Narcotráfico en Estados Unidos: los orígenes económicos de la prohibición

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Narcotráfico en Estados Unidos: los orígenes económicos de la prohibición

01 Abril 2014

Por Norberto Emmerich (investigador Prometeo – IAEN – Ecuador) y Joanna Rubio (Universidad de Guadalajara, Departamento de Estudios Políticos y Gobierno)

Prohibicionismo no es una novedad para los ciudadanos de Estados Unidos. En 1914 el Congreso decreto la prohibición de estupefacientes tales como la cocaína y la heroína. En 1919 se prohibió la fabricación, distribución e importación de bebidas alcohólicas y en 1937 fue decretada la veda de la marihuana.

La prohibición de bebidas alcohólicas no disminuyó su consumo y en paralelo al sonoro fracaso de la lucha contra el alcohol y sus efectos secundarios, proliferó el mercado negro y el crimen organizado, a la vez violento y poderoso. En virtud de la fuerte presión moral, un negocio que fuera normal terminó degenerando su proceso de acumulación capitalista hasta corromper a las autoridades. Finalmente la producción clandestina mató a miles de estadounidenses debido a las intoxicaciones derivadas de las insalubres condiciones en que era consumido el trinque. En consecuencia la prohibición tuvo resultados perniciosos en términos de salud pública y consecuencias determinantes en términos de crimen organizado. Derivaciones muy superiores a aquellas provocadas por el anterior consumo de alcohol.

Cuando el presidente Franklin Delano Roosevelt despenalizó el alcohol en 1933, la paranoia  implantada en la psiquis social se trasladó al uso de las drogas, gracias a la propaganda creada por el magnate de medios Randolph Hearst, un famoso político y empresario  estadounidense.

Una de las principales fuentes de ingreso de Hearst era la producción de papel en la industria maderera, un insumo básico de su imperio mediático. En virtud de sus fuertes intereses buscó la eliminación de su principal competidor, el papel derivado del cáñamo. Hearst era dueño de 28 periódicos, entre ellos Angeles Examiner, The Boston American, The Atlanta Georgian, The Chicago Examiner, The Detroit Times, The Seattle Post-Intelligencer, The Washington Times, The Washington Herald. Su periódico principal fue The San Francisco Examiner incluyendo posteriormente el Cosmopolitan.

Junto a su emporio empresario este magnate impulsó la prevalencia de una ideología ultrarracista que señalaba al mexicano y al afroamericano como bestias asesinas que fumaban marihuana, demonizando su consumo y el de los productos derivados.

Junto con Harry J. Anslinger, un firme impulsor de las políticas prohibicionistas nombrado primer jefe de la recientemente creada Federal Bureau of Narcotics (FBN) en 1930,  y con la industria petroquímica, que acababa de patentar el nylon, buscaron cortar la competencia proveniente de los tejidos de cáñamo. Finalmente se consolidó una triada empresarial, política y moral que terminó beneficiando a la industria farmacéutica y a su monopolización de los medicamentos.

La opinión pública quedó convencida por el triple ariete de la propaganda de Hearst, las medidas de Anslinger y los intereses del nylon, sobre el peligro de la marihuana y se la catalogó como una droga dura aún sin pruebas científicas que lo comprobaran.

Los prejuicios raciales sedimentaron fuertemente ya que la cocaína (consumida por los afro-americanos), la marihuana (consumida por los mexicanos) y el opio (consumido por los chinos) continuaron siendo consideradas sustancias prohibidas.

La prohibición de la marihuana quedó fundada en la ley “Marihuana Taxt Act” de 1931, que imponía una tasa a los productos derivados del cáñamo y a sus procesos de distribución. En 1965, debido a la inconstitucionalidad de ley de 1931 que violaba la Quinta Enmienda, la Corte Suprema la reemplazó por la llamada “Controlled Substances Act”. En definitiva la producción de cáñamo colapsó y el papel de cáñamo dejó de ser un insumo de uso industrial masivo.

El 17 de julio de 1971 el presidente Richard Nixon inauguró su política de  combate contra las drogas con la consigna de asestar “un ataque a todos los niveles” y colocó a las drogas como el “enemigo público número uno”. La intención inicial era que la “guerra” la guerra durara sólo 5 años. Más de 40 años después la guerra sigue su curso y la única victoria de Estados Unidos ha sido la de consagrase como el paladín del fracaso. Pero la bicentenaria capacidad estadounidense de convertir las derrotas en victorias sigue en pie.

La política antidrogas de Barack Obama dista mucho del discurso conciliador y lúdico con que entusiasmó a las multitudes durante la campaña electoral de 2008, cuando abogaba por un replanteamiento de la estrategia antidrogas y admitía los errores de la estrategia estadounidense.

