hambre de la guerra, de una vez y para siempre. Esa misma noche garabateó las primeras cartas con destino a Rossano. Para mediados del ‘52, la familia ampliada estaba desembarcando de manera definitiva en Argentina.
Esta brevísima historia (de no ficción) nos permite pensar uno de los pactos sociales fundamentales de la historia argentina. Un pacto sobre el que se montó buena parte de nuestra historia desde la segunda mitad del siglo pasado. Un pacto que suponía una cosa, pero muy importante. Las mesas de los argentinos siempre iban a tener comida. Pastas con la nona, asados los domingos con familiares o con amigos, el chori de la plaza. Toda una sociedad amalgamada a partir de un pacto social fundamental (sellado muchas veces al rededor de unas brasas candentes) que decía que en este país se iba terminar con el hambre de la que los inmigrantes venían huyendo de la posguerra en Europa. El plato de comida lleno, la bolsa de carbón a mano, un salamín y un queso para entrarle a una picada con un vermú, sintetizaban ese pacto fundacional. Un pacto que venía a poner una relación entre dos palabras: Argentina y abundancia.
En Argentina había abundancia y esa abundancia se traducía fundamentalmente en esa olla llena, pero contenía o significaba otras cosas también: trabajo, realización individual y colectiva, educación, salud y una idea progreso social ascendente que se podía ver generación tras generación. Argentina era abundante y desde ese lugar era (también) profundamente democrática. Había en el horizonte una idea de progreso y desarrollo que alcanzaba a todos los argentinos y argentinas. Esa idea tenía además nombre propio. Un nombre que había sido escrito en la Constitución Nacional de 1949 y que no pudo ser borrado ni siquiera a fuerza de los fusilamientos y proscripciones que vinieron con el golpe de la Revolución “libertadora” (fusiladora, deberíamos decir para decir bien). La idea de Justicia Social, consagrada en la Constitución peronista, reaparecía de modo inevitable en la Constitución reformada de 1957 bajo la forma del artículo 14 bis. La idea de Justicia Social, traducida como una idea de progreso que se constituía como un derecho humano fundamental que quedaría consagrado también en la reforma de 1994 con la incorporación en la propia Constitución y ya con jerarquía constitucional, los tratados internacionales de derechos humanos en el art. 75 inc 22.
Esta presentación viene a cuento porque estamos viviendo hoy, ya entrado el siglo XXI, un momento político que quiere terminar de desbaratar ese pacto fundacional. El gobierno de Javier Milei viene justamente a deshacer entre muchas otras cosas, ese pacto fundacional. Alcanza con darse una vuelta por el supermercado para ver las muecas de terror de las señoras y los señores cuando ven los precios de las góndolas, por los comedores populares para ver las ollas vacías, por cualquier barrio de buenos aires para ver como en un zaguan o en una ochava una familia recién llegada a la “libertad de no tener un techo” se amontona sobre una frazada y un colchon (con suerte). En una argentina que ya crece en desocupados, podemos constatar que los sueldos de los trabajadores que tienen empleo, ya no alcanzan ni para ir a trabajar. Mientras escribimos estas líneas los obispos a través de un comunicado de Cáritas volvieron a pedir (por segunda vez en una semana) alimentos para los comedores populares advirtiendo el crecimiento de la pobreza. La idea de progreso, de bienestar que bien amalgaman con una profunda idea que supo dar sentido a una identidad argentina con justicia social comienza a desbaratarse.
El presidente anarco capitalista y libertario viene entonces también a desbaratar es pacto fundacional. ¿También? Si, también. Pero decimos esta palabrita en un doble sentido.
En el primer sentido señalamos que el turbado anarco capitalista viene también a desbaratar ese pacto fundacional porque no es el único pacto que viene a deshacer. Milei viene a echar por tierra otros pactos fundamentales y que de alguna manera definen nuestra identidad nacional. El otro pacto que Milei viene a romper, es el pacto democrático que supimos suscribir después de la sangrienta dictadura cívico militar de 1976-1983. La recuperación de la democracia en 1983 hermanó a nuestra sociedad en otra pacto, un pacto que decía que nunca más la violencia política del Estado iba a regir los destinos del país. Ese pacto que tuvo como hitos fundamentales el gobierno de Raúl Alfonsín primero y el gobierno de Néstor Kirchner tiempo después, que vinieron a dar un cierre a una argentina autoritaria… (¿para siempre?).