En su segundo mandato como presidente ha mantenido las mismas políticas que sus homólogos antecesores. Para el año fiscal 2013 un 41% del total del presupuesto de la lucha antidrogas se destinó a programas creados para contener la demanda y dar tratamiento médico a los adictos. El restante 59% fue a la aplicación de estériles leyes antidrogas, asfixiar la frontera con México y financiar la erradicación de cultivos de drogas en América Latina y Asia.

El inicio de la “guerra” lanzada por Richard Nixon en 1971 implicó 6 millones de dólares. En el año 2001, 30 años después, la suma ascendió a 15.900 mdd. Barack Obama pidió al Congreso 199 millones de dólares sólo para apoyar a México como parte de la Iniciativa Mérida. Desde el punto de vista utilitario-contable la guerra contra el narcotráfico fue y sigue siendo un contundente fracaso. Pero desde el punto de vista político, los éxitos de la política exterior estadounidense sigue acumulándose.

De haber un avance en estas políticas contaríamos con menos zonas de cultivo, precios más altos, menor disponibilidad en los mercados consumidores y un menor número de consumidores tanto habituales, inveterados u ocasionales.

Desde 1971 el gobierno estadounidense ha gastado más de 2.5 billones de dólares, se ha arrestado a 40 millones de ciudadanos  estadounidense relacionados con el tráfico de drogas y a muchos más por delitos de posesión de estupefacientes.

El ciudadano estadounidense drogadependiente sufre la criminalización de su estilo de vida. El sistema de justicia penal cree más en el castigo que en la educación y la justicia es una forma de retaliación social y exclusión de los menos aptos, la consagración legal del darwinismo. La población de Estados Unidos apenas alcanza al 5% de la población mundial pero más de 5 millones de ciudadanos están penalizados y vinculados de una u otra forma al sistema carcelario, mientras que un 2% cumple prisión efectiva.

El gasto ejercido en el presupuesto del año 2009 para la manutención de presos por hechos ilícitos ligados a las drogas alcanzó los dos mil millones de dólares, un costo de aproximadamente 22 mil dólares por recluso. Además un millón de habitantes son vagabundos. La no pertenencia al gran sueño americano supone estar preso, vivir en la calle o morir.

Bajo esta lógica americana, tal como afirma Loic Wacquant en “Las cárceles de la miseria”, los presos trabajan de obreros y empresas como Microsoft, que empaqueta en ellas su sistema operativo Windows, se benefician de los altos índices de presos. Parte del dinero que se gana en estos centros de reinserción social se utiliza para pagar impuestos a la ciudad. Por eso el concepto de “mass incarceration” aplica exitosamente a la economía estadounidense y su sistema penitenciario.

Por supuesto, los presos no pueden votar. Y en algunos Estados (Florida, Virginia y Kentucky) tampoco pueden votar los ex convictos. La ecuación ciudadana de un ex convicto se reduce a: trabajar sí, ser libre no, elegir menos.

Estados Unidos trata al narcotráfico como un problema de seguridad y de salud, pero a pesar del desmoronamiento de su sistema de combate, continúan apostando al sin futuro de la prohibición antes que tratar al narcotráfico como un problema político que nació de la ambición de la tríada de la industria papelera, la petroquímica y la farmacéutica, todo ello dentro de una moral conservadora negadora de los derechos humanos a los enfermos de drogadicción.

El individuo no debería ser castigado por ejercer sus derechos morales. Dice el profesor Douglas N. Housak que “parecería obvio que la ley penal no debe prohibir una conducta para la que se tenga un derecho moral[1]. Es diferente la aproximación social a las drogas a una aproximación individual, ya que la aplicación de leyes que castigan su consumo supone el avasallamiento de valiosas libertades individuales. El comportamiento humano individual está más allá de la interferencia del Estado, un principio básico del liberalismo.

El camino más fácil es negar las frustraciones antes que admitir que este malogrado combate es sólo beneficioso para los países ricos y tiene un costo irreversible para los países pobres. Las economías de estos países, a los que se relaciona con la producción y distribución de drogas, no sólo se estancan sino que además se degrada el capital humano. Sin embargo los costos económicos, aunque enormes, son una nimiedad comparados con los costos sociales que han llevado a sociedades como la mexicana a institucionalizar el crimen como un componente más de la estructura social nacional.

Pero ¿quién es el culpable? ¿La joven colombiana que pierde la vida en un avión rumbo a Estados Unidos con los intestinos llenos de grapas de coca? ¿El respetado empresario farmacéutico que impide la legalización de las drogas? ¿El Estado que se ha dejado secuestrar por la industria petroquímica y la farmacéutica?

[1] Douglas N. Housak, “What the America´s Users Spend on Illegal Drugs 1988-1993”, publicado por la Oficina de Política de Control de Drogas (ONDCP) de la Presidencia de los Estados Unidos.