Sin embargo, nos encontramos hoy a apenas cuarenta años de democracia con un presidente que hace de la amenaza y la violencia (por ahora) verbal, un estilo de gobierno. Los insultos, los destratos y gritos propinados a cualquier persona que piense distinto a su libertarismo ha encontrado, luego de fracaso en diputados de la “ley bases”, un nuevo nivel cuando Javier Mieli hace propio el posteo de un ilustrador y plagiador serial y realiza una amenaza de muerte a Bebilloni, diputados, sindicalistas y gobernadores que no acompañaron la mega iniciativa neo ilustrada del presidente. Pareciera entonces, que la muerte o la amenaza de muerte vuelve a formar parte del repertorio político argentino. Entonces Mieli viene también a romper el pacto democrático. Un pacto democrático que ya estaba puesto en tensión desde antes por los agoreros del odio. Una tensión que se vio en múltiples actores políticos y mediáticos y que desembocó en el intento de magnicidio de la vicepresidenta en septiembre del 2022. Pero lejos de aminalar, de calmar los climas, el presidente viene a echar más leña al fuego con su discurso autoritario, rústico y odiador.
Pero hay otro sentido del “también”. Milei viene con otros también a romper esos pactos. Sucede en el tiempo, es apenas un episodio más, continúa a otros que vinieron antes que él a desbaratar los pactos fundamentales. Hubo otros actores y otros momentos que pusieron en cuestión esos pactos fundamentales. El de la Argentina abundante lo puso en cuestión la dictadura militar del 24 de marzo de 1976, a fuerza de sangre y fuego la dictadura con las ideas libertarias originales (de la mano de otro economista ilustrado, José Alfredo Martínez de Hoz) comenzó la construcción de una argentina más pobre, mas miserable, más egoísta. Luego vinieron otros… Carlos Saúl Menem con su década convertible, el breve y trágico bienio del gobierno de Fernando de la Rúa y los cuatro años de Mauricio Macri antecedieron en esa vocación te terminar con la argentina abundante. Milei no es original en ese punto. Se coloca como una mediocre y horrible farsa a la cola de esas trágicas experiencias de gobierno que terminaron (todas) muy mal para el pueblo argentino.
Respecto de la iniciativa libertaria por desbaratar el pacto de la argentina democrática, debemos decir, en honor a la verdad, que Milei tiene apenas un solo predecesor: el del gobierno de la Coalición Cambiemos de Mauricio Macri. En efecto, el gobierno cambiemita hizo del espionaje, la represión y del desprecio por los valores democráticos un estilo de gobierno. No les faltó nada, desde fusilados por la espalda hasta desaparecidos, pasando por escuchas ilegales (a propios y a opositores) utilizando los servicios de inteligencia del Estado y por la represión en las calles. Es ese Macri, a la postre, el que nutre con sus “mejores cuadros” a gobierno libertario: Patricia Bullrich al frente de seguridad y alentando el uso de armas de fuego por parte de las fuerzas, “Toto” Caputo como genio de las finanzas (logrando una depreciación del poder adquisitivo del salario con una velocidad que hace envidiar al Martínez de Hoz de abril de 1976) y Federico Adolfo Sturzenegger, devenido en legista de la fallida Ley Omnibus y del mega Decreto de Necesidad y Urgencia, son apenas algunos entre otros que se desesperan en el banco por entrar al partido. Cito apenas esos tres porque son ellos los que estan atravesando su tercera experiencia de gobierno. Las otras dos anteriores (la de la Alianza 1999-2001 y la de Cambiemos 2015-2019) fueron indubitados fracasos cuyas consecuencias recaen todavía sobre una sociedad cada vez más empobrecida.
Con este quiebre de esos pactos fundamentales, el de la Argentina de la abundancia (que tiene su anclaje temporal a mediados del siglo XX que venía a consolidar una democracia profundamente material) y el de la Argentina democrática (que surge terminada la última dictadura militar y que viene a poner fin a un ciclo de intervenciones militares y el uso de la violencia como herramienta política, que se habían iniciado con la Revolución fusiladora allá en 1955), el Gobierno de Milei viene en realidad a proponer una revolución ultra conservadora.
Milei atrasa (y mucho), y para desbancar esos dos pactos fundacionales tiene que ir (y lo dice) a la argentina de 1853, una Argentina anterior cronológicamente a esos pactos. Una argentina “liberal y potencia del mundo” que solo existe en las turbadas fantasías del presidente. En la Argentina del siglo XIX la abundancia era solo para los dueños de la tierra que la habían obtenido matando indios por la espalda y la democracia era para los amos de la tierra que mantenía a la peonada masticando miseria en los rincones oscuros de las estancias. Esa es la revolución ultraconservadora del anarco libertario.
Frente a ese escenario, que empuja cada día más gente a la miseria y la desesperación, que coloca a todo un país al borde de un abismo que puede llegar a ser irreversible, urge hacerse al menos dos preguntas. La primera, ¿cómo llegamos hasta este punto?, la segunda… ¿como desandar este camino y volver sobre una argentina de la abundancia y una argentina democrática?
La respuesta la respuesta a la primera pregunta se cierra en una palabra: el peronismo. El peronismo post dictadura 1976 1983 fue incapaz de deshacer la tragedia política, económica, cultural y social que legó la primera experiencia (no) liberal- libertaria. En su peor versión (1989-1999, de la mano del peronista Carlos Menem) profundizó el modelo político, económico y social que propuso la dictadura. Un modelo de miseria y pobreza, pero especialmente un modelo político de subordinación de los intereses nacionales, un modelo de cipayo digamos (las privatizaciones, la apertura de la economía, la entrega de soberanía en sus capacidades de defensa estratégica – el desmantelamiento del programa del misil cóndor - por citar solo agunos temas). Pero que en su mejor versión (los gobiernos de Néstor Kirchner 2003-2007 y de Cristina Fernández 2007-2011 y 2011-2015) no logró desarmar la herencia política, económica y cultural de la dictadura. No está de más decir que se hicieron muchas cosas importantes (la política de derechos humanos, la política internacional redefiniendo la centralidad de América latina son hitos a destacar) pero en lo profundo, la cosa gorda digamos, no logró desmantelar un modelo de producción y de acumulación que se había instalado a sangre y fuego en los años militares y luego consolidado en el gobierno menemista. La experiencia de Alberto Fernández (2015-2019), más allá de las desventuras del gobierno (haber asumido luego del gobierno endeudador de Macri, soportar la pandemia del Covid y la guerra) tuvo dos características fundamentales. La primera, la de haber sido un gobierno insípido e incoloro y, justamente por eso, hacer más mal que bien por ser incapaz (tanto él como su gobierno) de pensar y de hacer algo con la política y el país. La segunda característica fue la de hacer del internismo el eje de toda su política de estado. Así llegamos a este punto. Nos queda la otra pregunta. ¡que hacer!
Sobre esta segunda cuestión no podría en estas breves líneas dar una respuesta concluyente. Sin embargo, no quisiera cerrar si decir al menos dos cosas. La primera tiene que ver con la propuesta del gobierno actual de una revolución ultra conservadora. Esa revolución está, en el fondo aunque no tanto, planteando un modelo de país. El gobierno libertario es el quinto ejercicio político e institucional (en una continuiodad con el gobierno militar, el menemista, el de la alianza y el macrista) por proponer un modelo de país. Una forma de pensar la argentina, con un modelo de organización productivo y social y una forma de vincularnos socialmente, pero también en el plano internacional. Se trata, finalmente, de un modelo de subordinación nacional: el modelo cipayo, o el país colonia. El país granero del mundo del mediados fines del siglo XIX es un sueño húmedo del presidente y de una clase social que imaginan un país de 5 millones de habitantes con una superfuerza de seguridad y represiva para poner en caja a los otros 40 millones que no llegan a fin de mes. Eso hay que tenerlo claro, sobre todo porque los cuadros de ese gobierno y sus intelectuales, lo tienen muy claro.
Frente a esa intentona y aquí la segunda cuestión, es necesario que pensemos cuál es el modelo de país, cuál es el proyecto nacional y popular que es necesario construir para volver sobre una argentina con justicia social, con soberanía y con independencia económica. Es necesario que pensemos colectivamente, porque es una tarea bien grande e importante, cómo volver a recuperar una Argentina abundante y esa Argentina democrática. Una Argentina que sea faro del mundo, pero no por las chabacanerías de algún payaso que juega a presidente, sino porque sea el destino deseado para quienes quieran ver aquí un futuro mejor para sus hijos. Una argentina de 100 millones de habitantes, que sea guía de los intereses de América del sur. Una argentina donde la justicia social quede asegurada por la soberanía política y tecnológica que el mundo reclama y por una economía independiente que garantice el desarrollo industrial y el bienestar del mundo del trabajo. No es una tarea fácil, porque sobre todo obliga a mirar otra vez y con mayor claridad lo que dejó la dictadura y se fue consolidando a lo largo de cinco gobiernos cipayos. Es una tarea que es necesario emprender colectivamente, como todas las grandes tareas. Solo entendiendo este desafío es que se podrá plantear un destino distinto para estas comarcas del mundo. Y ese planteo debe realizarse políticamente en un terreno donde (ya sabemos, y si no lo sabemos, nos tendremos que desayunar) encontraremos antagonistas con mucho poder, decisión e intereses para consolidar la argentina pequeña que se hoy quiere realizar en la revolución ultraconservadora que propone el gobierno de Javier Milei.